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«Esto es ridículo —me dije a mí misma el jueves—. No eres Peyton. Tienes que verlo alguna vez. Crece.»

Pero cuando llegué al laboratorio Alicia estaba allí, apoyada en la verja. Ben tenía sujeta la mansa por el lazo rosa pomo y explicaba el principio de la estructura de atención. Llevaba la corbata azul.

—Esto tiene auténticas posibilidades —decía Alicia—. El treinta y uno por ciento de los proyectos de los receptores de la beca Niebtniz eran, en el momento de concederse el premio, colaboraciones interdisciplinarias. La clave está en conseguir la colaboración adecuada. Obviamente el comité busca un equilibrio de géneros, cosa en la que encajáis, pero la teoría del caos y la estadística son disciplinas basadas en las matemáticas. Necesitáis un biólogo.

—¿Os hago falta?

Los dos me miraron.

—Si no, tengo un poco de trabajo de investigación en la biblioteca.

—No, adelante —dijo Ben—. La mansa no está de humor para aprender nada esta mañana. —Se frotó la rodilla—. Ya me ha embestido dos veces. Mientras estás en la biblioteca, mira a ver si tienen algo sobre cómo conseguir un líder para que le sigan.

—Lo haré —contesté, y me encaminé pasillo abajo.

—Espera —dijo Ben, corriendo para alcanzarme—. Quería hablar contigo. ¿Fue un logro? ¿Lo de la maratón de baile?

«Sí—pensé, mirándole fijamente—. Un logro.»

—No —contesté—. Creí que habría una conexión, pero no la había.

Y me fui a Boulder a buscar la Barbie Novia Romántica.

Gina me había dado una lista de jugueterías; en ella aparecían marcadas aquellas donde ya lo había intentado, lo que no me dejaba muchas. Empecé por arriba, decidida a abrirme paso hacia abajo.

Yo pensaba que comprendía la moda de las Barbies. Ni siquiera la fiesta de cumpleaños de Brittany me había preparado para lo que encontré.

Había Barbies Moda Alegre, Barbies Fiesta de Disfraces, Barbies Ángeles de Burbujas, Barbies Girasol, e incluso una Barbie Sorpresa a la que se le abría el pecho y dentro llevaba carmín y brillo de labios. Había Barbies multiculturales, Barbies que se encendían, Barbies por control remoto, Barbies cuyo pelo podía cortarse.

Barbie tenía un Porsche, un Jaguar, un Corvette, un Mustang, una lancha motora, un todoterreno y un caballo. También un baño de belleza, una sauna, un gimnasio y un McDonald's. Por no mencionar los cofres para joyas, para el almuerzo, cintas de ejercicios, audios, vídeos y laca rosa para uñas.

Pero no había ninguna Barbie Novia Romántica. En el Palacio de los Juguetes tenían la Barbie Novia Campestre, con un delantal rosa y un ramo de margaritas. En Toys «R» Us tenían la Barbie Novia Ensoñadora y la Barbie Fantasía Nupcial, y consideré seriamente la posibilidad de decidirme por alguna de ellas a pesar de las instrucciones de Gina.

En Cabbage Patch tenían cuatro pasillos llenos de Barbies y una empleada con una i estampada en la frente.

—Tenemos la Barbie Troll —dijo cuando le pregunté por la Novia Romántica—. Y Pocahontas.

Recorrí cuatro jugueterías y tres tiendas de saldos y luego me acerqué al café Krakatoa para ver si había alguna Barbie en los anuncios personales de los periódicos.

Ahora se llamaba Kepler's Quark, mala señal.

—No me diga. Ya no tienen café con leche —le dije al camarero, que llevaba un jersey negro de cuello alto, vaqueros negros y gafas de sol.

—La cafeína es mala —dijo, tendiéndome la carta, que ya ocupaba hasta diez páginas—. Le sugiero una bebida inteligente.

—¿No es eso un oxímoron? —dije yo—. ¿Creer que una bebida puede aumentar su cociente intelectual?

Él ladeó la cabeza, enseñando la una i de la frente.

Por supuesto.

—Las bebidas inteligentes son refrescos sin alcohol con neurotransmisores para aumentar la memoria y la atención y potenciar la función cerebral. Le sugiero el Estallido Cerebral, que aumenta la habilidad matemática, o el Levántate y Van Gogh, que aumenta la habilidad artística.

—Tomaré el Comprobante de Realidad —dije, esperando que aumentara mi capacidad para aceptar los hechos.

Traté de leer los anuncios, pero eran demasiado deprimentes: «A la rubia que almuerza todos los días en Jane's Java. No me conoces pero estoy locamente enamorado de ti. Por favor, responde.»

Me pasé a los artículos.

Un terapeuta de «lazos armónicos» ofrecía alineamientos de alma con cinta adhesiva.

Dos hombres habían sido detenidos en la ciudad de Nueva York por trabajar en la nueva moda, una «tabacalera clandestina».

El rosa pomo había fracasado como moda. Un diseñador de ropa decía: «El gusto del público es inexplicable».

«Sabias palabras», pensé; y era hora de que también yo aceptara eso.

Nunca iba a descubrir la fuente de la moda del pelo corto, no importaba cuántos datos introdujera en el gráfico de mi ordenador. No importaba cuántas líneas de colores dibujara.

Porque no tenía nada que ver con el sufragismo ni con la Primera Guerra Mundial ni con el clima. Y aunque pudiera preguntarles a Bernice e Irene y a todas las demás por qué se lo habían cortado, seguiría sin servir de nada. Porque no lo sabrían.

Fueron tan confiadas y ciegas como lo había sido yo; se dejaron llevar por sentimientos de los que no eran conscientes, por fuerzas que no comprendían. De cabeza al río.

Llegó mi bebida inteligente. Era de un color verdoso pálido, el chartreuse, un color que había estado de moda a finales de los años veinte.

—¿Qué es lo que tiene?

El camarero suspiró, un pesado suspiro surgido de un personaje de Dostoyevsky.

—Tirosina, L-fenilamina y cofactores sinérgicos —dijo—. Y zumo de pina.

Di un sorbo. No me sentí más inteligente.

—¿Por qué se marcó la frente? —pregunté.

Al parecer, él no se había acabado su bebida inteligente.

Me miró, sin entender.

—¿Su marca con la ¿? —dije, señalándola—. ¿Por qué decidió hacerse eso?

—Todo el mundo lo lleva —contestó, y se dio media vuelta.

Me pregunté si se había hecho la marca para complacer a su novia o si se rebelaba contra el antiintelectualismo o contra sus padres, o si estaba enamorado de alguien que no reparaba en él. Me tomé la bebida y seguí leyendo. No me sentía más inteligente. Bantam Books había pagado una cifra de ocho ceros como anticipo por Para ponerse en contacto con tu Hada Madrina interna. El azul Cerenkhov era el color de moda para el invierno y, en Los Ángeles, hombres y mujeres fumaban puros, inspirados por Rush Limbaugh o por David Letterman o fuerzas que no comprendían. Como las ovejas. Como las ratas.

Nada de todo eso resolvía el problema de cómo iba yo a volver a trabajar con Bennett. O dónde iba a encontrar la Barbie Novia Romántica. Me acerqué a la biblioteca y saqué Anna Karenina y Cyrano de Bergerac y cogí la guía telefónica de Denver de la sección de referencias. Anoté todas las tiendas de juguetes que no estaban en la lista de Gina y todos los grandes almacenes y los de saldos, le expliqué al clon de Flip que ya había pagado la multa por las Obras Completas de Browning y me marché, y fui tachando tiendas a medida que las iba visitando.

Acabé encontrando la Barbie Novia Romántica en un Target de Aurora… caída detrás de un club hípico de Barbie, y la llevé al mostrador. La empleada intentaba darle el cambio al hombre que me precedía en la cola.

—Son dieciocho setenta y ocho —dijo.

—Lo sé —contestó el hombre—. Le he dado un billete de veinte dólares y después de que lo marcara como dieciocho setenta y ocho, le di tres centavos. Me debe un dólar y veinticinco.