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—Libros sobre ovejas —dije—. Cómo se crían y se entrenan.

Ella puso los ojos en blanco.

—No me lo había dicho.

Finalmente conseguí que me dijera en qué estante se encontraban y saqué: Cría de ovejas como diversión y negocio; Historias de un pastor australiano; Nueve sastres, de Dorothy Sayer, Nueve sastres que, según recordaba, hablaba de ovejas; Tratamiento y cuidado de las ovejas; y, recordando la sarna de las ovejas de Billy Ray, Enfermedades de las ovejas comunes. Los llevé al mostrador.

—Aquí consta que debe un libro —dijo—. Sobras completas de Robert Browning.

Obras —dije yo—. Obras completas. Ya pasamos por esto la última vez. Lo devolví.

—Aquí no pone eso. Dice que tiene una multa de dieciséis cincuenta. Dice que lo sacó usted el pasado marzo. No pueden sacarse más libros cuando la multa sobrepasa los cinco dólares.

—Devolví el libro —contesté, y puse sobre el mostrador veinte dólares.

—Además, tiene que pagar el coste del nuevo libro —dijo ella—. Son cincuenta y cinco con noventa y nueve.

Sé cuándo darme por vencida. Le firmé un cheque y le llevé los libros a Ben. Los repasamos.

No nos dieron muchos ánimos. «Con el calor, las ovejas se acurrucan juntas y se mueren sofocadas», decía Cría de ovejas como diversión y etcétera, y «En ocasiones, las ovejas se tumban de espaldas y no son capaces de levantarse».

—Escucha esto —dijo Ben—. «Cuando se asustan, las ovejas pueden chocar contra los árboles y otros obstáculos.»

No había nada sobre estrategias excepto: «Mantener las ovejas dentro de una cerca es mucho más fácil que volverlas a meter.»

Pero había un montón de información sobre su manejo que nos habría venido bien antes.

Nunca hay que tocar la cara de una oveja ni rascarla tras las orejas, y el pastor australiano comentaba: «Tirar el sombrero al suelo y pisotearlo no sirve para otra cosa que para estropear el sombrero.»

—«Lo que más temen las ovejas es estar atrapadas» —le leí a Ben.

—Y ahora me lo dices.

Y algunos de los consejos, al parecer, no eran nada dignos de confianza.

«Quédate sentado y quieto —decía Tratamiento y cuidado—, y las ovejas sentirán curiosidad y vendrán a ver qué estás haciendo.»

No lo hicieron, pero el pastor australiano tenía un método práctico para llevar una oveja a donde querías.

—«Apóyate sobre una rodilla junto a la oveja» —leí.

Ben obedeció.

—«Coloca una mano sobre la grupa» —leí—. Es la zona de la cola.

—¿Sobre la cola?

—No. Un poco por detrás de las caderas.

Shirl salió al porche, encendió un cigarrillo, y luego se acercó a la verja para observarnos.

—«Colócale la otra mano bajo el morro. Cuando tengas la oveja sujeta de esta forma, no podrá escapar, ni avanzar o retroceder.»

—Hasta ahora, muy bien —dijo Ben.

—Ahora, «agarra el morro firmemente y empuja la grupa con cuidado para que avance la oveja.» —Bajé el libro y observé—. «Se consigue que pare tirando con la mano que está bajo el morro.»

—Muy bien —dijo Ben, incorporándose lentamente—. Allá va.

Dio un suave empujón al culito lanudo. La oveja no se movió.

Shirl dio una larga calada a su cigarrillo, sin dejar de toser, y sacudió la cabeza…

—¿Qué estamos haciendo mal? —preguntó Ben.

—Eso depende —contestó ella—. ¿Qué intentan hacer?

—Bueno, lo que quiero es enseñarle a la oveja a pulsar un botón para comer —dijo él—. Por ahora me conformaría con que alguna estuviera en la misma zona del corral que el dispensador de comida.

Había estado agarrando a la oveja y empujado todo el tiempo, pero la oveja al parecer funcionaba con algún tipo de mecanismo retardado. Dio dos pasos dóciles hacia delante y empezó a cabecear.

—No le sueltes el morro —dije yo, cosa que era más fácil de decir que de hacer.

Los dos nos lanzamos al cuello. Solté el libro y agarré un puñado de lana. Ben recibió una patada en el brazo. La oveja dio un salto tremendo y se plantó en mitad del rebaño.

—Suelen hacer eso —dijo Shirl, exhalando humo—. Cada vez que se las separa del rebaño; se lanzan de cabeza a él. El instinto gregario se impone. Pensar por uno mismo es demasiado aterrador.

Los dos nos acercamos a la verja.

—¿Entiende de ovejas?—preguntó Ben.

Ella asintió, chupando su cigarrillo.

—Sé que son los bichos más tontos, testarudos y pesados del planeta.

—Eso ya lo hemos descubierto.

—¿Cómo es que entiende de ovejas? —pregunté yo.

—Me crié en un rancho de ovejas, en Montana.

Ben dio un suspiro de alivio.

—¿Puede decirnos qué tenemos que hacer? —le pregunté—. No podemos conseguir que estas ovejas hagan nada.

Ella dio una larga calada.

—Necesitan una mansa —dijo.

—¿Una mansa? —preguntó Ben—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo especial de ronzal?

Ella sacudió la cabeza.

—Una líder.

—¿Como un perro pastor? —dije yo.

—No. Un perro puede acosar y guiar y mantener las ovejas a raya, pero no puede hacer que le sigan. Una mansa es una oveja.

—¿De una raza especial?

—No. De la misma raza. La misma clase de oveja, aunque con algo que hace que el resto del rebaño la siga. Normalmente es una vieja hembra, y algunos creen que ese algo tiene que ver con las hormonas, otros piensan que con su aspecto. Un maestro mío decía que nacen con capacidad para el liderato.

—Estructura de atención —dijo Ben—. Los monos machos dominantes la tienen.

—¿Qué le parece? —dije yo.

—¿A mí? —dijo ella, mirando cómo el humo de su cigarrillo se levantaba en volutas—. Creo que una mansa es igual que cualquier otra oveja, pero peor. Un poco más hambrienta, un poco más rápida, un poco más ansiosa. Quiere comer, refugiarse y aparearse primero, así que siempre va delante —se detuvo para darle una calada al cigarrillo—. No mucho. Si va muy por delante, el rebaño tendrá que buscar a otra, y eso significa pensar por sí mismos. Sólo un poquito, porque ni siquiera saben que las están guiando. Y la mansa no sabe que las guía.

Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó.

—Si le enseña a una mansa a pulsar un botón, el resto del rebaño lo hará también.

—¿Dónde podemos conseguir una? —dijo Ben ansioso.

—¿Dónde consiguieron sus ovejas? El rebaño probablemente tenía una, y no les tocó en este lote. Éstas no formaban un rebaño entero, ¿verdad?

—No —dije yo—. Billy Ray tiene doscientas cabezas.

Ella asintió.

—Un rebaño tan grande casi siempre tiene una mansa.

Miré a Ben.

—Voy a llamar a Billy Ray.

—Buena idea —dijo él, pero parecía haber perdido su entusiasmo.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No crees que una mansa es una buena idea? ¿Temes que interfiera con tu experimento?

¿Qué experimento? No, no, es una buena idea. La estructura de atención y su efecto sobre la tasa de aprendizaje es una de las variables que quería estudiar. Ve y llámalo.

—Muy bien —dije, y entré en el laboratorio. Mientras abría la puerta la del pasillo se cerró. Recorrí al hábitat y me asomé.

Flip, vestida con un mono y botas de montar blancas y azul Cerenkhov, desaparecía por las escaleras. Debía de habernos traído el correo. Me sorprendió que no se hubiera asomado al corral para preguntarnos si pensábamos que estaba cautivadora.