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MINIGOLF (1927–1931)

Entretenimiento de moda consistente en pequeños campos de golf con dieciocho hoyos muy cortos complicados con molinos, cascadas y diminutas trampas de arena. Su popularidad resulta fácilmente explicable. Era un sitio barato para una cita durante la Depresión, su umbral de destreza era bajo y ofrecía múltiples niveles de logro; además te permitía fingir durante un par de horas que formabas parte de la refinada élite del club de campo. Más de cuarenta mil instalaciones surgieron por todo el país y, en el momento culminante, su popularidad era tal que supuso incluso una amenaza para el cine y los estudios prohibieron a sus actores que los vieran jugando al minigolf. Finalizó por saturación.

El nacimiento del río Colorado tampoco lo parece. Está en un glaciar en lo alto de las montañas Green River, y parece más bien una tundra, nieve y roca.

Pero incluso en lo más profundo del invierno algo se funde, una gota aquí, un hilillo allá, una pequeña película de agua se forma en los bordes del glaciar y cae al suelo congelado. Cae y se congela, converge, tan lentamente que resulta imperceptible.

La investigación científica es similar. Los eurekas como el de Arquímedes cuando se metió en la bañera y halló de pronto la respuesta al problema de la densidad de los metales son pocos e infrecuentes; todo suele conseguirse a base de probar y fallar y volver a probar otra cosa, añadir datos y eliminar variables, observar los resultados y tratar de comprender dónde metiste la pata.

Fíjense en Arno Penzias y Robert Wilson. Su objetivo era medir la intensidad absoluta de las señales de radio procedentes del espacio, pero primero tenían que deshacerse del ruido de fondo de su detector.

Lo llevaron al campo para librarse del ruido de la ciudad, las estaciones de radar, y el ruido atmosférico; les fue de ayuda, pero siguieron teniendo ruido de fondo.

Trataron de determinar la causa. ¿Los pájaros? Se subieron al tejado y miraron la antena en forma de cuerno. En efecto, las palomas habían anidado allí y sus deposiciones podían ser la causa del problema.

Expulsaron a las palomas, limpiaron la antena, y sellaron todas las posibles rendijas y uniones (probablemente con cinta adhesiva). Seguía habiendo ruido de fondo.

Muy bien. ¿Entonces de qué podía tratarse? ¿Corrientes de electrones de las pruebas nucleares? Si era así, el ruido tenía que ir disminuyendo, ya que las pruebas atómicas estaban prohibidas desde 1963.

Realizaron docenas de tests sobre la intensidad para ver si era eso. No lo era. Y el resultado era el mismo estuvieran donde estuviesen, lo cual no tenía ningún sentido.

Durante cinco años realizaron pruebas y más pruebas, grabaron y volvieron a grabar, limpiaron mierda de paloma, y se desesperaron creyendo que jamás llegarían a realizar su experimento sobre la intensidad de las señales de radio antes de darse cuenta de que el ruido de fondo no era taclass="underline" eran microondas; el eco del Big Bang.

El viernes, Flip trajo el nuevo impreso para solicitar fondos. Tenía sesenta y ocho páginas y estaba mal grapado. Tres páginas se salieron mientras Flip atravesaba la puerta y otras dos más cuando me lo tendió.

—Gracias, Flip —dije, y le sonreí.

La noche anterior había leído los dos últimos tercios de pippa Pasa, donde Pippa había convencido a dos asesinos adúlteros para que se mataran el uno al otro, a un joven estudiante decepcionado para que eligiera el amor y no la venganza, y reformado a varios calzonazos. Y todo ello canturreando solamente: «El año está en primavera, / y el día en la mañana.» Piensen lo que podría haber conseguido de tener un carnet de biblioteca.

Browning estaba diciendo claramente que se puede cambiar el mundo siendo despabilado y avisando antes de girar a la izquierda. Una persona puede tener un efecto positivo en la sociedad. Y estaba claro por El flautista de Hamelín que comprendía el mecanismo de las modas.

Yo no había advertido ninguno de estos efectos, pero tampoco Pippa, que al parecer había vuelto a trabajar en la fábrica de seda al día siguiente sin tener ni idea del bien que había hecho. Me la imaginaba en la reunión de personal que Dirección había convocado para introducir su nuevo sistema, PESTO. Justo después del ejercicio de sensibilidad, su compañera se inclinaría hacia delante y susurraría:

—Dime, Pippa, ¿qué hiciste en tu día libre?

Y Pippa se encogería de hombros y diría:

—Poca cosa. Ya sabes, estuve por ahí.

Así que yo quizás influyera más sobre la cultura y el indicar los giros a la izquierda de lo que creía. Si era amable y educada, quizá detuviera la tendencia a la rudeza.

Naturalmente, Browning no había conocido a Flip. Pero merecía la pena intentarlo, y tenía el consuelo de saber que no podía empeorar las cosas.

Así que, aunque Flip no hizo ningún esfuerzo por recoger las páginas desparramadas y, de hecho, estaba pisando una de ellas, le sonreí y dije:

—¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Oh, magnífica —dijo ella, sarcástica—. Perfectamente bien.

Se sentó sobre los recortes de mi mesa.

—¡No se creerá lo que esperan que haga ahora!

«¿Trabajar un poco?», pensé despiadada, y entonces recordé que se suponía que iba a seguir los pasos de Pippa.

—¿Quiénes? —dije, agachándome para recoger las páginas.

—Dirección —contestó, poniendo los ojos en blanco. Llevaba unas medias amarillo fosforescente, una camiseta con una corbata teñida, y un chaleco muy peculiar. Era corto y extrañamente abultado en el cuello y los sobacos—. ¿Sabe que se supone que tengo un nuevo título y una ayudante?

—Sí —dije yo, sonriendo todavía—. ¿Lo conseguiste? ¿Un nuevo título?

—Sí-í. Soy el contacto de comunicaciones interdepartamentales. Pero respecto a mi ayudante, esperan que forme parte de un comité de búsqueda. Después del trabajo.

En la parte inferior del chaleco había una hilera de corchetes, un estilo que nunca había visto. «Lo lleva puesto del revés», pensé.

—El tema era que estaba saturada de trabajo. Por eso necesitaba una ayudante, ¿no? ¿Verdad?

Llevar la ropa de forma poco corriente es una variedad de moda siempre vigente (los cordones de los zapatos desatados, gorras de béisbol al revés, corbatas por cinturón, combinaciones por vestido), y no puede comercializarse porque no cuesta nada. Tampoco es nueva. Ya en 1955 las muchachas de secundaria se ponían el jersey del revés, y sus madres habían llevado los zapatos sin abrochar y falda corta y abrigos de piel de mofeta en los años veinte. Las hebillas de metal de los zapatos se agitaban y aleteaban, y por eso en inglés se las llamó flappers. O, ya que no parece haber un consenso sobre el origen de nada que tenga que ver con las modas, se les puso el nombre por la forma de mover los brazos, como las gallinas, cuando bailaban el charlestón. Pero el charlestón no llegó hasta 1923, y la palabra flapper ya se usaba en 1920.

—Bien —decía Flip—. ¿Quiere oír esto o no?

No era extraño que Pippa pasara cantando por delante de las ventanas de sus clientes. Si hubiera tenido que tratar con ellos, no habría estado ni la mitad de alegre. Forcé una expresión interesada.

—¿Quién más está en el comité?

—No lo sé. No tengo tiempo para estas cosas.

Pero no querrás asegurarte de que sea un buen ayudante?

—No si tengo que quedarme después del trabajo —dijo ella, arrasando irritada los recortes que tenía debajo—. Su oficina está hecha un lío. ¿No la limpia nunca?

—«La alondra está en el alero; / el caracol en la espina» —dije yo.

—¿Qué?

Así que Browning se equivocaba.