—¿Qué más hay en la lista de reservas?
—El nuevo John Grisham, el nuevo Stephen King, Angeles desde arriba, Mecido por las alas de los ángeles, Encuentros angelicales en la tercera fase, Ángeles junto a ti, Ángeles, ángeles por todas partes, Pon a trabajar por ti a tu ángel de la guarda y Angeles en el internado.
Ninguno de ésos contaba. El de Grisham y el de Stephen King eran sólo éxitos de ventas, y la moda de los ángeles llevaba en alza más o menos un año.
—¿Quieres que te ponga en la lista de espera de alguno de ésos? —preguntó Lorraine—. Ángeles en el internado es magnífico.
—No, gracias —contesté—. Nada nuevo, ¿eh?
Ella frunció el ceño.
—Creía que había algo… —comprobó en la pantalla de su ordenador—. La novelización de Mujer citas —dijo—, pero no.
Le di las gracias y regresé a los estantes. Cogí Bernice se corta el pelo de F. Scott Fitzgerald y un par de libros de misterio, que siempre plantean problemas sencillos y solubles del tipo «¿Cómo entró el asesino en la habitación cerrada?» en vez de difíciles como «¿A qué se deben las modas?» y «¿Qué he hecho yo para merecerme a Flip?»; luego pasé a la sección dedicada al siglo XIX.
Una de las modas más desagradables en el mantenimiento de las bibliotecas de los últimos años es la idea de que éstas deben «satisfacer las demandas de sus clientes». Esto significa tener docenas de ejemplares de Los puentes de Madison County y Danielle Steel, con la consiguiente falta de espacio en los estantes, que obliga a los bibliotecarios a purgar los libros que no han sido consultados recientemente.
—¿Por qué estás expulsando a Dickens? —le pregunté a Lorraine el año pasado en la venta de libros de la biblioteca, agitando ante ella un ejemplar de Grandes esperanzas—. No puedes expulsar a Dickens.
—Nadie lo ha sacado —dijo ella—. Y si nadie saca un libro durante un año, hay que quitarlo de los estantes.
Llevaba una camiseta que decía UN OSITO DE PELUCHE ES PARA SIEMPRE, y un par de pendientes con gordos ositos.
—Es evidente que nadie lo leyó.
—Y nadie lo leerá jamás porque no estará aquí para que lo saquen —dije—. Grandes esperanzas es un libro maravilloso.
—Entonces es tu oportunidad para comprarlo.
Bueno, era una moda como cualquier otra, y como socióloga debería haber tomado buena nota para tratar de determinar sus orígenes. No lo hice, sino que empecé a sacar libros. Todos mis favoritos, que nunca sacaba porque ya tenía ejemplares en casa, y todos los clásicos, y todo lo que estuviera encuadernado en tela y alguien pueda querer leer algún día, cuando se acaben las actuales tendencias de sentimentalismo y sangre.
Ese día saqué La caja equivocada, en honor a los acontecimientos de la jornada, y como había visto por primera vez al doctor O'Reilly con las piernas asomando de debajo de un objeto grande, El mago de Oz, y luego me pasé a la B y busqué Bennett. El relato de las comadres no estaba (probablemente había acabado ya en la reventa de libros), pero al lado de Beckett estaba El camino de toda la carne, de Butler, lo que significaba que quizás El relato de las comadres estaba únicamente mal colocado.
Repasé los estantes, buscando algo antiguo, encuadernado en tela, e intacto. Borges; Cumbres borrascosas, que ya había sacado este año; Rupert Brooke. Las Obras completas de Robert Browning. No era Arnold Bennett, pero el tomo estaba encuadernado en tela y era grueso, y todavía tenía un anticuado bolsillo dentro con su tarjeta y todo. Lo cogí, junto con el Borges, y los llevé al mostrador.
—Ya me he acordado de qué más había en la lista de reservas —dijo Lorraine—. Un libro nuevo: Guía de las hadas.
—¿Qué es, un libro para niños?
—No —lo sacó del estante de las reservas—. Trata de la presencia de las hadas en nuestra vida cotidiana.
Me lo mostró. En la portada tenía un dibujo de un hada asomándose por detrás de un ordenador, y encajaba con uno de los criteros de la moda de libros: sólo contaba con ochenta páginas. Los puentes de Madison County tenía 192. Juan Salvador Gaviota tenía 93, y Adiós, Mr. Chips, muy de moda en 1934, sólo 84.
También estaba lleno de tonterías. Los títulos de los capítulos eran «Cómo ponerse en contacto con su hada interna», «Cómo pueden ayudarnos las hadas en el mundo corporativo» y «Por qué no hay que prestar atención a los incrédulos».
—Será mejor que me pongas en la lista —dije. Le tendí el Browning.
—No han sacado éste desde hace casi un año.
—¿De veras? —dije—. Bueno, pues ahora ya lo han sacado.
Y cogí mi Borges, mi Browning, y mi Baum y me fui a cenar al Madre Tierra.
ZAPATOS DE PUNTA RETORCIDA (1350–1480)
Zapatos puntiagudos de cuero blando o tela. Originarios de Polonia (de ahí su nombre francés poulaine; los ingleses los llamaron crackowes por Cracovia), o más probablemente traídos de Oriente Medio por los cruzados, se convirtieron en la locura de todas las cortes europeas. Las punteras se fueron sofisticando —rellenas de musgo, con forma de garra de león o pico de águila—, y se hicieron progresivamente más largas, hasta el punto de que era imposible caminar o arrodillarse sin pisárselas, y había que unirlas con cadenitas de oro o de plata a las rodillas para sujetar los extremos. Aplicada a las armaduras, la moda de las polainas resultaba enormemente peligrosa: los caballeros austríacos de la batalla de Sempach, en 1386, se quedaron clavados al suelo por sus alargados zapatos de hierro y se vieron obligados a cortar las puntas con la espada para que no los pillaran «plantados», como si dijéramos. Fueron desplazadas por el zapato de horma cuadrada, atado al tobillo y en forma de pico de pato, que no tardó en ensancharse hasta lo ridículo.
El Madre Tierra tiene comida aceptable y un té helado tan bueno que yo lo pido durante todo el año. Además, es un lugar magnífico para estudiar las modas. No sólo el menú está a la última (actualmente vegetariano muy variado), sino que también lo están sus camareros. Además, hay un kiosco fuera con todos los periódicos alternativos.
Los recogí y entré. La puerta y el vestíbulo estaban repletos de gente. El té helado tenía que estar poniéndose de moda. Me presenté a la camarera, que llevaba el pelo rapado estilo penitenciaría, pantalones de footing, y Tevas.
Ésa es otra moda, la de las camareras vestidas para no parecer ni de lejos camareras, probablemente para que no puedas encontrarlas cuando quieres la cuenta.
—¿Nombre y número de su grupo? —dijo la camarera. Sujetaba una tablilla con al menos veinte nombres.
—Una, Foster —dije—. Fumadores o no fumadores, lo que sea más rápido.
Se lo tomó a mal.
—No tenemos sección de fumadores —dijo—. ¿No sabe el daño que puede causarle el tabaco?
Normalmente si fumas te sientas más pronto, pensé, pero como ya parecía dispuesta a tachar mi nombre, dije:
—No fumo. Simplemente no me importa sentarme junto a gente que lo hace.
—El humo de segunda mano es igual de letal —dijo ella, y puso una X junto a mi nombre, lo que probablemente significaba que seguiría allí esperando después de que el infierno se congelara—. Ya la llamaré —dijo, poniendo los ojos en blanco, y desde luego esperé que eso no fuera una moda.