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—¿Y bien? —dijo Flip—. ¿Cree que le gustará?

—No lo sé, Flip. Los dentistas tienden a ser bastante conservadores.

—Lo sé —contestó ella, poniendo los ojos en blanco—. Por eso me lo teñí de azul. El azul es un color conservador —agitó su mechón azul—. No me ayuda usted en nada —dijo, y se marchó.

Me volví hacia Ben y la mansa, que seguía completamente inmóvil.

—¿Y ahora qué?

Ben se agachó junto a la oveja y la cogió por el morro.

—Vamos a enseñarte cosas que requieran poca habilidad —dijo—, y tú se las enseñarás a tus amigas. ¿Comprendido?

La mansa masticó pensativa.

—¿Qué sugieres, doctora Foster? ¿Scrabble? ¿Ping-pong? —Se volvió hacia la mansa—. ¿Te gustaría empezar una cadena de cartas?

—Creo que será mejor que nos contentemos con pulsar un botón para que abra un abrevadero. Como dijiste, no parece demasiado inteligente.

Él volvió la cabeza a un lado y luego a otro, con el ceño fruncido.

—Se parece a Flip —me sonrió—. Muy bien, será el Trivial Pursuit. Pero primero tengo que traer mantequilla de cacahuete. En Tratamiento y cuidado de las ovejas pone que les encanta.

Y se marchó.

Até con un doble nudo el lazo de la mansa y luego me apoyé sobre la cerca y las observé.

Sus movimientos parecían tan aleatorios y faltos de dirección como siempre. Pastaban y daban un paso y volvían a pastar, y lo mismo hacía la mansa, distinguible del resto sólo por el lazo rosa pálido, indiferenciada e indistinguible. Y liderando.

Arrancó un trozo de hierba, lo masticó, dio dos pasos, y contempló el vacío un buen rato, ¿pensando en qué? ¿En ponerse un pendiente en la nariz? ¿En la moda de ejercicios para el otoño?

—Aquí tiene —dijo Shirl, que traía un fajo de papeles y parecía enfadada—. No estará prometida a ese Billy Ray, ¿verdad? Porque si lo está, eso cambia toda… —se detuvo—. Bueno, ¿lo está?

—No. ¿Quién le ha dicho que sí?

—Flip —contestó, disgustada. Soltó los papeles y encendió un cigarrillo—. Le dijo a Sara que iba usted a casarse y mudarse a Nevada.

—Wyoming —dije—, pero no.

—Bien —dijo Shirl, dando una enfática calada al cigarrillo—. Es usted una científica con mucho talento y un futuro muy brillante. Con su talento, le sucederán cosas muy buenas dentro de poco, y no tiene sentido echarlo todo por la borda.

—No voy a casarme —dije, e hice un esfuerzo por cambiar de tema—. ¿Quería verme por algo?

—Sí —contestó, señalando el corral—. Cuando llegue la mansa, asegúrese de marcarla antes de meterla con las demás ovejas; así podrá distinguirla. Y hay una reunión de todo el personal mañana —cogió los memorandos y me tendió uno—. A las dos.

—Otra reunión no.

Ella apagó su cigarrillo y se marchó, y yo volví a apoyarme en la cerca para observar las ovejas. Pastaban pacíficamente, la mansa en medio de todas, distinguible únicamente por el lazo rosa.

«Tendría que quitar la tapa del abrevadero y comprobar los circuitos, para que todo esté preparado cuando Ben regrese», pensé, pero volví al ordenador, tracé vectores durante un rato, y permanecí sentada contemplando la pantalla, viéndolas moverse, viendo cómo la mansa se movía entre ellas, y pensando en Robert Browning y el pelo corto.

ANILLOS DE ESTADO DE ÁNIMO (1975)

Joya de moda. Consistía en un anillo con una gran «piedra» que en realidad era cristal líquido sensible a la temperatura. Los anillos de estado de ánimo supuestamente reflejaban el de quien los llevaba y daban a conocer sus pensamientos. Azul significaba tranquilidad; rojo significaba mal humor; negro, depresión. Como el anillo respondía a la temperatura, y al cabo de un tiempo ni siquiera a eso, nadie que no tuviera fiebre conseguía el ideal tono púrpura «bendición»; pero todo el mundo acababa desesperado y deprimido cuando el anillo se volvía permanentemente negro. La moda fue sustituida por las piedras amuleto, que no respondían a nada.

Decididamente, la mansa conseguía que el rebaño hiciera lo que ella quería. Lograr que la mansa hiciera lo que nosotros queríamos era harina de otro costal.

Nos observaba mientras untábamos con mantequilla de cacahuete el botón que supuestamente iba a pulsar, y luego conducía todo el rebaño para que se quedara atascado en la esquina del fondo.

Lo intentamos otra vez. Ben la tentó con una manzana podrida, porque el autor de Cría de ovejas como diversión y negocio juraba que les gustaban, y ella trotó detrás de él hasta el pesebre.

—Buena chica —dijo Ben, y se inclinó para darle la manzana; la oveja le dio un buen golpe en el estómago que lo dejó sin aliento.

Luego probamos con lechuga pasada y después con brécol fresco, sin obtener resultado alguno.

—Al menos no te ha embestido —dije, y lo dejamos por aquel día.

Cuando llegué al trabajo al día siguiente con una bolsa llena de repollo y kiwis (por Historias de un pastor australiano), Ben untaba con melaza el fondo del pesebre.

—Bueno, no cabe duda de que ha habido difusión de información —dijo—. Otras tres ovejas me han embestido esta mañana.

Condujimos a la mansa hasta el pesebre aplicando el método de tirar del morro y sujetar por el rabo, además de una pistola de agua, según sugería Tratamiento y cuidado de las ovejas.

—Se supone que eso impide que embistan.

No lo impidió.

Le ayudé a levantarse.

Historias de un pastor australiano se refería sólo a las embestidas de las cabras, no a las de las ovejas —le sacudí el polvo—. Es suficiente para hacerte perder la fe en la literatura.

—No —contestó él, sujetándose el estómago—. El poeta tenía razón. «La oveja es una bestia peligrosa.»

Al quinto intento conseguimos que lamiera la melaza. Al instante, las bolitas de comida cayeron al pesebre. La mansa las miró interesada un buen rato, durante el cual Ben me miró y cruzó los dedos, y luego embistió y me golpeó con acierto ambos tobillos, haciéndome soltar el ronzal. Se abalanzó contra el rebaño, espantándolo. Una de las ovejas chocó contra el pie de Ben.

—Míralo por la parte positiva —dije, frotándome los tobillos—. Hay una reunión de personal a las dos.

Ben se acercó cojeando y recogió el ronzal suelto.

—Se supone que les gustan los cacahuetes.

A la mansa no le gustaban; ni el apio, ni pisar sombreros. Sin embargo, sí le gustaba salir de estampida y recular y tratar de librarse del collar. A la una menos cuarto Ben consultó el reloj y dijo:

—Ya casi es la hora de la reunión. Y yo no lo contradije.

Fui cojeando al laboratorio de estadística, me sacudí tanta lana y polvo como pude y acudí a la reunión, esperando que Dirección pensara que estaba haciendo ímprobos esfuerzos por vestir de manera informal.

Sarán se reunió conmigo en la puerta de la cafetería.

—¿No es emocionante?—dijo, plantándome en la cara la mano izquierda—. ¡Ted me ha pedido que me case con él! «¿Ted el de la aversión al compromiso?—pensé—. ¿El que tenía graves problemas íntimos y no era en el fondo más que un niño malcriado?»

—Fuimos a escalar sobre hielo, y él clavó su pitón y dijo: «¡Toma, sé que querías esto!», y me tendió un anillo. Ni siquiera lo alcancé. ¡Fue tan romántico!

—¡Gina, mira! —añadió, cargando contra su próxima víctima—. ¿No es emocionante?

Entré en la cafetería. Dirección se encontraba en la parte delantera de la sala, junto a Flip. Llevaba vaqueros con raya. Ella iba vestida con pantalones azul Cerenkhov de torero y un sombrerito informe calado hasta las orejas. Los dos vestían una camiseta con las letras DSAJ delante.