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—Tengo que ir a la biblioteca.

—Deberías pillar el libro Cinco pasos para enfocar el éxito.

Después de la cena, Billy Ray se fue a ref, y yo a la biblioteca a buscar el Browning. Lorraine no estaba allí, sino una chica con cinta adhesiva, hilos en el pelo y expresión hosca.

—Lleva tres semanas de retraso —dijo.

—Eso es imposible. Lo saqué la semana pasada. Y lo devolví. El lunes.

Después de haber probado Pippa con Flip y decidir que Browning no sabía de qué estaba hablando. Había devuelto el Browning y sacado Otelo, esa otra historia sobre malas influencias.

Ella suspiró.

—Nuestro ordenador indica que todavía está fuera. ¿Ha mirado en casa?

—¿Está por aquí Lorraine? —pregunté.

Ella puso los ojos en blanco.

—No-o-o-o.

Decidí que era mejor esperar a que lo estuviera y fui a los estantes a buscar el Browning yo misma.

Las Obras completas no estaba allí, y no pude recordar el nombre del libro que me había sugerido Billy Ray. Saqué dos libros de Willa Cather, que sabía cómo era de verdad la cocina de la pradera, y Lejos del mundanal ruido, en el que, según recordé, había ovejas; luego me puse a dar vueltas por la biblioteca tratando de recordar el nombre del libro de Billy Ray y esperando inspiración.

Las bibliotecas han sido responsables de un montón de logros científicos significativos. Darwin leía a Malthus por diversión (lo que debería decirnos algo respecto a Darwin), y Alfred Wegener paseaba por la biblioteca de la Universidad de Marburg, dando vueltas al globo terráqueo y rebuscando en papeles científicos, cuando se le ocurrió la idea de la deriva continental. Pero a mí no se me ocurrió nada, ni siquiera el nombre del libro de Billy Ray. Pasé a la sección de negocios para ver si recordaba el nombre cuando lo viera.

Algo sobre estrechar el enfoque, eliminar todo lo periférico. «Sólo puede tener una causa, ¿no?», había dicho Billy.

No. En un sistema lineal tal vez, pero el pelo corto no era igual que la sarna de las ovejas. Era como uno de los sistemas caóticos de Bennett. En él confluían docenas de variables, y todas ellas eran importantes. Se alimentaban unas a otras, iterando y reiterando, cruzándose y colisionando, afectándose unas a otras de formas que nadie esperaba. Tal vez el problema no era que tuviera demasiadas causas, sino que no tenía suficientes. Pasé al siglo XX y cogí Los locos veinte, y también Flappers, sufragistas y huelguistas, y Los años veinte: un estudio sociológico, y tantos libros sobre la época como pude cargar, y me los llevé todos al mostrador.

—Aquí aparece que debe usted un libro —dijo la chica—. Desde hace cuatro semanas.

Me fui a casa, emocionada por primera vez y convencida de que estaba sobre la pista adecuada, y empecé a trabajar en las nuevas variables.

Los años veinte habían estado repletos de modas: jazz, petacas, calcetines bajados, bailes locos, abrigos de mapache, carreras de maratón, maratones de baile, maratones de besos, coches Stutz, sentadas, puzzles. Y en medio de todas aquellas rodillas coloradas y derbies de sillas mecedoras y paraguas estaba la causa de que se impusiera el pelo corto. Trabajé hasta muy tarde y me fui a la cama con Lejos del mundanal ruido. Tenía razón. Trataba de las ovejas. Y las modas. En el capítulo cinco una de las ovejas se caía por un barranco, y las otras la seguían, lanzándose una tras otra a las rocas del fondo.

3

AFLUENTES

Por favor, señorías —dijo él—. ¡Soy capaz, por medio de un secreto encantamiento, de atraer a todas las criaturas vivientes bajo el sol, que se arrastran, corren o vuelan, para que me sigan como nunca se ha visto!
ROBERT BROWNING

PELUCAS MONUMENTALES (1750–1760)

Moda capilar de la corte de Luis XVI inspirada por madame de Pompadour, que era aficionada a decorar su cabello de formas inusitadas. El pelo rodeaba un armazón relleno de algodón o paja y cementado con una pasta que se endurecía, y luego se cubría de polvos de talco y se decoraba con perlas y flores. La moda se salió rápidamente de madre. Los armazones llegaron a medir más de noventa centímetros, y los motivos se hicieron más elaborados y barrocos. Los peinados reproducían cascadas, cupidos, escenas de novelas. Batallas navales completas, con barcos y humo, se desarrollaban en lo alto de las cabezas de las mujeres, y una viuda, abrumada por el dolor tras la muerte de su esposo, hizo que le pusieran una lápida en el peinado. La moda pasó con la llegada de la Revolución francesa y la consiguiente escasez de cabezas donde poner pelucas.

Los ríos no son sólo anchas corrienes. Tienen acuíferos a docenas, a veces cientos de afluentes. El río Lena de Siberia, por ejemplo, se nutre de una zona de más de un millón de kilómetros cuadrados por donde corren los ríos Karenga, Olekma, Vitim y Aldan, y miles de corrientes más pequeñas y arroyos, algunos de los cuales siguen cursos tan distantes y convulsos que a nadie se le ocurriría asociarlos con el Lena, situado a miles de kilómetros de distancia.

Los acontecimientos que conducen a un logro científico frecuentemente son no sólo aleatorios, sino que poco tienen que ver con la ciencia. Pongamos por caso las paperas. Einstein las sufrió a los cuatro años y su padre intentaba distraer a un niñito enfermo cuando le dio su brújula de bolsillo para que jugara. Y las llaves del universo.

La vida de Fleming es un completo cúmulo de coincidencias, empezando por su padre, que era jardinero en la mansión de los Churchill. Cuando Winston, a los diez años, se cayó al lago, el padre de Fleming se lanzó de cabeza al agua y lo rescató. La agradecida familia lo recompensó enviando a su hijo Alexander a la facultad de medicina.

Vean a Penzias y Wilson. Robert Dicke, de la Universidad de Princeton, convenció a P. J. E. Peebles para que calculara la temperatura del Big Bang. Este lo hizo, advirtió que era lo bastante caliente para ser detectable como residuo de radiación, y le dijo a Peter G. Roll y David T. Wilkinson que deberían buscar microondas.

Peebles (¿se han perdido ya?) dio una conferencia en el John Hopkins donde mencionó el proyecto de Roll y Wilkinson. Ken Turner, del Instituto Carnegie, asistió a la conferencia y se lo mencionó a Bernard Burke del Instituto Tecnológico de Massachusets, que era amigo de Penzias. (¿Todavía me siguen?)

Cuando Penzias llamó a Burke para hablar de otra cosa (probablemente la fiesta de cumpleaños de su hija), le comentó su persistente ruido de fondo. Y Burke le dijo que llamara a Wilkinson y Roll.

Durante la semana siguiente pasaron varias cosas: Suministré datos al ordenador sobre las sentadas y el juego chino del mahjong, Dirección declaró HiTek edificio libre de humo, la hija de Gina, Brittany, cumplió cuatro años, y la doctora Turnbull, nada menos, vino a verme.

Llevaba una camisa de campamento de seda rosa pomo y vaqueros rosa y sonreía amistosa. Los vaqueros y la camisa indicaban que cumplía el edicto de HiTek para vestir de modo informal. No tenía ni idea de lo que significaba la sonrisa.

—Doctora Foster —dijo, acercándose a mí a toda máquina—, justo la persona que quería ver.

—Si está buscando un paquete, doctora Turnbull —dije, cansina—. Flip todavía no ha pasado por aquí.

Ella soltó una risita alegre y cantarina de la que no la había considerado capaz.