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—Tu turno —dijo Peyton, tendiéndome una cera rojo fosforescente. Rojo radical.

—Muy bien —contesté, aceptándola—. Así que Barbie decidió ir a… —dibujé una raya de tacones rojo radical sobre las olitas azules—… al peluquero. «Quiero que me corte el pelo», le dijo al peluquero —empecé una raya de tijeras color aguamarina—. Y el peluquero dijo, «¿Por qué?». Y Barbie dijo, «Porque todo el mundo lo hace». Así que el peluquero le cortó el pelo a Barbie y…

—No-o-o —dijo Peyton, quitándome el color aguamarina y tendiéndome el limón láser— Ésa es la Barbie Rizado Mágico.

—Oh —dije yo—. Muy bien. Así que el peluquero dijo, «Pero alguien tuvo que hacerlo primero, y no pudieron hacerlo porque todo el mundo lo hacía, así que por qué…». Se oyó un ruido en la puerta, y Peyton me quitó de la mano el limón láser, cerró el cuaderno, lo metió todo debajo de la cama con sorprendente velocidad, y ya estaba sentada en el borde con las manos cruzadas sobre el regazo cuando su madre terminó de abrir la puerta.

—Peyton, estamos viendo un vídeo. ¿Qui…? —dijo, y se detuvo al verme—. No le hablaste a Peyton mientras estaba expulsada, ¿verdad?

—Ni una palabra.

Se volvió hacia Peyton.

—¿Crees que ahora puedes tener una conducta positiva con tus semejantes?

Peyton asintió sabiamente y salió de la habitación, seguida por su madre. Yo volví a colocar el teléfono sobre la mesita de noche y me dispuse a seguirlas, y entonces me detuve, saqué la libreta de su escondite y volví a mirarla.

Era un mapa, a pesar de lo que hubiera dicho Peyton. Una combinación de mapa, diagrama y dibujo, que reunía una sorprendente cantidad de información en una sola página: localización, tiempo transcurrido, trajes llevados. Una sorprendente cantidad de datos.

Y las líneas se cortaban de una forma también sorprendente, cruzándose y volviéndose a cruzar para crear complicadas intersecciones, el rojo radical cambiando al lavanda y naranja en superposición. Barbie sólo montaba en su moto en la mitad inferior del dibujo, y había un denso nudo de estrellas en una esquina. ¿Una anomalía estadística?

Me pregunté si un diagrama-mapa-historia como aquél daría resultado con mis datos de los años veinte. Había probado con mapas y esquemas estadísticos y modelos informáticos, pero nunca con las tres cosas juntas, coloreadas en códigos de fechas, vectores e incidencias. Si lo ponía todo junto, ¿qué clase de pautas surgirían?

Sonó un alarido en el salón.

—¡Es mi cumpleaños! —gimió Brittany.

Volví a guardar la libreta bajo la cama.

—Vaya, Peyton —dijo la madre de Lindsay—. Qué forma tan creativa tienes de demostrar tu necesidad de atención.

PIROGRABADO (1900–1905)

Técnica artesanal que fue de moda para grabar a fuego dibujos sobre madera o cuero con un hierro candente. Flores, pájaros, caballos y caballeros con armadura se marcaban en alfileteros, bandejas, cajas de lápices, de guantes, de cartas, de pipas, y otros artículos igualmente inservibles. Pasó porque requería un grado de habiliad demasiado alto. Todos los caballos parecían vacas.

El jueves el tiempo empeoró. Chispeaba nieve cuando llegué al trabajo, y a la hora del almuerzo era ya una tormenta en toda regla. Flip había conseguido estropear las dos fotocopiadoras, así que reuní todos mis recortes sobre las sentadas para copiarlos en Kinko's, pero cuando me dirigía al coche decidí que podían esperar, y corrí de vuelta al edificio, la cabeza agachada contra la nieve. Prácticamente, choqué con Shirl.

Estaba acurrucada junto a una furgoneta, fumando un cigarrillo.

Tenía un guante marrón en la mano con la que no sujetaba el cigarrillo, el cuello del abrigo vuelto, una bufanda alrededor de la barbilla, y estaba tiritando.

—¡Shirl! —grité contra el viento—. ¿Qué está haciendo aquí fuera?

Ella pescó torpemente un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y me lo tendió con su mano enguantada. Era un memorándum que declaraba todo el edificio libre de humo.

—Flip —dije, sacudiendo el memorándum ya húmedo—. Ella está detrás de esto —arrugué el papel y lo tiré al suelo—. ¿No tiene usted coche?

Ella sacudió la cabeza, tiritando.

—Me traen al trabajo.

—Puede sentarse en el mío —dije, y entonces se me ocurrió un sitio mejor—. Venga —la cogí del brazo—. Conozco un sitio donde puede fumar.

—Todo el edificio ha sido declarado prohibido para los fumadores —dijo ella, resistiéndose.

—Ese sitio no está en el edificio.

Apagó el cigarrillo.

—Es usted muy amable con una vieja —dijo, y las dos corrimos hacia el edificio a través de la nieve.

Nos detuvimos tras la puerta para sacudirnos la nieve y quitarnos los sombreros. Su cara correosa estaba colorada de frío.

—No tiene que hacer esto —dijo, desliando lentamente su bufanda.

—Cuando una se pasa tanto tiempo como yo estudiando las modas, desarrollas una clara antipatía hacia ellas —contesté—. Sobre todo hacia las modas de aversión. Sacan a relucir lo peor de la gente. Y esto es el principio. Luego podría ser la tarta de queso y chocolate. O la lectura. Vamos. La guié pasillo abajo.

—El sitio no será cálido, pero no habrá viento, y no quedará cubierta de nieve, al menos. Y esta moda antitabaco habrá pasado para la primavera. Está llegando a la etapa extrema en que inevitablemente produce una sacudida.

—La prohibición duró trece años.

—La ley. La moda no. La fiebre de McCarthy sólo duró cuatro —empecé a bajar las escaleras hacia Biología.

—¿Dónde está exactamente ese sitio? —preguntó Shirl.

—Es el laboratorio del doctor O'Reilly. Tiene detrás un porche con alero.

—¿Y seguro que no le importará?

—Seguro. Nunca presta atención a lo que piensa la gente.

—Debe de ser un joven extraordinario —dijo Shirl, y yo pensé, «desde luego que sí».

No encajaba en ninguna de las pautas habituales. No era un rebelde que se negara a seguir las modas para asegurar su individualismo. La rebelión también puede ser una moda, como ocurrió con los Ángeles del Infierno y los símbolos de la paz. Y sin embargo tampoco era tan olvidado. Era gracioso, inteligente y observador.

Traté de explicárselo a Shirl mientras bajábamos las escaleras camino de Biología.

—No es que no le importe lo que piensa la gente. Es que no ve qué tiene eso que ver con él.

—Mi profesor de física solía decir que Diógenes no tendría que haber perdido el tiempo buscando a un hombre honrado —dijo Shirl—. Tendría que haber buscado a alguno que tuviera criterio propio.

Llegamos al pasillo de Biología, y de repente se me ocurrió que quizás Alicia estuviera en el laboratorio.

—Espere aquí un segundo —le dije a Shirl, y me asomé a la puerta—. ¿Bennett?

Él estaba agazapado tras su mesa, prácticamente oculto por los papeles.

—¿Puede fumar Shirl aquí en el porche?

—Claro —dijo él, sin levantar la cabeza.

Salí y volví con Shirl.

—Puede fumar aquí si quiere —dijo Bennett cuando entramos.

—No, no puede. HiTek ha declarado todo el edificio libre de tabaco. Le dije que podría fumar fuera, en el porche.

—Claro —él se puso en pie—. Siéntase libre de bajar cuando quiera. Siempre estoy aquí.

—¿Sí? —dijo Shirl—. ¿Trabaja en su proyecto incluso durante el almuerzo?

Le dijo que no tenía ningún proyecto en el que trabajar y que tenía que esperar a que aprobaran su subvención antes de poder obtener sus macacos, pero yo no le prestaba atención. Estaba mirando lo que llevaba puesto.