Por su madre… y por su padre, donde quiera que estuviese. Por Carrie, aunque estuviese mezclada en esta pesadilla, aunque, incomprensiblemente, supiera que se encontraba en peligro.
Entonces, ¿qué podía hacer ahora?
Necesitaba una pistola. «Imagínate que el tipo que mató a mamá está aquí. ¿Con qué puedes atacarle? Míralo todo con ojos nuevos.» Ojos nuevos. Ése era el consejo que se daba a sí mismo cuando imaginaba escenas que rodar.
Apenas podía alcanzar la mesa. Se las arregló para agarrar el tirador con los dedos y abrir el cajón. Estiró la mano todo lo que pudo. El cajón estaba vacío. El libro que había en la mesa no era lo bastante gordo. La lámpara. No llegaba a ella pero podía coger el cable que iba hasta el enchufe situado debajo de la cama. Tiró del cable hacia él lo más silenciosamente posible, intentando no hacer ruido con las esposas contra el cabecero de metal; la base de hierro forjado resultaba muy pesada. Desde el ángulo en el que estaba no sería capaz de mover la lámpara con fuerza suficiente para causar una herida grave. Desenchufó el cable, lo enrolló cuidadosamente debajo de la mesa para que no quedase atrapado ni enganchado. Sólo por si acaso tenía una oportunidad. Las lámparas eran fáciles de arrojar. Echó un vistazo hacia los pies de la cama y por el suelo. Sólo había unas diminutas bolas de polvo.
– Hola -se dirigió al intercomunicador.
Un minuto más tarde oyó pasos en las escaleras. Luego el chirrido de unas llaves en una cerradura. La puerta de la habitación se abrió; Gabriel estaba de pie en la puerta. Tenía una pistola negra brillante enfundada a un lado.
– ¿Estás bien? -preguntó Gabriel.
– Sí.
– Gracias por poner en peligro nuestras vidas con tu estúpido truco.
– ¿Chocamos?
– No, Evan. Sé conducir un coche sentado en el asiento del acompañante. Entrenamiento básico. -Gabriel aclaró la voz-. ¿Cómo te encuentras ahora?
– Estoy bien. -Evan intentó imaginar cómo podía conducir a toda velocidad sentado en el asiento del acompañante sin chocar. Eso suponía un nivel extraordinario de autocontrol en situación de peligro-. ¿Dónde recibiste tal entrenamiento?
– En una escuela muy especial -se limitó a responder Gabriel-. Es sábado por la mañana temprano. Has dormido toda la noche. -Su mirada se volvió fría-. Podemos ser de gran ayuda el uno para el otro, Evan.
– ¿En serio? Ahora quieres ayudarme.
– Te salvé, ¿no lo recuerdas? Si te hubieses quedado ahí colgando estarías muerto. Creo que ni siquiera la policía te podría haber protegido del señor Jargo. -Gabriel se apoyó en la pared-. Así que comencemos de nuevo. Necesito que me digas exactamente lo que ocurrió ayer cuando llegaste a casa de tus padres.
– ¿Por qué? Tú no eres policía.
– No, no lo soy.
Evan observaba a Gabriel. Parecía no haber dormido. Parecía nervioso, como un hombre que necesitase un buen trago de whisky. Reflexionó que nada ganaba con el silencio, al menos no ahora.
Así que le contó la llamada urgente de su madre, el viaje a Austin y el ataque en la cocina. Gabriel no hizo preguntas. Cuando Evan acabó, Gabriel acercó una silla a los pies de la cama y se sentó. Frunció el ceño, como si pensase en un plan de acción.
– Quiero saber exactamente quién eres -dijo Evan.
– Te diré quién soy. Y luego te diré quién eres tú.
– Yo sé quién soy.
– ¿De verdad? No lo creo, Evan. -Gabriel negó con la cabeza-. Yo diría que tuviste una infancia sobreprotegida, pero eso sería una broma de mal gusto.
– Yo cumplí mi promesa. Manten tú la tuya.
Gabriel se encogió de hombros.
– Soy el dueño de una empresa de seguridad privada. Tu madre me contrató para sacaros a salvo a ti y a ella de Austin y llevaros hasta tu padre. Está claro que tu madre se equivocó y tendió la mano a la gente equivocada. Lo siento. No pude salvarla.
Así que sabía quién era su padre.
– Intenta recordar cuando te atacaron -continuó Gabriel-. Estuviste inconsciente, al menos durante los minutos entre el momento en que te golpearon y cuando te colgaron.
– No sé cuánto tiempo. ¿Qué importa eso?
– Porque los asesinos podrían haber cogido los archivos que te mencioné. De tu ordenador, o del de tu madre.
– No podían estar en mi ordenador… -De pronto, recordó que le había comentado a Durless que los asesinos habían estado tecleando en su ordenador-. Es cierto, estuvieron buscando algo en mi ordenador. Dijeron algo así como… -Intentó deshacerse de la neblina que aún envolvía su memoria-. Algo como «Todo borrado».
Esperó para ver si Gabriel añadía algo.
– Tu madre te mandó los archivos por correo electrónico.
¿Por correo electrónico? Claro: su madre le había mandado aquellos archivos de música para su banda sonora la noche anterior, muy tarde, antes de llamar. Pero eran simples archivos de música; los había escuchado de camino a Austin. Nada fuera de lo normal. No había puesto nada extraño en el correo electrónico que le mandó. Sin embargo, no se lo había mencionado a Gabriel cuando le relató los acontecimientos del viernes por la mañana; no le habían parecido importantes comparados con las cosas terribles que habían ocurrido ayer.
– Mi madre no me envió nada extraño por correo electrónico. Y aunque lo hubiese hecho, los asesinos no podrían haber accedido sin la contraseña.
Entonces, ¿qué significaba «Todo borrado»?
– Existen programas que pueden descifrar contraseñas en cuestión de segundos. -Gabriel se apoyó contra la pared y observó a Evan-. Yo no tengo ninguno, pero te tengo a ti.
– No tengo esos archivos.
– Tu madre me dijo que sí los tenías, Evan.
Evan movió la cabeza.
– Esos archivos… ¿qué son?
– Cuanto menos sepas mejor. Así yo te podré dejar marchar y tú podrás olvidar que me has visto alguna vez y empezar una nueva y agradable vida. -Gabriel cruzó los brazos-. Soy un hombre extremadamente razonable. Quiero ofrecerte un trato justo. Tú me das esos archivos y yo te saco del país, te consigo una nueva identidad y acceso a una cuenta bancaria en las Islas Caimán, lo que tu madre me mandó hacer. Si te andas con cuidado, nadie te encontrará jamás.
– ¿Se supone que debo renunciar a mi vida? -Evan intentaba contener el desconcierto en su voz.
– Tú decides. Si quieres volver a casa, adelante. Pero si yo fuera tú, no lo haría. Ir a tu casa significa morir.
Evan se mordió los labios.
– Vale, yo te ayudo. ¿Y qué pasa con mi padre?
– Si tu padre se pone en contacto conmigo le diré dónde estás; encontrarte luego es problema suyo. Mi responsabilidad hacia tu madre acaba una vez que te meta en un avión.
– Por favor, dime dónde está mi padre.
– No tengo ni idea. Tu madre sabía cómo ponerse en contacto con él, pero yo no.
Evan dejó pasar un rato.
– Podría darte lo que quieres y luego tú podrías matarme.
Gabriel metió la mano en el bolsillo, y tiró un pasaporte sobre la colcha. Tenía el sello de Sudáfrica. Evan lo abrió con la mano que tenía libre. Dentro había una foto suya, la foto original de su pasaporte, la misma que tenía en su pasaporte estadounidense. El nombre que aparecía en aquel documento, sin embargo, era Erik Thomas Petersen. Había sellos que coloreaban las páginas: entrada en Gran Bretaña un mes atrás, y luego entrada en Estados Unidos, hacía dos semanas. Evan cerró el pasaporte y lo volvió a poner en la cama.
– Parece auténtico.
– Tienes que ponerte en el papel del señor Petersen con mucho cuidado. Si quisiera que estuvieras muerto, ya lo estarías. Te estoy dando una vía de escape.
– Todavía no entiendo cómo mi madre podía tener algún archivo informático peligroso.
De pronto lo vio claro. No su madre, sino su padre, el consultor informático. Su padre debió de encontrar archivos trabajando para un cliente, archivos que debían ser peligrosos.