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—No me importa —dije, empujando a la otra—. De algún modo, Flip está detrás de esto. Está detrás de todo.

Las ovejas de pronto corrieron pasillo abajo, hacia Personal.

—¿Adonde van ahora? —dijo Ben.

—No tienen ni idea —respondí—. Contempla al público americano.

Dirección salió de su oficina con la corbata torcida.

—¡Este tipo de conducta es obviamente un efecto secundario de la nicotina!

—Tenemos que encontrar a la mansa. Es la clave.

Ben se detuvo. Me miró.

—La clave —dijo.

—Cuando averigüe quién está causando este… este caos —gritó Dirección.

—Caos —dijo Ben lentamente, casi para sí—. La clave es la mansa.

—Sí —contesté—. Es la única forma de hacerlas volver a Biología. Empieza tú por este extremo, y yo por el otro. ¿De acuerdo?

Él no me contestó. Se quedó de pie, transfigurado, mientras las ovejas daban vueltas a su alrededor, con la boca medio abierta y los ojos encogidos tras sus gafas de culo de botella.

—Una mansa —dijo en voz baja.

—Sí, la mansa —repuse, y pasó un buen rato antes de que sus ojos se posaran en mí—. Encuentra a la mansa. Piensa en rosa.

Me encaminé hacia el fondo del pasillo.

—Shirl, corra al laboratorio y traiga un ronzal. —De pronto recordé algo—. ¿Dijo que Flip ha dimitido? Shirl asintió.

—Ese dentista que conoció por los anuncios de contactos se mudó de casa y lo ha seguido. Para que pudieran ser geográficamente compatibles —corrió pasillo abajo en dirección al laboratorio.

Las ovejas estaban en las escaleras, moviéndose asustadas en el borde del último escalón; lástima que no fuera un acantilado. Tal vez podrían caerse y romperse el cuello, pero no hubo tanta suerte. Bajaron un tramo y luego recorrieron el pasillo hasta Estadística. Yo corrí hacia arriba. —¡Van hacia Estadística! —le grité a Ben. No estaba allí. Bajé corriendo las escaleras y me detuve a medio camino.

En un rincón del suelo, aplastado y muy sucio, estaba el lazo rosa. «Maravilloso», pensé, y alcé la mirada y vi a Alicia Turnbull, que me miraba a su vez.

—Doctora Foster —dijo con desaprobación.

—No me digas. Ninguno de los ganadores de la beca Niebnitz estuvo jamás relacionado con las estampidas.

—¿Dónde está el doctor O'Reilly? —me preguntó.

—No lo sé —recogí el lazo estropeado—. Y tampoco sé dónde está la mansa. O qué tipo de proyecto ganará la beca Niebnitz. Pero sí tengo una idea aproximada de lo que van a hacer las ovejas en Estadística ahora mismo, así que, si me disculpas… —dije, y la dejé atrás y corrí por el pasillo.

«Al menos no pueden hacer ningún daño en mi laboratorio», pensé, esperando que las demás puertas estuvieran cerradas.

El rebaño seguía todavía en el pasillo, así que debían estarlo. Gina se encontraba en el otro extremo, saliendo del laboratorio de Estadística.

—Hora de la pausa para el baño —dijo en cuanto las vio, y se escabulló tras una puerta.

Atravesé el rebaño de ovejas, agachándome para cogerlas por la barbilla y mirar aquellos rostros vacíos en busca de una mirada ligeramente bizca o medio inteligente.

La puerta volvió a abrirse.

—¡Hay una en el cuarto de baño! —dijo Gina. Se abrió paso hacia donde yo estaba mirando a los ojos de las ovejas.

Todas parecían bizcas. Escudriñé ansiosamente sus caras, sus ojos vacuos hechos para tener una i marcada entre ellos.

—Será mejor que no haya una en mi oficina —dijo Gina, y abrió la puerta.

—¡Ciérrala! —grité, pero demasiado tarde. Una oveja gorda la había atravesado ya—. Ciérrala —repetí, y lo hizo.

El resto de las ovejas se congregó ante la puerta, dando vueltas y balando, buscando desesperadamente alguna que les dijera qué hacer, adonde ir. Lo que debía significar que la oveja que estaba dentro de la oficina de Gina era la mansa.

—¡Quédate ahí! —grité a través de la puerta. El lazo no era lo bastante fuerte para servir de correa, pero tenía una cuerda de Davy Crockett que podría servir. Me dirigí a mi laboratorio, preguntándome qué le habría pasado a Ben. Probablemente Alicia lo había encontrado y le estaba hablando de su beca Niebnitz.

Hubo un grito dentro de la oficina de Gina, y la puerta se abrió.

—¡No…! —grité. La oveja atravesó la puerta y se mezcló con el resto del rebaño como una carta que desaparece dentro de una baraja—. ¿Has visto adonde iba, Gina?

—No —dijo ella tristemente—. No.

Agarraba una ajada caja rosa. Un trozo de gasa blanca colgaba de una esquina.

—¡Mira lo que esa oveja le ha hecho a la Barbie Novia Romántica! —dijo, alzando un rizo de pelo castaño—. Era la última de todo Boulder.

—De toda la zona de Denver —contesté yo, y entré en el laboratorio de Estadística.

«Lo único que me falta ahora es Flip», pensé, y me sorprendió que no estuviera en el laboratorio, con dimisión o sin ella. Lo que sí había era una oveja, que mordisqueaba pensativa un disquete. Se lo quité de la boca, o lo que quedaba, le separé los grandes dientes cuadrados, pesqué la pieza restante, y la miré de lleno a sus ojos levemente bizcos.

—Escúchame —dije, sujetándola por la mandíbula—. Ya he tenido suficiente por hoy. He perdido mi trabajo, he perdido a la única persona que conozco que no actúa como una oveja, no sé de dónde vienen las modas y nunca voy a averiguarlo, y ya estoy harta. Quiero que me sigas, quiero que me sigas ahora mismo.

Tiré al suelo los pedazos del disquete y me di la vuelta y salí del laboratorio.

Y la oveja debía ser la mansa, porque trotó detrás de mí todo el camino hasta Biología, y cruzó el laboratorio hasta el corral, igual que Mary y su corderito de blanco vellón. Y el resto del rebaño la siguió, sacudiendo el rabo.

PLUMAS DE AVESTRUZ (1890–1913)

Moda de vestir eduardiana inspirada por Charles Darwin y el interés público por la historia natural. Las plumas se teñían de todos los colores y se ponían en el pelo, en los sombreros, abanicos, e incluso en los plumeros para el polvo. Modas similares incluían los sombreros de ala ancha y vestidos con lagartos, arañas, sapos y ciempiés. Como resultado de la moda, los avestruces fueron cazados hasta la extinción en Egipto, norte de África y Oriente Medio. Resucitada en la década de 1960 con los minivestidos, las pelucas y las capas de plumas de avestruz teñidas de naranja neón y rosa fuerte.

Llamé a Billy Ray para que viniera a recoger las ovejas.

—Enviaré a Miguel con el camión ahora mismo —dijo—. Iría yo en persona, pero tengo que ir a Nuevo México para hablar con un granjero sobre los avestruces.

—Avestruces —repetí yo.

—Son lo último. Reba está criando cincuenta en una granja cerca de Gallup, y los filetes de avestruz se venden como rosquillas. Son más bajos en colesterol que los de pollo y saben mejor.

Una de las ovejas se había atascado otra vez en la esquina de la cerca. Se quedó allí, mirando estúpidamente la valla como si no tuviera ni idea de cómo había llegado a ese sitio.

—Además se pueden vender las plumas y la piel curtida se usa para fabricar bolsos y botas —dijo Billy Ray—. Reba dice que van a ser el ganado de los noventa.

La oveja golpeó el poste un par de veces con la cabeza y luego se rindió y se quedó allí, balando, aprendida la lección.

—Lamento que lo de las ovejas no saliera bien.

«Yo también», pensé.

—Te estás quedando sin cobertura —dije—. No puedo oírte.