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Volví al laboratorio. Flip había dejado el correo en la mesa de Ben. Dos paquetes para el doctor Ravenwood de Física, y una carta de Gina a los laboratorios Bell.

BODAS DE LOS NIÑOS DE LAS FLORES (1968–1975)

Rebelión popularizada por gente que no quería rebelarse totalmente contra la tradición y no casarse. En la ceremonia, celebrada en un prado o en lo alto de una colina, sonaba Feelings, tocada con un sitar, y los contrayentes leían votos escritos con una pequeña ayudita de Kahlil Gibran. Normalmente, la novia llevaba flores en el pelo e iba descalza. El novio llevaba el símbolo de la paz y patillas. Fue sustituida en los setenta por vivir ¡untos y la falta de compromiso.

Billy Ray trajo la mansa en persona.

—La he metido en el corral —dijo cuando entró en el laboratorio de estadística—. La chica que había allí me ha dicho que la pusiera con el resto del rebaño.

Debía referirse a Alicia. Se había pasado toda la tarde acurrucada con Ben, discutiendo sobre el perfil Niebnitz, en vista de lo cual yo subí al laboratorio a introducir datos sobre los años veinte en el ordenador. Me pregunté por qué Ben no estaría allí.

—¿Bonita? —dije—. ¿Tipo ejecutiva? ¿Vestida de rosa?

—¿La mansa?

—No, la persona con la que hablaste. ¿Pelo oscuro? ¿Carpetas?

—No. Un tatuaje en la frente.

—Una marca —dije, ausente—. Será mejor que vayamos a comprobar cómo está la mansa.

—Estará bien. Yo mismo la traje para poder llevarte a esa cena que nos perdimos la semana pasada.

—Oh, bien —dije. Aquello me daría la oportunidad de conseguir algunas ideas sobre umbrales de habilidad bajos que pudiéramos enseñar a las ovejas—. Voy por mi abrigo.

—Magnífico —sonrió él—. Hay un sitio nuevo al que quiero llevarte.

—¿De la pradera?

—No, es un restaurante siberiano. Se supone que la cocina siberiana es lo que está más de moda, lo más candente.

Esperé que por candente quisiera decir calentita. En el aparcamiento nevaba, y hacía un viento gélido. Me alegré de que Shirl no tuviera que irse allí a fumar un cigarrillo.

Billy Ray me acompañó hasta la camioneta y me ayudó a subir. Empezaba a salir del aparcamiento cuando lo cogí por el brazo.

—Espera —dije, recordando lo que Flip había hecho con mis recortes—. Tal vez deberíamos comprobar antes de marcharnos que la mansa esté bien. ¿Qué te dijo exactamente la muchacha que estaba en el laboratorio? No estaría fuera, en el corral, ¿verdad?

—No. Yo andaba buscando a alguien a quien entregar la mansa, y ella vino con algunas cartas y dijo que estaban en el laboratorio de la doctora Turnbull, y que dejara la mansa en el corral, así que lo hice. Estará bien. La saqué del camión y empezó a pastar.

Lo que debía significar que era realmente una mansa. Las cosas mejoraban.

—No seguía allí cuando te marchaste, ¿verdad? —dije—. La muchacha, no la mansa.

—No. Me preguntó si me parecía que tenía sentido del humor, y cuando le dije que no lo sabía, no me contestó nada gracioso; sólo suspiró, puso los ojos en blanco y se marchó.

—Bien —contesté.

Eran ya las cinco y media. Flip no se habría quedado cinco minutos más allá de las cinco, y normalmente se marchaba temprano, así que las posibilidades de que volviera al laboratorio para hacer cualquier barrabasada eran prácticamente nulas. Y Ben seguía allí; habría vuelto del laboratorio de Alicia para comprobar las cosas antes de irse a casa. Si no estaba demasiado enamorado de Alicia y la beca Niebnitz para recordar que tenía un rebaño de ovejas.

—Este lugar es magnífico —dijo Billy Ray—. Tendremos que hacer una hora de cola para entrar.

—Parece prometedor —dije yo—. Vamos.

En realidad fueron un hora y veinte minutos, y durante la última media hora el viento arreció y empezó a nevar. Billy Ray me dio su chaqueta forrada de piel de oveja para que me la pusiera sobre los hombros. Llevaba una camisa sin cuello y pantalones de montar. Se había dejado crecer el pelo y puesto guantes, también de montar, amarillos. El look de Brad Pitt. Como no paraba de tiritar, dejé que me prestara además los guantes.

—Te encantará este sitio —dijo—. La comida siberiana es magnífica. Me alegro muchísimo de que hayamos podido venir juntos. Hay algo de lo que quiero hablarte.

—Yo también quería hablar contigo —dije, con los labios entumecidos—. ¿Qué trucos se les puede enseñar a las ovejas?

—¿Trucos? —preguntó él, aturdido—. ¿Como qué?

—Ya sabes, como asociar un color con un regalo o correr por un laberinto. Preferiblemente algo que requiera poca habilidad y tenga varios niveles de dificultad.

—¿Enseñar a las ovejas? —repitió él. Hubo una larga pausa mientras el viento ululaba a nuestro alrededor—. Son muy buenas saliéndose de los cercados donde se supone que tienen que estar metidas.

Eso no era exactamente lo que yo tenía en mente.

—Te diré una cosa. Conectaré con Internet y veré si hay alguien que haya enseñado alguna vez un truco a una oveja. —Se quitó el sombrero, a pesar de la nieve, y lo hizo girar entre sus manos—. Te dije que había algo de lo que quería hablar contigo. He tenido un montón de tiempo para pensar últimamente, mientras conducía a Durango y todo eso, y he estado pensando mucho en la vida del rancho. Es una vida solitaria, siempre fuera de cobertura, sin ver nunca a nadie, sin ir a ningún sitio.

«Excepto a Lodge Grass y Lander y Durango», pensé.

—Y últimamente me he estado preguntando si todo eso merece la pena y para qué lo hago. He estado pensando en ti.

—Barbara Rose —dijo el camarero siberiano.

—Somos nosotros —dije yo. Le devolví a Billy Ray el abrigo y los guantes, él se puso el sombrero, y seguimos al camarero hasta nuestra mesa. Tenía un hornillo en el centro, y me calenté las manos en él.

—Creo que te dije el otro día que me sentía incómodo, como insatisfecho —dijo Billy Ray después de que recibiéramos nuestros menús.

—Inquieto.

—Es una buena palabra. Inquieto, sí. Y mientras regresaba de Lodgepole finalmente comprendí por qué —me cogió la mano.

—¿Qué?

—Tú.

Retiré la mano involuntariamente.

—Sé que esto es una sorpresa para ti —dijo él—. Fue una sorpresa para mí. Conducía por las Rocosas, sintiéndome vacío y como si nada importara, y pensé, voy a llamar a Sandy; y después de hablar contigo, me puse a pensar: tal vez deberíamos casarnos.

—¿Casarnos? —exclamé.

—Quiero decirte antes que nada que, sea cual sea tu respuesta, podrás quedarte con las ovejas todo el tiempo que quieras. Sin compromisos. Y sé que tienes una carrera a la que no quieres renunciar. No tendríamos que casarnos hasta que acabes con eso del pelo corto, y luego podrías instalarte en el rancho con fax y módem y e-mail. No te darías ni cuenta de que no estás en HiTek.

«Excepto que Flip no estaría allí —pensé absurdamente—, ni Alicia. Y no tendría que asistir a reuniones ni hacer ejercicios de sensibilidad. ¡Pero casarme!»

—No tienes que darme la respuesta ahora mismo —dijo Billy Ray—. Tómate todo el tiempo que quieras. Yo he tenido un par de miles de kilómetros para pensármelo. Puedes hacérmelo saber después del postre. Hasta entonces, te dejaré en paz.

Cogió una carta de menú roja con un gran oso ruso grabado y empezó a leerla, y yo me quedé sentada mirándolo, tratando de asimilar todo aquello. Casarme. Quería que me casara con él.

Y, bueno, ¿por qué no? Era un tipo agradable que estaba dispuesto a conducir cientos de kilómetros para verme, y yo tenía, como le había dicho a Alicia, treinta y uno, ¿y dónde iba a conocer a nadie más? ¿En los anuncios de contactos, con sus atléticos y preocupados NF que ni siquiera estaban dispuestos a cruzar la calle para conocer a alguien?