—He bajado a Biología.
—He tenido que venir desde Personal —dijo ella, sacudiéndose el pelo—. Usted me dijo que volviera.
—Estaba cansada de esperarte, así que he entregado el paquete yo misma —le contesté, esperando que protestara y dijera que repartir el correo era trabajo suyo. Me equivocaba: eso habría implicado admitir que era responsable de algo.
—Lo he buscado por toda la oficina —dijo virtuosamente—. Mientras la esperaba, recogí todas esas cosas que dejó tiradas por el suelo y las eché a la basura.
LA VIEJA TIENDA DE CURIOSIDADES (1840–1841)
Moda literaria suscitada por el folletín basado en una historia de Dickens sobre una niña pequeña y su apurado padre, que son expulsados de su tienda y obligados a vagabundear por Inglaterra. El interés por la obra fue tan grande que, en América, la gente abarrotaba los muelles a la espera del barco procedente de Inglaterra que traía el siguiente capítulo; incapaces de esperar a que el barco atracara, quienes aguardaban gritaban a los pasajeros de a bordo: «¿Murió la pequeña Nell?» Lo hizo, y su muerte condenó a lectores de todas las edades, sexos y grados de dureza a agonías de pesar. Vaqueros y mineros del oeste lloraron sin disimulo leyendo las últimas páginas y un diputado irlandés tiró el libro por la ventanilla de un tren en marcha y estalló en lágrimas.
El nacimiento del Támesis no parece tal cosa, sino un pastizal, y ni siquiera abundante. Allí no crece ni una sola planta acuática. Si no fuera por un viejo pozo, lleno de piedras, sería imposible incluso localizar el lugar. Las vacas, sin prestar atención a las piedras, vagabundean perezosas por el prado, mordisqueando flores y hierbas, ajenas a que algo significativo comienza bajo sus patas.
La ciencia es algo aún menos obvio. Empieza con una manzana que cae, una tetera que hierve. Alex Fleming, al echar una última ojeada a su laboratorio cuando se marchaba para pasar fuera un fin de semana largo, podría no haber visto nada significativo en la ventana entreabierta por la que se colaba el aire cargado de hollín de la estación de Paddington. Mientras se preparaba para reunir sus notas e iba a decirle a su ayudante que no tocara nada, que cerrara con llave la puerta, podría no haber advertido que la tapa de una de las placas de petri se había deslizado una fracción de centímetro. Su mente tendría que haber estado centrada en las vacaciones, en los encargos que tenía que hacer, en irse a casa.
Igual que la mía. Sólo era consciente de que Flip había arrugado concienzudamente todos los recortes y había hecho una pelota con ellos antes de meterlos en la papelera, y que no había forma de que pudiera sacarlos y alisarlos todos esta noche, y, como resultado, no sólo pasé por alto el primer acontecimiento de una cadena que conduciría a un descubrimiento científico, sino que estuve también a punto de perderme el segundo. Y el tercero.
Puse la papelera encima de la mesa, sellé la tapa con cinta adhesiva, coloqué un cartel que decía: «No tocar. Esto va por ti, Flip», y me dirigí a mi coche. A medio camino del aparcamiento, reflexioné sobre la capacidad de lectura de Flip, me di la vuelta, y regresé a mi oficina para recuperar la papelera.
El teléfono sonaba cuando abrí la puerta.
—¿Qué tal? —dijo Billy Ray cuando lo descolgué—. Adivina dónde estoy.
—¿En Wyoming? —pregunté. Billy Ray era un ranchero de Laramie con el que había salido hacía tiempo, cuando estudiaba los bailes regionales.
—En Montana. A mitad de camino entre Lodge Grass y Billings —lo que significaba que me llamaba desde su teléfono móvil—. Voy a echarles un vistazo a unas Targhees. Son de lo más auténtico.
Supuse que también eran vacas. Durante mi fase de bailes regionales, lo que más se llevaba eran las Aberdeen Longhorns. Billy Ray es un tío muy majo y un compendio ambulante de modas country-western. Dos pájaros de un tiro.
—Voy a estar en Denver el sábado —dijo a través del chisporroteo que indicaba que su teléfono móvil empezaba a quedarse sin cobertura—, para un seminario sobre ranchos informatizados.
Me pregunté cuál sería el nombre y su acrónimo. ¿Ranchos Operativos Informatizados?[1]
—Así que me preguntaba si podríamos comer juntos. Hay un nuevo restaurante de la pradera en Boulder.
Un restaurante de la pradera era lo último en cocina.
—Lo siento —dije, mirando la papelera de la mesa—. He tenido un contratiempo. Voy a tener que trabajar este fin de semana.
—Tendrías que introducirlo todo en tu ordenador y dejarle hacer el trabajo. Yo tengo el rancho entero dentro de mi PC.
—Lo sé —dije, deseando que fuera tan sencillo.
—Necesitas uno de esos escáners de texto —dijo Billy Ray; el zumbido era cada vez más insistente—. Así ni siquiera tienes que teclear.
Me pregunté si un escáner de texto podría leer papeles arrugados.
El zumbido se convertía en un estrépito.
—Bueno, quizá la próxima vez —dijo él, más o menos, y su voz se perdió.
Colgué mi teléfono fijo y recogí la papelera. Debajo, medio enterrados bajo los datos de mi investigación, estaban los libros de la biblioteca que tendría que haber devuelto hacía dos días. Los puse encima de la cinta adhesiva, aguantaron, y me los llevé junto con la papelera al coche; luego fui a la biblioteca.
Ya que me paso los días de trabajo estudiando modas, muchas de las cuales son completamente repulsivas, considero que es mi deber animar después del trabajo las modas que me gustaría que cundieran, como poner el intermitente cuando se cambia de carril, y la tarta de queso y chocolate. Y la lectura. Además, las bibliotecas son lugares magníficos para observar las modas en best-sellers y en gestión. Y en el vestir de las bibliotecarias.
—¿Qué hay esta semana en la lista de reservas, Lorraine? —pregunté a la bibliotecaria. Llevaba una camiseta con manchas blancas y negras con el lema COMPLETAMENTE FANTÁSTICA, y un par de pendientes blancos y negros de vacas Holstein.
—Llevada por el destino —dijo ella—. Todavía. La lista de reservas tiene un palmo de longitud. Eres… —contó en la pantalla de su ordenador—, la quinta en la cola. Eras la sexta, pero la señora Roxbury se ha dado de baja.
—¿De veras? —pregunté, interesada. Los libros normalmente están de moda hasta que sale una segunda parte y los lectores se dan cuenta de que les han tomado el pelo. Vean si no Oliver Story y Vals lento en Cedar Bend. Por eso la moda de Lo que el viento se llevó consiguió durar casi seis años, y por su culpa miles de desafortunados niños tuvieron que vivir con el nombre de Rhett, o peor todavía, Ashley. Si Margaret Mitchell hubiera sacado Vals lento en Tara Bend todo se habría acabado. Lo que me recordó que tenía que comprobar si había habido alguna merma en la popularidad de Lo que el viento se llevó desde la publicación de Scarlett.
—No pongas muchas esperanzas en Destino —dijo Lorraine—. La señora Roxbury se dio de baja porque dijo que no podía esperar y compró su propio ejemplar. —Sacudió la cabeza, y las vacas oscilaron de un lado a otro—. ¿Qué es lo que le ve la gente?
Sí, bien, ¿y qué veían en El pequeño lord, el meloso relato de Francés Hodgson Burnett sobre un niño pequeño de largos rizos que hereda un castillo inglés, allá por 1890?
Fuera lo que fuese, convirtió la novela en un éxito de ventas y luego, la película protagonizada por Mary Pickford (que ya tenía los rizos) inició la moda de los trajes de terciopelo y se convirtió en la pesadilla de una generación de niños pequeños a quienes sus madres cargaron de cuellos de organdí, rizos y pusieron por nombre Cedric aunque sin duda se habrían sentido contentísimos de poderse llamar Ashley.