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Flip suspiró con fuerza.

—Este paquete es pesadísimo.

—Entonces suéltalo —dije yo, extendiendo la mano para coger la cinta. Estaba fuera de mi alcance. Alcé poquito a poco la mano que sujetaba el costado de la caja y me estiré hacia la mesa. Las yemas de mis dedos rozaron la cinta.

—Es delicado —dijo Flip, acercándose a mí, y soltó la caja. Traté de agarrarla con ambas manos. Chocó contra la mesa, el costado aplastó mi caja, y los recortes se dispersaron por el suelo.

—La próxima vez tendrá que recogerlo usted misma —dijo Flip, dirigiéndose hacia la puerta pisando los recortes.

Sacudí la caja, por si había algo roto. No había nada, y cuando miré la tapa no ponía FRÁGIL por ninguna parte. Ponía PERECEDERO. También ponía DOCTORA ALICIA TURNBULL.

—Esto no es mío —dije, pero Flip ya había salido por la puerta. Chapoteé en un mar de recortes y la llamé—. Este paquete no es mío. Es para la doctora Turnbull, de Biología.

Ella suspiró.

—Tienes que llevárselo a la doctora Turnbull.

Puso los ojos en blanco.

—Tengo que entregar primero el resto del correo interdepartamental —dijo, agitando su mechón de pelo. Se perdió pasillo abajo, dejando caer dos sobres de dicho correo mientras lo hacía.

—Asegúrate de volver y llevártelo en cuanto acabes de repartir el correo. Es perecedero —grité, y entonces, recordando que el analfabetismo está en boga hoy día y perecedero es una palabra polisilábica, añadí—: Quiere decir que se estropeará.

Su cabeza afeitada ni siquiera se volvió, pero una de las puertas del pasillo se abrió y Gina se asomó por ella.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó.

—Ahora la cinta adhesiva se considera un recado personal.

Gina se acercó.

—¿Has recibido uno de éstos? —dijo, tendiéndome un folleto azul. Era el anuncio de una reunión. Miércoles. En la cafetería. Todo el personal de HiTek, incluyendo I+D—. Flip tenía que entregar uno en cada despacho. —¿De qué va la reunión?

—Dirección ha preparado otro seminario. Lo que significa un ejercicio de sensibilidad, un nuevo acrónimo, y más papeleo para nosotros. Creo que pediré la baja. El cumpleaños de Brittany es dentro de dos semanas, y tengo que preparar toda la decoración de la fiesta. ¿Qué se lleva hoy en día en las fiestas de cumpleaños? ¿Circos? ¿El salvaje oeste?

—Los Power Rangers —dije yo—. ¿Crees que reorganizarán los departamentos?

En el último seminario preparado por Dirección se había creado el puesto de Flip como parte del DARC (Dirección de Activación de Reformas y Comunicaciones). Tal vez ahora eliminarán la figura del asistente interdepartamental; así yo podría volver a hacer mis propias copias, entregar mis propios mensajes y recoger mi correo. Total, ya lo hacía.

—Odio los Power Rangers —respondió Gina—. No me explico cómo se han hecho tan populares.

Volvió a su laboratorio, y yo a mi trabajo sobre el pelo corto. Era fácil entender que se hubiera puesto de moda.

No más cabellos largos que dominar con peines y horquillas y crepados; se acabó lavarlos y tener que esperar una semana a que se secaran. Las enfermeras que sirvieron en la Primera Guerra Mundial se cortaron el pelo a causa de los piojos, y les había gustado la libertad y la ligereza que les proporcionaba el pelo corto. Y tenía ventajas obvias cuando se trataba de apuntarse a las otras modas de la época: ir en bici y jugar a tenis.

¿Entonces por qué no se había puesto ya de moda en 1918? ¿Por qué había tardado cuatro años y luego, de pronto, sin ningún motivo aparente, se impuso con tal fuerza que las peluquerías se llenaron y las compañías de horquillas se arruinaron de la noche a la mañana? En 1921, el pelo corto era todavía lo bastante raro para que apareciera en las primeras planas y despidieran a las mujeres por su causa. Hacia 1925, era tan común que salía en todas las fotos de graduación y los anuncios y las ilustraciones de las revistas, y los únicos sombreros que se vendían eran bonetes en forma de campana, demasiado ajustados para llevarlos con el pelo largo. ¿Qué había ocurrido en el ínterin? ¿Cuál fue el motor impulsor?

Me pasé el resto del día reordenando los recortes. Se podría pensar que las páginas de las revistas de los años veinte se habrían vuelto amarillentas y ásperas, pero no. Resbalaban como anguilas por el suelo, solapándose, mezclándose con los recortes de periódico y desbaratando la ordenación. Incluso se habían soltado algunos clips.

Hice la reordenación en el suelo. Una de las mesas estaba cubierta de recortes que Flip tendría que haber llevado a fotocopiar, cosa que no había hecho, y en la otra tenía todas mis notas. Y ninguna de las dos era lo bastante grande para contener todos los montones que necesitaba, algunos de los cuales se entremezclaban: un artículo entero dedicado al pelo corto, referencia dentro de un artículo dedicado a las flappers, referencia cruzada, alusión casual, comentario desaprobador, alusión humorística, comentario de sorpresa y horror, ilustración en anuncio, adopción por parte de mujeres de mediana edad, adopción por parte de niñas, adopción por mujeres ancianas, artículos ordenados cronológicamente, artículos ordenados por estados, tema urbano, tema rural, discrepancia, completa aceptación, primeros signos de pasar de moda, fin de la moda.

A las 4.55 todo el suelo del laboratorio estaba cubierto de montones de papel y Flip aún no había vuelto. Pisando con cuidado entre los montones, me acerqué y miré otra vez la caja. Biología estaba al otro lado del complejo, pero no importaba. La caja decía PERECEDERO, y aunque la irresponsabilidad es la tendencia más fuerte de los noventa, todavía no se ha adueñado de toda la sociedad. Cogí la caja y se la llevé a la doctora Turnbull.

Pesaba una tonelada. Después de conseguir subir dos tramos de escaleras y recorrer cuatro pasillos, las razones de por qué la irresponsabilidad se había puesto de moda empezaron a resultarme muy claras. Al menos iba a ver una parte del edificio en la que normalmente no entraba, ni siquiera estaba muy segura de dónde se hallaba Biología, sólo sabía que se encontraba al fondo de la planta baja. Pero debía de ir bien encaminada: en el aire se notaba la humedad y el leve murmullo de un zoo. Seguí el sonido por otra escalera más y por un largo pasillo. La oficina de la doctora Turnbull estaba, naturalmente, al fondo.

La puerta estaba cerrada. Sostuve como pude la caja con los brazos, llamé y esperé. No hubo respuesta. Recoloqué la caja, sujetándola contra la pared con la cadera, y probé con el pomo. La puerta tenía echada la llave.

Lo último que quería era arrastrar la caja de vuelta a mi oficina y tratar de encontrar luego un frigorífico. Miré la fila de puertas pasillo abajo. Todas estaban cerradas y, presumiblemente, con llave; pero había una línea de luz bajo la del centro, a mano izquierda.

Volví a cargar con la caja, que se hacía más y más pesada por momentos, la llevé hasta la luz y llamé a la puerta.

No obtuve respuesta, pero cuando probé con el pomo, se abrió para dar paso a una jungla de videocámaras, equipo informático, cajas abiertas, y cables de seguimiento.

—Hola—dije—. ¿Hay alguien aquí?

Sonó un gruñido ahogado, y esperé que no proviniera de un inquilino del zoo. Miré la placa de la puerta.

—¿Doctor O'Reilly?

—¿Sí? —respondió la voz de un hombre desde debajo de lo que parecía un horno.

Lo rodeé y vi dos piernas enfundadas en pana marrón asomando de debajo, rodeadas de bastantes herramientas.