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Y cuanto más repasaba los datos, más convencida estaba de que la respuesta no estaba en ellos, que la mayor independencia, los piojos y el ir en bici no eran más que excusas, razones pensadas después para explicar lo que nadie comprendía. Sobre todo yo.

Me pregunté si estaba siquiera en el campo adecuado. Me sentía tan insatisfecha, como si todo lo que hacía careciera de sentido, fuera un… prurito.

Flip, pensé. Por culpa de su charla sobre Brine y Groupthink me siento así. Es una especie de antiángel de la guarda; siempre siguiéndome a todas partes, retrasándome en vez de ayudarme y poniéndome de mal humor. Y no voy a dejar que me arruine el fin de semana. Ya tengo suficiente con que me arruine el resto de la semana.

Compré una porción de tarta de queso con chocolate y volví a la biblioteca y saqué El rojo emblema del valor, Qué verde era mi valle y El color púrpura; pero el mal humor persistió durante el resto de la tarde, durante todo el helado regreso a casa, lo que me impidió totalmente trabajar.

Probé con el libro de teoría del caos que había sacado, pero sólo conseguí deprimirme más. En los sistemas caóticos incidían tantas variables que ya habría sido casi imposible predecir su conducta aunque hubiese sido lógica, y no lo era.

Cada variable interactuaba con otra, colisionando y estableciendo relaciones insospechadas, bucles iterativos que alimentaban el sistema una y otra vez, entrecruzándose y conectando las variables de tantas formas que no era sorprendente que una mariposa tuviera un efecto devastador. O ninguno en absoluto.

Comprendí que el doctor O'Reilly había querido estudiar un sistema con variables limitadas, ¿pero qué sistema era limitado? Según el libro, cualquier cosa, todo era una variable: la entropía, la gravedad, los efectos cuánticos de un electrón, o una estrella situada al otro lado del universo. Así que, aunque el doctor O'Reilly tuviera razón y no hubiera ningún factor X externo operando en el sistema, no había forma de calcular todas las variables, ni siquiera de decidir cuáles eran.

Aquello se parecía sospechosamente a las modas. Me pregunté qué variables estaba pasando por alto y, cuando Billy Ray llamó, me aferré a él como un ahogado.

—Me alegro tanto de que me hayas llamado —dije—. Mi investigación ha sido más rápida de lo que pensaba, así que al final estoy libre. ¿Dónde estás?

—Camino de Bozeman. Como dijiste que estabas ocupada, decidí saltarme el seminario y fui a recoger esas Targhees que estaba buscando. —Hizo una pausa y pude oír el zumbido de alerta de su teléfono móvil—. Volveré el lunes. ¿Qué tal si cenamos la semana que viene?

«Quisiera cenar esta noche», pensé descorazonada.

—Magnífico —dije—. Llámame cuando regreses. El zumbido iba en aumento.

—Lamento que nos perdiéramos otr… —dijo él, y se quedó sin cobertura.

Me asomé a la ventana y contemplé la escarcha y luego me metí en la cama y leí Llevada por el destino de cabo a rabo, cosa que no fue ninguna hazaña. Sólo tenía noventa y cuatro páginas, y estaba tan espantosamente escrito que se pondría sin duda muy de moda.

Se basaba en la idea de que todo estaba ordenado y organizado por los ángeles de la guarda, y la heroína tendía a decir cosas como «¡Todo pasa por una razón, Derek! Rompiste nuestro compromiso y te acostaste con Edwina y estuviste implicado en su muerte, y yo me volví hacia Paolo en busca de consuelo y me fui con él a Nepal para aprender el significado del sufrimiento y la desesperación, sin los cuales el amor carece de sentido. Todo (el choque del tren, el suicidio de Lilith, la drogadicción de Halvard, el hundimiento de la bolsa) fue para que pudiéramos estar juntos. Oh, Derek, hay una razón detrás de todo.»

Excepto, al parecer, detrás del pelo corto. Me desperté a las tres con Irene Castle y los clubs de golf rondándome la cabeza. Eso mismo le sucedió a Henri Poincaré. Llevaba días y días trabajando en funciones matemáticas, y una noche tomó demasiado café (que probablemente surtió el mismo efecto que la mala literatura) y no pudo dormir, y se le ocurrieron ideas matemáticas «a puñados».

Y Friedrich Kekulé. Cayó en trance en un autobús y vio cadenas de átomos de carbono bailando salvajemente a su alrededor. Una de las cadenas se mordió de pronto la cola y formó un anillo, y Kekulé terminó descubriendo el anillo de benceno y revolucionando la química orgánica.

Todo lo que Irene Castle hizo con los clubs de golf fue bailar el maxixe, así que, pasado un rato, encendí la luz y abrí el libro de Browning.

Al final resultó que había conocido a Flip. Había escrito un poema, Soliloquio del monasterio español, sobre ella. «G-r-r, maldita», había escrito, obviamente después de que le arrugara todos sus poemas, y también «Ahí tienes, la repulsa de mi corazón». Decidí decírselo a Flip la próxima vez que me largara la cuenta.

SHORTS (1971)

Prenda de moda que llevaban todas pero que sólo sentaba bien a las jóvenes y esbeltas. Sucesores de la minifalda de los sesenta, los shorts fueron una reacción a los intentos de los diseñadores por introducir la falda a media rodilla. Estaban confeccionados de satén o terciopelo, a menudo con tirantes, y se llevaban con botas altas de cuero. Las mujeres se los ponían para ir a la oficina, e incluso los permitieron en el concurso de Miss América.

Me pasé el resto del fin de semana planchando recortes y tratando de descifrar el impreso simplificado de solicitud de fondos. ¿Qué eran los Parámetros de Superposición de Impulso? ¿Y qué querían decir con «Enumere restricciones prioritarias de situación de categorías»? Eso hacía que buscar la causa del pelo corto (o las fuentes del Nilo) pareciera una nadería en comparación.

Nadie más sabía tampoco lo que eran las aplicaciones EDI. Cuando fui a trabajar el lunes, todo el mundo que conocía apareció en el laboratorio de estadística para preguntarlo.

—¿Tienes idea de cómo se rellena este estúpido formulario? —preguntó Sara, asomando la cabeza, a media mañana.

—No —contesté.

—¿Qué crees que es un índice de gradación de gastos? —se apoyó contra la puerta—. ¿No te dan ganas de renunciar y empezar de nuevo?

Sí, pensé, mirando la pantalla del ordenador. Había pasado la mayor parte de la mañana leyendo recortes, extrayendo lo que esperaba que fuera información relevante, pasándola a un disco, y diseñando programas estadísticos para interpretarla. Eso que Billy Ray había definido como «meterlo en el ordenador y pulsar un botón».

Había pulsado el botón y, sorpresa, sorpresa, no había ninguna sorpresa. Había una correlación entre el número de mujeres trabajadoras y el número de comentarios airados sobre el pelo corto publicados en los periódicos, y aún más fuerte entre el pelo corto y las ventas de cigarrillos, y ninguna correlación entre la longitud del cabello y la de las faldas, cosa que yo podría haber predicho. Las faldas habían caído hasta la mitad de la pantorrilla en 1926, mientras qué el pelo se había ido acortando hasta el crack del 29, con el estilo «a lo garçon» en 1929 y el aún más corto estilo Eaton en 1926.

La correlación más fuerte de todas era con el sombrerito ajustado, lo que apoyaba a la teoría del carro-antes-que-el-caballo y demostraba, más allá de toda duda, que la estadística no es tanto como dicen.

—Últimamente todo me deprime —decía Sara—. Siempre he creído que era sólo una cuestión de que él tiene un umbral de relación más elevado que yo, pero he acabado pensando que tal vez sea sólo parte de la estructura negativa que acompaña a las relaciones codependientes.