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«Ted —pensé—. Estamos hablando de Ted, que no quiere casarse.»

—Y este fin de semana, me puse a pensar. ¿Qué sentido tiene? Estoy siguiendo un rumbo íntimo y él ha tomado un desvío.

—Impaciente —dije yo.

—¿Qué?

—Así te sientes. No te encontraste con Flip este fin de semana, ¿verdad?

—La he visto esta mañana. Me ha entregado el correo de la doctora Applegate.

Un antiángel; deambulaba por el mundo esparciendo mal humor y destrucción.

—Bien, como te iba diciendo, será mejor que vaya a ver si encuentro a alguien en Dirección capaz de decirme qué es un índice de gradación de gastos —dijo Sara, y se marchó.

Volví a mis datos. Hice una distribución geográfica para 1923 y otra para 1922: había grupos en Nueva York y Hollywood, cosa que no fue ninguna sorpresa, y en St. Paul, Minnesota, y Marydale, Ohio, que sí lo fue. Siguiendo una corazonada, pedí un informe sobre Montgomery, Alabama. Allí había un grupo demasiado pequeño para ser estadísticamente significativo, pero que bastaba para explicar el de St. Paul.

En Montgomery, E Scott Fitzgerald había conocido a Zelda, y St. Paul era su ciudad natal. Los lugareños obviamente estaban intentando vivir en conformidad con Bernice se corta el pelo. No explicaba lo de Marydale, Ohio. Hice una distribución geográfica para 1921. El grupo todavía estaba allí.

—Tome —dijo Flip, metiéndome el correo bajo la nariz. Al parecer nadie le había dicho que el rosa pomo era el color del otoño. Llevaba una biliosa túnica azul vivo y calcetines y un montón de cinta adhesiva.

—Me alegro de que estés aquí —dije, cogiendo un puñado de recortes—. Me debes dos cincuenta de tu café con leche y necesito que me copies esto. Oh, y espera. —Fui y cogí los contactos que había repasado el sábado, y dos artículos sobre los ángeles. Se los tendí a Flip—. Una fotocopia de cada.

—No creo en los ángeles —dijo ella. Siempre dispuesta a trabajar, como siempre.

—Solía creer en ellos, pero ya no, desde lo de Brine.

Quiero decir que, si realmente tuviéramos un ángel de la guarda, te animaría cuando estás depre y te libraría de las reuniones de comités y esas cosas.

—¿Y en las hadas? —pregunté.

—¿Quiere usted decir en el hada madrina? Por supuesto. Claro.

Por supuesto.

Volví a mi pelo corto.

Marydale, Ohio.

¿Qué podría haber tenido ese lugar para convertirse en un centro importante para el pelo corto?

«El calor —pensé—. ¿Hizo mucho calor en Ohio durante el verano de 1921? ¿Tanto calor que el pelo se pegaba a la nuca sudorosa, y las mujeres dijeron: “No puedo soportarlo más”?»

Pedí los datos climáticos del estado de Ohio desde junio a septiembre y empecé a buscar Marydale.

—¿Tienes un minuto? —dijo una voz desde la puerta. Era Elaine, de Personal. Llevaba una cinta en la cabeza y su expresión era agria—. ¿Tienes idea de qué son las raciones de implementación de formatos contractuales?

—Ni zorra. ¿Has probado en Dirección?

—He estado allí dos veces y no se puede entrar. Hay una multitud —inspiró profundamente—. Tengo un estrés total. ¿Quieres venir a rebajarlo?

—¿Subiendo escaleras? —pregunté, dubitativa. Ella sacudió firmemente la cabeza.

—Subir escaleras no favorece el desarrollo muscular. Escalando paredes. En el gimnasio de la Veintiocho. Tienen cuerdas y todo.

—No, gracias. Tengo paredes aquí. Ella las miró con aire desaprobador y se marchó, y yo volví a mi pelo corto. Las temperaturas en Marydale durante 1921 fueron ligeramente inferiores a lo normal, y no se trataba tampoco de la ciudad natal de Irene Castle o Isadora Duncan.

Lo abandoné por el momento y tracé una gráfica Pareto y luego hice unas cuantas regresiones más. Había una débil correlación entre la asistencia a la iglesia y el pelo corto, una fuerte correlación entre el pelo corto y las ventas de Hupmobile, pero no de Packard o de Ford Modelo T, y una fortísima correlación entre el pelo corto y las mujeres dedicadas a la enfermería. Pedí una lista de los hospitales que había en 1921: ninguno estaba a menos de cien kilómetros de Marydale.

Entró Gina, con aspecto agobiado.

—No, no sé cómo rellenar el impreso —dije antes de que pudiera preguntar—, y tampoco lo sabe nadie.

—¿De veras? —dijo ella vagamente—. No lo he mirado todavía. Me he pasado todo el tiempo en el estúpido comité de búsqueda de una ayudante para Flip. ¿Cuál consideras que es la cualidad más importante en un asistente?

—Ser lo contrario de Flip. —Y luego, como no se rió, añadí—: ¿Competencia, entusiasmo, ganas de trabajar?

—Exactamente. Y si una persona tuviera esas cualidades, la contratarías de inmediato, ¿no? Y si estuviera tan bien cualificada para el trabajo como está, no la dejarías escapar. No la rechazarías por un pequeño inconveniente y esperarías hasta entrevistar a docenas de personas, sobre todo cuando tienes otras cosas que hacer. Rellenar ridículos formularios de presupuesto, por ejemplo, y planear una fiesta de cumpleaños. ¿Sabes qué escogió Brittany, cuando le dije que no podía tener los Power Rangers? Barney. Y no se puede decir que no sea competente y entusiasta y con ganas de trabajar. ¿No?

Yo no tenía muy claro si estaba hablando de Brittany o de la solicitante.

—Barney es horrible —dije.

—Exactamente —contestó Gina, como si yo acabara de manifestar mi acuerdo con su razonamiento, fuera cual fuese—. Voy a contratarla —y se marchó.

Volví y me senté delante del ordenador. Somberitos ajustados, Hupmobiles, y Marydale, Ohio. Ninguno de estos factores parecía ser el detonante de la moda. ¿Qué era? ¿Que la había originado de pronto?

Entró Flip, con el montón de recortes y anuncios que acababa de darle.

—¿Qué quería que hiciera con todo esto?

MESMERISMO (1778–1784)

Moda científica resultante de los por entonces recientes descubrimientos acerca del magnetismo, la especulación sobre sus posibilidades médicas y la codicia. La sociedad parisina acudía en masa al doctor Mesmer para someterse a tratamientos de «magnetismo animal» en los que se usaban bañeras de «agua magnetizada», varillas de hierrro, y masajes de los ayudantes del doctor Mesmer que, en bata color lavando, miraban profundamente a los ojos de los pacientes. Éstos gritaban, sollozaban, caían en trance profundo, y le pagaban al doctor cuando se marchaban. Con el magnetismo animal, es decir, el hipnotismo, se pretendía poder curarlo todo, desde los tumores a la tisis. Pasó de moda cuando una investigación científica dirigida por Benjamín Franklin demostró que no hacía nada de eso.

El martes, Dirección convocó otra reunión.

—Para explicar los impresos simplificados —le dije a Gina, camino de la cafetería.

—Eso espero —contestó ella, con aspecto aún más agobiado que el día anterior—. Sería agradable tener a otra persona a la defensiva para variar.

Iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero entonces divisé al doctor O'Reilly al otro lado de la sala, charlando con la doctora Turnbull. Ella llevaba un vestido rosa pomo (sin hombreras), y él una de aquellas camisas estampadas de poliéster de los setenta. Para cuando advertí todo eso, Gina estaba en nuestra mesa con Sara, Elaine y un puñado de gente.

Me acerqué, preparándome para una discusión sobre asuntos íntimos y marcha atlética, pero al parecer hablaban de la nueva ayudante de Flip.

—No creía que fuera posible contratar a nadie peor que Flip —decía Elaine—. ¿Cómo pudiste, Gina?