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Y colgué.

Se puede aprender mucho de las ovejas. Me acerqué al rincón y la cogí por debajo del morro y por detrás.

—Tienes que darte la vuelta. Tienes que ir en otra dirección.

La arrastré desde la cerca, dándole la vuelta. Inmediatamente, se puso a pastar.

—Tienes que admitir que no sirve de nada y probar con otra cosa —dije, y volví a entrar en el laboratorio. Shirl estaba allí—. ¿Dónde está el doctor O'Reilly?

—Hace un minuto hablaba con la doctora Turnbull.

—Bien —dije yo, y regresé a mi laboratorio de Estadística para redactar mi informe para Dirección.

«Sandra Foster: Informe de Proyecto», escribí en un disco que la oveja no se había comido.

Objetivos del proyecto:

1. Encontrar qué produce las modas.

2. Encontrar el nacimiento del Nilo.

Resultados del proyecto:

1. No encontrado. El flautista de Hamelín podría tener algo que ver, por lo que yo sé. O Italia.

2. Encontrado. Lago Victoria.

Sugerencias para nuevas investigaciones:

1. Eliminar los acrónimos.

2. Eliminar las reuniones.

3. Estudiar los efectos de la moda antitabaco sobre la capacidad para pensar con claridad.

4. Leer a Browning. Y a Dickens. Y al resto de los clásicos.

Imprimí el documento; luego recogí la chaqueta y el bolso con correa y subí a ver a Dirección.

Shirl estaba allí, manejando una aspiradora para limpiar la alfombra.

Dirección limpiaba su mesa, que había sido retirada a un rincón.

—No pise la alfombra —dijo cuando entré—. Está mojada.

Chapoteé hasta la mesa.

—Las ovejas están todas en el corral —dije por encima del sonido atronador de la aspiradora—. Lo he dispuesto todo para que se las lleven.

Le tendí mi informe.

—¿Qué es esto?

—Dijo usted que quería reevaluar los objetivos de mi proyecto —contesté—. Y yo también.

—¿Qué es esto? —dijo, con el ceño fruncido—. ¿El flautista de Hamelín?

—De Robert Browning. Ya conoce la historia. Contratan al flautista para que limpie de ratas Hamelín; lo hace, pero la ciudad se niega a pagarle. «Y en cuanto a nuestro Consistorio… sorprendente.»

Dirección se colocó detrás de la mesa.

—¿Me está amenazando, doctora Foster?

—No —dije yo, sorprendida—. «¿Insultado por un perezoso indigente? —cité—. ¿Nos amenazas, amigo? Haz lo que quieras/sopla tu flauta hasta que mueras.» Tendría que leer usted más poesía. Se aprende mucho. ¿Tiene carnet de biblioteca?

—¿Carnet de…? —dijo Dirección, como si fuera a darle una apoplegía.

—No le estoy amenazando. ¿Por qué habría de hacerlo? No me he deshecho de ninguna rata ni he encontrado la causa del pelo corto. Ni siquiera he conseguido localizar a un flautista.

Me detuve, pensé en ello, y al igual que la noche anterior, cuando estaba en la cola del Target con la Barbie Novia Romántica, sentí que estaba al borde de algo importante.

—¿Está comparando HiTek con las ratas? —dijo Dirección, y yo le hice un gesto impaciente con la mano, tratando de atrapar mi escurridiza idea.

Un flautista.

—¿Está diciendo…? —gritó Dirección, y la idea se esfumó.

—Estoy diciendo que me contrataron para un fin equivocado. En vez de buscar el secreto para hacer que la gente siga las modas, deberían buscar el modo de que piense por sí misma. Porque en eso consiste la ciencia. Y porque la próxima moda podría ser peligrosa, y lo averiguará con el resto del rebaño cuando caiga por el acantilado. Y no, no necesito un guardia de seguridad que me escolte hasta mi laboratorio —dije, abriendo el bolso para que pudiera ver el interior—. Me marcho. «Más allá de la colina, a través de la mañana.»

Volví a chapotear sobre la alfombra.

—Adiós, Shirl —le dije—. Puede venir a fumar a mi casa cuando quiera.

Y fui a buscar el coche y me marché a la biblioteca.

CUBO DE RUBIK (1980–1981)

Famoso juego de moda consistente en un cubo compuesto de cubos más pequeños de distintos colores que podían rotar para formar diferentes combinaciones. El objeto del juego (que más de cien millones de personas trataron de resolver) era girar los lados del cubo hasta que cada cara fuera de un solo color. El grado de habilidad que exigía era demasiado elevado (como atestiguan las docenas de libros de ayuda publicados), y cuando pasó de moda mucha gente ni siquiera lo había resuelto una sola vez.

Lorraine había vuelto.

—¿Quieres Su Ángel de la Guarda puede cambiarle la vida? —me preguntó. Llevaba una camiseta con un hada madrina y pendientes con chispeantes varitas mágicas—. Ya ha llegado, y también su libro sobre el pelo corto.

—No lo quiero —dije—. No sé qué originó esa moda ni me importa.

—Encontramos ese libro de Browning. Lo habías devuelto después de todo. Nuestra ayudante de organización lo colocó con los libros de cocina.

«Ya ves —me dije, mientras entraba en el Kepler's Quark y le daba mi nombre a una camarera con el pelo rapado y un uniforme de camarera que probablemente no era tal cosa—, las cosas empiezan a mejorar. Encontraron el Browning, nunca tendrás que volver a leer los anuncios de contactos, y Flip no puede entrar aquí para estropearte el día y cargarte la cuenta.»

La camarera me sentó en una mesa junto a la ventana. «Ya ves —volví a decirme—, no te ha colocado en la mesa comunal. No lleva cinta adhesiva. Decididamente, las cosas mejoran.»

Pero no sentía que fuera así. Sentía que me había quedado sin trabajo. Sentía que estaba enamorada de alguien que no me correspondía.

«Es totalmente ajeno a las modas —me dije—. Míralo por el lado bueno. Ya no tienes que preocuparte por lo que causó el pelo corto.» Lo que era una buena cosa, porque me estaba quedando sin ideas.

—Hola —dijo Ben, sentándose frente a mí.

—¿Qué haces aquí? —dije, en cuanto pude hablar—. ¿No deberías estar trabajando?

—He dimitido.

—¿Dimitido? ¿Por qué? Creía que ibas a trabajar en el proyecto de la doctora Turnbull.

—¿Te refieres al proyecto de Alicia, estadísticamente concienzudo, ciencia a la carta, que sin duda ninguna iba a ganar la beca Niebnitz? Demasiado tarde. La beca Niebnitz ya ha sido concedida.

No parecía que eso le molestara. No tenía el aspecto de alguien que acaba de renunciar a su trabajo. Parecía contenidamente excitado, los ojos jubilosos tras los cristales de culo de botella. «Va a decirme que se ha prometido a Alicia», pensé.

—¿Quién la ganó? —dije, para detenerlo—. La beca Niebnitz. ¿Un diseñador experimentado de treinta y ocho años que vive al oeste del Misisipí?

Ben llamó a la camarera.

—¿Qué tienen para beber que no sea café?

La camarera puso los ojos en blanco.

—Nuestra nueva bebida. El chinatasse. Es lo último.

—Dos chinatasses —dijo él, y yo esperé a que la camarera lo interrogara sobre si los quería enteros o desnatados, con azúcar blanco o integral, Beijing o Guangzhou; pero al parecer pedir chinatasses requería menos habilidad que pedir café con leche.

La camarera se marchó, y Ben dijo:

—Ha llegado esto para ti.

Y me entregó una carta.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme? —pregunté, mirando el sobre. Sólo ponía mi nombre.

—Me lo dijo Flip.

—Creía que se había marchado.

—Me lo dijo hace tiempo. Dijo que venías mucho por aquí. He venido tres o cuatro veces, esperando encontrarme contigo, pero no hubo suerte. Dijo que venías a buscar hombres en los anuncios de contactos.