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Los cristales y la aromaterapia estaban pasados, sustituidos al parecer por lo étnico. Las tiendas de New Age anunciaban cabañas iroquesas, terapia rusa banya y búsquedas de visión peruanas, a 249 dólares en habitación doble, comidas incluidas. Había dos restaurantes etíopes, uno filipino, y un carrito donde se vendía pan frito navajo.

Y media docena de casas de café, que al parecer habían brotado como setas de la mañana a la noche: el Jumpstart, el Espresso Exprés, el café Lottie, el Taza o'Joe, y el café Java.

Después de un rato me cansé de esquivar mimos y patinadores en línea y entré en el Madre Tierra, que ahora se llamaba café Krakatoa (este de Java). Su interior estaba tan abarrotado como el resto del centro comercial. Una camarera con un corte de pelo irregular anotaba nombres.

—¿Quiere sentarse en la mesa comunal? —le preguntaba al tipo que yo tenía delante, señalando una mesa larga con dos personas, sentadas una a cada extremo.

Es una moda procedente de Inglaterra, donde los desconocidos tienen que compartir mesa para mantenerse al tanto de los chismorreos del príncipe Carlos y Camilla. No ha pegado demasiado fuerte por aquí, donde los desconocidos es más probable que quieran hablar de Rush Limbaugh o sobre sus implantes de pelo.

Yo me había sentado varías veces en las mesas comunales al principio, con la idea de que era una buena manera de obtener información sobre las tendencias de lenguaje y pensamiento; pero con haberlo probado tenía más que suficiente.

El hecho de que la gente experimente cosas no significa que tenga ninguna capacidad de reflexión, un hecho que los programas de debate de TV (una moda que ha alcanzado la etapa de crecimiento incontrolado canceroso y deberá dentro de poco agotar su suministro de alimentos) tendrían que haber comprendido a estas alturas.

El tipo preguntaba:

—Si no me siento en la mesa comunal, ¿cuánto tendré que esperar?

La camarera suspiró.

—No lo sé. ¿Cuarenta minutos?

Y yo desde luego esperé que eso no acabara por convertirse en una moda.

—¿Cuántos? —me preguntó.

—Dos —dije, para así no tener que sentarme en la mesa comunal—. Foster.

—Tiene que darme su nombre de pila.

—¿Por qué?

Ella puso los ojos en blanco.

—Para que pueda llamarla.

—Sandra —dije yo.

—¿Cómo se deletrea eso?

«No —pensé—, por favor, díganme que Flip no está creando escuela. Por favor.»

Le deletreé «Sandra», cogí los periódicos alternativos, y me fui a esperar a un rincón. No tenía sentido dedicarme a los contactos hasta que estuviera sentada, pero los artículos también servían. Había una nueva tecnología láser para eliminar los tatuajes, en Berkeley habían prohibido fumar al aire libre, el color de la primavera era el rosa posmoderno, y el matrimonio volvía a estar en alza. «Vivir juntos está pasado —decían las actrices de Hollywood—. Lo guai ahora son los anillos de diamante, las bodas, el compromiso, todo eso.»

—Susie —llamó la camarera.

Nadie respondió.

—Susie, grupo de dos —dijo, agitando su mechón de pelo—. Susie.

Decidí que, o bien era yo, o era otra persona que se había hartado y se había ido.

—Aquí —dije, y dejé que un camarero con un corte de pelo al estilo Tres Chiflados me acompañara a una mesita situada junto a la ventana, de esas que te hacen polvo las rodillas—. Puedo pedir ya —le dije antes de que se marchara.

—Pensaba que era un grupo de dos.

—La otra persona llegará pronto. Tomaré un café con leche doble largo con leche desnatada y chocolate semidulce por encima —dije animosamente.

El camarero suspiró y pareció expectante.

—Con azúcar moreno por los lados —dije. Él puso los ojos en blanco.

—¿Sumatra, Yergacheffe o Sulawesi?

Miré la carta en busca de ayuda, pero no había nada más que una cita de Kahlil Gibran.

—Sumatra —dije, ya que sabía dónde estaba. Él suspiró.

—¿Estilo Seattle o California?

—Seattle.

—¿Con?

—¿Una cucharilla? —dije, esperanzada. Él puso los ojos en blanco.

¿Jarabe de qué sabor?

«¿De arce?», pensé, aunque eso parecía improbable.

—¿Frambuesa?

Al parecer, ésa era una de las opciones. Se marchó, y yo ataqué los anuncios de contactos. No tenía sentido marcar los NF. Los había prácticamente en cada anuncio. Dos lo ponían en la cabecera, y uno, colocado por un atleta muy inteligente, sorprendentemente guapo, lo pedía dos veces. «Amigos» estaba pasado, y trabajo del alma era lo que se llevaba. Había dos referencias a las hadas, y otra abreviatura: GC. «JBDV busca MBNFH. Debe ser GC. Sur de Baseline. Oeste de la Veintiocho.» Lo marqué con un círculo y pasé al libro de códigos. Geográficamente compatible.

No había más GC, pero sí un «Preferible zona comercial de Boulder», y uno que especificaba, «Valmont o Pearl, manzana 2500 solamente».

Sí, en un metro cuadrado, y me gustaría que Federal Express me lo trajera a la puerta. Eso me hizo pensar con afecto en Billy Ray, que estaba dispuesto a conducir desde Laramie para salir conmigo.

—Este lugar es tan ridículo —dijo Flip, sentándose frente a mí. Llevaba un vestido de muñeca, medias rosa hasta el muslo, y un par de ajadas sandalias Mary Jane; todo más o menos derecho—. Hay una cola de cuarenta minutos.

«Sí —pensé—, y tú deberías estar en ella.»

—Hay una mesa comunal—dije.

—Nadie se sienta ahí excepto los suarbs y los bufs —dijo ella—. Brine quiso que nos sentáramos en la mesa comunal una vez. —Se agachó para subirse las medias.

No había cinta adhesiva a la vista. Flip llamó al camarero y pidió.

—Lattemarchia descremado largo Jazula, sin demasiada espuma —se volvió a mirarme—Brine pidió un café Sumatra con leche —cogió mi bolsa de la librería—. ¿Qué es esto?

—Un regalo de cumpleaños para la hija de la doctora Damati.

Ya lo había sacado y lo examinaba con curiosidad.

—Es un libro —dije.

—¿No tenían el vídeo? —volvió a meterlo en la bolsa—. Yo le habría comprado una Barbie —agitó su mechón de pelo, y vi que llevaba una tira de cinta adhesiva en la frente, en cuyo centro había un círculo que parecía una letra i minúscula tatuada entre los ojos.

—¿Qué es ese tatuaje?

—No es un tatuaje —dijo ella, apartando el pelo para que pudiera verlo mejor. En efecto, era una i minúscula—. Nadie lleva ya tatuajes.

Empecé a llamar su atención sobre su búho blanco y advertí que también llevaba cinta adhesiva, un pequeño parche circular, allí donde había estado el tatuaje del búho.

—Los tatuajes son artificiales. Meterte todos esos productos químicos y cancerígenos bajo la piel… —dijo—. Es una marca.

—Una marca —comenté, deseando, como de costumbre, no haber empezado aquello.

—Las marcas son orgánicas. No te inyectas nada en el cuerpo. Sacas algo que ya está en tu cuerpo de forma natural. El fuego es uno de los cuatro elementos, ya sabe.

A Sara, de Química, le encantaría oír eso. —Nunca había visto ninguna. ¿Qué significa la i} Ella parecía confusa.

—¿Significar? No significa nada. Soy yo. Ya sabe, lo que soy. Una declaración personal.

Decidí no preguntarle por qué su marca estaba en minúsculas,[3] o si se le había ocurrido que cualquiera que la viera supondría de inmediato que significaba incompetente. —Soy «yo» —dijo—. Una persona que no necesita a nadie más, sobre todo a un suarb que se sienta a la mesa comunal y pide un Sumatra. Suspiró profundamente.

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3

En inglés, I, «yo», se escribe siempre en mayúsculas, de ahí la observación. (TV, del T.)