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—Llámame Alicia —dijo—. Nada de paquetes. Simplemente, se me ocurrió pasar por aquí y charlar un rato. Verás, deberíamos conocernos mejor. La verdad es que sólo hemos hablado un par de veces.

«Una vez —pensé—, y me gritaste. ¿Qué pretendes en realidad?»

—Bien —dijo ella, sentándose en una de las mesas del laboratorio y cruzando las piernas—. ¿A qué universidad fuiste?

En HiTek, «conocerte mejor» significa preguntar «Oye, ¿sales con alguien?», o, en el caso de Elaine, «¿Te interesa el aerobic de alto impacto?»; pero tal vez éste era el concepto que tenía Alicia de una charla informal.

—Me doctoré en Baylor.

Ella sonrió aún más animosamente.

—Fue en sociología, ¿verdad?

—Y estadística.

—Un doctorado doble —aprobó ella—. ¿Fue allí donde hiciste tu trabajo de pregraduada?

No podía ser una espía industrial. Trabajábamos para la misma empresa. Y, en cualquier caso, los datos estaban en los registros de Personal.

—No —dije—. ¿Dónde hiciste tu trabajo de graduación?

Fin de la conversación.

—Indiana —dijo ella, como si hubiera preguntado algo que no era asunto mío, y levantó su culo rosado del asiento, pero no se marchó. Se quedó mirando la mesa llena de montañas de datos.

—Tienes mucho material aquí —dijo, examinando uno de los desórdenes.

Tal vez Dirección la había enviado a espiar nuestra organización de trabajo.

—Tengo previsto ordenar las cosas en cuanto termine con mis impresos de solicitud de fondos —dije.

Ella se acercó a mirar los montones dedicados a las sentadas.

—Yo ya he entregado el mío. Por supuesto.

—Y el desorden es bueno. Los laboratorios de Susan Holyrood y Dan Twofeathers estaban desordenados. R. C. Méndez dice que es un indicador de creatividad.

Yo no tenía ni idea de quiénes eran esos tipos ni de lo que estaba pasando allí. Algo, obviamente. Tal vez Dirección la había enviado a buscar rastros de fumadores. Alicia había olvidado su sonrisa amistosa y daba vueltas por el laboratorio como un tiburón.

—Bennett me dijo que estás trabajando analizando las fuentes de las modas. ¿Por qué decidiste trabajar en eso?

—Todo el mundo lo hacía.

—¿De veras? —dijo ansiosamente—. ¿Quiénes son los otros científicos?

—Ha sido un chiste —contesté mansamente, y me dispuse a explicarlo sin demasiada convicción—. Ya sabes, las modas, algo que la gente hace porque todo el mundo lo está haciendo.

—Oh, ya lo entiendo —dijo ella, lo que quería decir que no lo entendía, pero parecía más divertida que ofendida—. Ser ocurrente es también una señal de creatividad, ¿no? ¿Cuál crees que es la cualidad más importante en un científico?

—La suerte.

Ahora sí que pareció ofendida.

—¿La suerte?

—Y buenos ayudantes —dije—. Mira a Roy Plunkett.

El hecho de que su ayudante utilizara un relleno de plata en el tanque de carbonos clorofluorados fue lo que le llevó al descubrimiento del teflón. O Becquerel. Tuvo la buena suerte de contratar a una joven polaca para que le ayudara con su terapia de radiación. Se llamaba Marie Curie.

—Eso es muy interesante. ¿Dónde dijiste que hiciste tu trabajo de pregraduación?

—En la Universidad de Oregón.

—¿Qué edad tenías cuando te doctoraste?

Volvíamos al tercer grado.

—Veintiséis.

—¿Qué edad tienes ahora?

—Treinta y uno —dije, y al parecer eso fue la respuesta adecuada porque la sonrisa regresó.

—¿Te criaste en Oregón?

—No. En Nebraska.

Esta respuesta no lo fue. Alicia desconectó la sonrisa.

—Tengo un montón de trabajo que hacer —dijo, y se marchó sin mirar atrás. Quisiera lo que quisiese, al parecer el desorden y la inteligencia no le bastaban.

Me quedé allí sentada mirando la pantalla y preguntándome de qué había ido todo aquello, y Flip entró ataviada con cinta adhesiva y un par de zuecos sin talón.

Tendría que haber empleado un poco de cinta adhesiva para los zuecos. Se le salían a cada paso, y tuvo que avanzar hasta mí casi arrastrando los pies. Los zuecos y la cinta adhesiva eran del mismo azul eléctrico bilioso que llevaba el otro día.

—¿Cómo se llama ese color? —pregunté.

—Azul Cerenkhov.

Por supuesto. Como la radiación azulina de los reactores nucleares. Qué apropiado. Pero, en justicia, tenía que admitir que no era la primera vez que a un color de moda se le daba un nombre espantoso.

En los días de Luis XVI, los nombres de los colores eran absolutamente nauseabundos. Alcantarilla, arsénico, viruela y español enfermo fueron nombres extendidos del amarillo verdoso.

Flip me tendió un papel.

—Tiene que firmar esto.

Era una petición para declarar el vestíbulo de personal zona de no fumadores.

—¿Dónde fumará la gente si no puede hacerlo en el vestíbulo? —pregunté.

—No debería fumar. Provoca cáncer —dijo ella firmemente—. Creo que a la gente que fuma no se le debería permitir tener trabajo. —Agitó su mechón de pelo—. Y tendrían que vivir en algún sitio donde su humo de segunda mano no pudiera hacernos daño a los demás.

—Desde luego, Herr Goebbels —dije, ignorando que la ignorancia es la moda mayor de todas, y le tendí de nuevo la petición.

—El humo de segunda mano es peligroso —rezongó ella.

—Y la mala uva —me volví hacia el ordenador.

—¿Cuánto cuesta una corona? —dijo ella.

Parecía el día de las preguntas absurdas.

—¿Una corona? —pregunté, asombrada—. ¿Quieres decir como una tiara?

—No-o-o. Una corona.

Traté de imaginar un corona sobre la cabeza de Flip, con el mechón colgando por un lado, y no lo conseguí. Pero fuera lo que fuese de lo que estaba hablando, sería mejor que le prestara atención porque probablemente sería la nueva moda. Flip podía ser incompetente, insubordinada, y generalmente insufrible, pero estaba justo en el meollo de la moda.

—Una corona —dije—. ¿Hecha de oro? —Hice la pantomima de ponerme una sobre la cabeza—. ¿Con puntas?

—¿Puntas? —dijo ella, furiosa—. Será mejor que no tenga puntas. Una corona.

—Lo siento, Flip. No sé…

—Usted es científica. Se supone que tiene que conocer los términos científicos.

Me pregunté si corona se había convertido en término científico igual que la cinta adhesiva se había convertido en un encargo personal.

—¡Una corona! —dijo ella, soltó un enorme suspiro y se marchó del laboratorio pasillo abajo.

Era mi día para los encuentros que consideraba sin pies ni cabeza, y mis datos sobre el pelo corto tampoco lo tenían. Lamentaba haber tenido la idea de incluir las otras modas de la época. Había demasiadas, y ninguna era lógica.

Los cacahuetes, por ejemplo, y las sentadas, y pintarse las rodillas de carmín. Los universitarios pintaban sus viejos Ford T con eslóganes como «Aceite de plátano» y «¡Oh, bromeas!»; las amas de casa de mediana edad se vestían como doncellas chinas y jugaban al mah-jong; y las modas parecían surgir de la nada, sucediéndose unas a otras en cuestión de meses y a veces de semanas. Un baile, el black bottom, sustituyó el mah-jong, que a su vez había sustituido el Rey Tut, y todo era tan caótico que resultaba imposible de rastrear.

Los crucigramas eran la única moda que resultaba medio razonable, e incluso así era un rompecabezas. La moda había empezado en el otoño de 1924, poco después del pelo corto, pero los crucigramas existían desde el siglo XIX, y el New York Herald había publicado un crucigrama semanal desde 1913.