—Parece un poco bizca —dijo Ben por fin, señalando la pantalla—.¿Ves?
Pasamos la siguiente media hora abriéndonos paso entre el rebaño, cogiendo las ovejas por el morro y mirándolas a los ojos. Todas eran un poco bizcas y con la mirada tan vacía que bien podrían haber tenido estampada en la frente de color blanco sucio una i de impenetrable.
—Tiene que haber una forma mejor de hacer esto —dije después de que una oveja falsamente debilucha me hubiera aplastado contra la cerca y estuviera a punto de romperme las dos piernas—. Probemos otra vez con las cintas.
—¿Las de anoche?
—No, las de esta mañana. Y sigue grabando. Vuelvo ahora mismo.
Subí corriendo al laboratorio de estadística, buscando a Shirl por el camino, pero no había ni rastro de ella. Agarré el disco donde estaban mis programas vector y luego empecé a rebuscar entre mi colección de modas.
Se me había ocurrido mientras subía que, si conseguíamos identificar la oveja mansa, necesitábamos algo para marcarla. Saqué el lazo rosa pomo que había comprado en Boulder y volví al laboratorio.
Las ovejas estaban congregadas alrededor del heno, masticando con sus grandes dientes cuadrados.
—¿Has visto cuál las ha guiado hasta aquí? —le pregunté a Ben.
Él sacudió la cabeza.
—Todas se han acercado al mismo tiempo. Mira.
Conectó el vídeo y me lo mostró.
Tenía razón. En el monitor, las ovejas deambulaban sin rumbo por el corral, deteniéndose a pastar un paso sí un paso no, sin prestarse atención unas a otras ni al heno, hasta que, al parecer por accidente, todas estuvieron con las patas metidas en el heno, dando bocaditos.
—Muy bien —dije yo, sentándome ante el ordenador—. Conecta otra vez la cinta, a ver si podemos aislar a la mansa. ¿Sigues grabando?
Él asintió.
—En continuo y en copia. —Bien.
Rebobiné y detuve la imagen diez fotogramas antes de que Ben sacara el heno. Luego hice un diagrama, asignando un punto de color distinto a cada una de las ovejas, e hice lo mismo con los siguientes veinte fotogramas para establecer un vector. Luego empecé a experimentar para ver cuántos fotogramas podía saltarme sin perder la pista de cuál era cada oveja.
Cuarenta. Pastaban durante poco más de dos minutos y luego daban una media de tres pasos antes de detenerse y volver a comer.
Empecé con cuarenta, perdí la pista de tres ovejas al segundo intento, reduje a treinta, y avancé.
Cuando tuve diez puntos para cada oveja, conecté un programa de análisis para calcular proximidades y dirección prevista, y seguí trazando vectores.
En la pantalla el movimiento seguía siendo aleatorio, determinado por la longitud de la hierba y la dirección del viento o lo que fuera que hubiese en sus diminutos procesos de pensamiento para hacer que las ovejas se movieran en un sentido o en otro.
Había un vector que se dirigía al heno, y lo aislé y lo seguí durante los cien fotogramas siguientes, pero sólo era una oveja moteada decidida a quedarse atascada en un rincón. Volví a repasar todos los vectores.
Seguía sin aparecer nada en la pantalla, pero en los números de encima empezaba a dibujarse una pauta. Azul cerúleo. Lo seguí, todavía sin convencimiento. Parecía que la oveja pastaba en un amplio círculo, pero las proximidades indicaban que se movía errática pero decididamente hacia el heno.
Aislé su vector y la contemplé en la cinta de vídeo. Parecía completamente ordinaria y totalmente ajena al heno. Daba un par de pasos, pastaba, daba otro paso, se volvía un poco, pastaba otra vez, terminando cada vez un poquito más cerca del heno, y en la mitad de los fotogramas la regresión indicaba que las demás ovejas la seguían.
Quise asegurarme.
—Ben —dije—. Cubre el abrevadero y pon un barreño con agua en la puerta trasera. Espera, déjame preparar la cinta para seguir lo que ocurra. Vale —dije al cabo de un minuto—. Camina por un lado para no bloquear la cámara.
Contemplé en el monitor cómo colocaba una plancha de madera sobre el abrevadero, sacaba un barreño y lo lienaba con una manguera, sin quitar ojo a las ovejas para ver si alguna de ellas se daba cuenta.
No lo hicieron.
Permanecieron junto al heno. Hubo un breve aleteo de actividad cuando Ben retiró la manguera y alzó el pestillo de la puerta, y luego las ovejas volvieron a lo suyo como de costumbre.
Seguí a la azul cerúleo en tiempo real, observando los números.
—La tengo —le dije a Bennett. Él se acercó y miró por encima de mi hombro.
—¿Estás segura? No parece demasiado inteligente.
—Si lo fuera, las demás no la seguirían.
—Los he buscado arriba, pero no estaban en ninguna parte —dijo Flip.
—Estamos ocupados, Flip —dije sin apartar los ojos de la pantalla.
—Traeré el ronzal y un collar —se ofreció Ben—. Dirígeme.
—Sólo tardaré un minuto —insistió Flip—. Quiero que miren una cosa.
—Tendrá que esperar —contesté, los ojos todavía clavados en la pantalla.
Al cabo de un minuto, Ben apareció en la imagen, sujetando el collar y el ronzal.
—¿Cuál? —gritó.
—Ve a la izquierda —grité yo a mi vez—. Tres, no, cuatro ovejas. Muy bien. Ahora gira hacia la pared oeste.
—Esto es por Darrell, ¿verdad? —dijo Flip—. Estaba en un periódico. Cualquiera que lo leyera tenía derecho a contestarle.
—Una más a la izquierda —grité—. No, ésa no. La que está delante. Muy bien, ahora no la asustes. Ponle la mano en los cuartos traseros.
—Además, decía «sofisticada y elegante». Las científicas no son elegantes, excepto la doctora Turnbull.
—¡Cuidado! —grité—. No la espantes. —Me levanté para ayudarlo.
Flip me bloqueó el paso.
—Lo único que quiero es que miren una cosa. Sólo será un minuto.
—Rápido —llamó Ben—. No puedo sujetarla.
—No tengo un minuto —repuse, y dejé atrás a Flip, rezando para que Ben no hubiera perdido la oveja mansa.
Todavía la tenía, pero por los pelos. Colgaba de su cola agarrado con ambas manos, y todavía sujetaba el ronzal y el collar. No había forma de que pudiera soltarlos para dármelos. Me saqué el lazo del bolsillo, lo pasé alrededor del tenso cuello de la mansa, y se lo até con un nudo.
—Muy bien —dije, separando los pies—, puedes soltarla.
El brinco casi me arrojó al suelo, y la oveja mansa inmediatamente empezó a tirar de mí y del lazo, todavía no demasiado bien atado; pero Ben ya le estaba poniendo el ronzal.
Me lo tendió para que lo agarrara y le puso el collar, justo cuando el lazo cedía y se rasgaba con un fuerte chasquido.
Se agarró al ronzal, y los dos nos aferramos a él como niños que hacen volar una cometa.
—Él collar… está… puesto —dijo él, jadeando.
Pero no se veía: lo cubría completamente la densa lana de la mansa.
—Sujétala un momento —dije, y pasé lo que quedaba de lazo por debajo del collar—. Aguanta —insistí, atando un lazo grande y flaccido—. El rosa pomo es el color del otoño. —Ajusté los extremos—. Ya está, oveja, vas a la última.
Al parecer, la oveja estaba de acuerdo. Dejó de debatirse y se quedó quieta. Ben se arrodilló a mi lado y le quitó el ronzal.
—Formamos un gran equipo —dijo, sonriéndome.
—Sí que es verdad.
—Bien —dijo Flip desde la puerta. Meneaba el pestillo arriba y abajo—. ¿Tienen un minuto ahora?
—Sí —contesté, riéndome. Me levanté—. Tengo un minuto. ¿Qué es lo que querías que mirara?
Pero ahora que la observaba, era obvio.
Se había teñido el pelo… el mechón, los hilos de tela, incluso la pelusilla de su cráneo rapado, de un brillante y bilioso azul cerúleo.