Dezz se apartó al arcén y el ayudante del sheriff del condado se paró detrás, con la luz girando durante un minuto.
– Te pedirá el permiso de conducir -dijo Jargo-. Maldita sea, Dezz. Si perdemos a Evan por esto te mato.
– Lo tengo todo controlado -dijo Dezz.
Carrie se puso tensa, se giró para ver cómo el ayudante del sheriff salía del coche patrulla y caminaba hacia el lado del conductor. «Déjanos marchar, por favor -pensó-. Por favor.»
Antes de que el ayudante del sheriff pudiese decir una palabra, Dezz le tendió sus credenciales federales falsificadas para que las inspeccionara, diciendo:
– Agente especial Desmond Jargo del FBI. Me dirijo a Bandera para localizar a una persona de interés en un caso con base en nuestra oficina de Austin.
El ayudante cogió la tarjeta que le ofreció y la estudió cuidadosamente. Se la devolvió a Dezz, echó un vistazo dentro y se dirigió a Carrie.
– ¿Tiene usted su identificación, señora?
– No la necesita, está conmigo -explicó Dezz.
El ayudante miró a Jargo en el asiento de atrás.
– Hola, oficial -saludó Jargo.
– Son testigos. Van conmigo -añadió Dezz.
– ¿Los papeles? -solicitó el ayudante.
– ¿Ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho? -dijo Dezz-. Agente especial. Estoy en un caso. Y tengo prisa. Lo simplificaría más, pero «agente» y «especial» ya son palabras lo bastante cortas.
– Magnífico. Los papeles, señor, por favor.
Dezz le tendió la tarjeta y el ayudante la observó antes de devolvérsela.
– Gracias. ¿Podemos continuar, por favor?
– Tengo curiosidad. -El ayudante era joven, de aspecto descarado, una versión tardía del listillo que se sentaba en la última fila lanzando escupitajos, pero que después del instituto se había dado cuenta de que el trabajo de policía era un empleo estable en su ciudad natal. Carrie no lo miraba; miraba al frente, a la carretera-. ¿Qué caso les ha podido traer hasta aquí?
– La verdad es que no tengo tiempo para hacer un resumen -explicó Dezz- y es confidencial, así que…
– No se vaya tan rápido todavía -dijo el ayudante.
– Soy un agente federal…
– Lo he oído las tres primeras veces. Pero está en nuestra jurisdicción y no he escuchado que hablase con nuestro sheriff.
– Planeaba llamarlo dentro de poco. Todavía no habíamos localizado a nuestro sujeto y no veía la necesidad de hacer que él perdiese el tiempo.
– Ella -dijo el ayudante-. Salga del coche, señor, la llamaremos para hablarle sobre su caso.
– Esto es ridículo.
– Señor, con el debido respeto, no puede venir aquí y recorrer nuestras carreteras a ciento treinta. -El ayudante se acercó a la ventanilla de Dezz-. Sólo es una llamada y…
– No, no llamemos.
El puño de Dezz salió disparado golpeando como un martillo la parte blanda del cuello, machacándole la tráquea. El ayudante se tambaleó hacia atrás separándose de la ventanilla de Dezz. Tenía las gafas de sol ladeadas y su boca dibujaba círculos en el aire. Dezz sacó la pistola y le disparó con el silenciador. Le reventó la cabeza entre el sombrero de cowboy y las gafas baratas.
– ¡Dios mío! -gritó Carrie.
Vio un coche asomando por la cima de la colina, acercándoseles. Dezz pisó a fondo el acelerador y el sedán salió disparado hacia delante. Dezz preparó la pistola mientras conducía con una sola mano.
– ¡Dezz! -chilló Jargo.
El coche que se aproximaba, un Chevrolet destartalado de diez años, frenó al ver al ayudante del sheriff muerto en el suelo, y Carrie vio cómo la cara del conductor se quedaba estupefacta. Era una rubia de unos treinta años con gafas, con un delantal de Wal-Mart y flequillo esponjoso. Dezz disparó dos veces mientras la adelantaban a toda velocidad. La ventanilla del conductor estalló, provocando una explosión de cristal y sangre. El Chevrolet se salió de la carretera y se estrelló contra una valla que delimitaba un pasto de vacas; el capó se arrugó como papel de aluminio.
– Ni-una-sola-palabra.
Dezz giró, se metió de nuevo en el centro del carril y aumentó la velocidad hasta ciento sesenta.
Jargo se inclinó hacia delante y puso las manos alrededor del cuello de su hijo.
– Eso ha sido una estupidez -afirmó Jargo.
– No tenemos tiempo para andarnos con gilipolleces de polis.
La voz de Dezz sonaba tranquila, como si sólo hubiesen parado para mirar melocotones en un puesto de fruta de carretera.
– ¡Te ordené que cogieses la maldita multa! -dijo Jargo-. Escucha el sermón, sonríe, asiente y sé listo.
– Papá, la única identificación que tenía a mano era la federal. Iba a llamar y no podía dejarle hacer eso. Es mejor táctica matarlo ahora que tener que escapar luego. Esto sólo retrasa nuestros planes dos minutos.
Jargo le soltó el cuello y le pegó una colleja a su hijo.
– La próxima vez que desobedezcas te disparo en la mano. Te la estropearé y no podrás volver a trabajar nunca más. Y te la cortaré, y… -Jargo se dejó caer en el asiento. Bajó la voz-. No me desobedezcas.
– Sí, señor -dijo Dezz.
– No tenías por qué matar a esa mujer -dijo Carrie con un hilo de voz.
– Sólo le disparé a la ventana para que no pudiese vernos a nosotros ni el número de matrícula.
Carrie contuvo las ganas de vomitar. No podía mostrar debilidad ante él. No ahora.
Jargo dijo:
– Olvidémonos del ayudante del sheriff y de los desafortunados testigos. Tenemos trabajo que hacer.
Carrie sabía que cuando hablaba de olvidar lo sucedido se refería a ella; los dos inocentes ya estaban lejos de la mente de Dezz. Carrie comprobó su arma y se pasó una mano por la boca.
– Carrie, esas muertes que acaban de ocurrir son lamentables -dijo Jargo-, lo digo en serio. Pero no puedo pensar en ellos como personas, ¿sabes? No puedo imaginar que son el hijo de alguien o que tenían por delante una vida que valía la pena. Tienes que visualizar el objetivo. Es la única manera de mantenerse cuerdo.
Carrie sabía que ambos eran más fríos de lo que era capaz de imaginar. Eran peores que dementes. Habían escogido asesinar sin sentir el más mínimo remordimiento.
«Por favor, Evan, procura no encontrarte en esa casa. Procúralo.»
– Busca un camino secundario -ordenó Jargo-. Alcánzame el GPS. Sólo porque Evan haya llamado a Carrie no quiere decir que se haya librado de Gabriel. Podría ser una trampa de Gabriel o de la CIA para llevarnos hasta allí.
Una trampa, con Evan como cebo. No quería ni pensar en ello.
– Evan…
– Carrie, lo sé. No quieres que le hagan daño. Nosotros tampoco. Tengo mis propias razones para querer asegurarme de que Evan esté a salvo.
La mentira, porque estaba segura de que no decía la verdad, sonaba persuasiva en boca de Jargo.
Dezz señaló la pantalla del GPS.
– Hay una carretera de acceso a menos de un kilómetro de la entrada del rancho. Iremos en esa dirección.
«Debo llegar a Evan primero -pensó Carrie-. Debo encontrarlo y sacarlo de allí antes de que Dezz y Jargo lo maten.»
La colina se elevaba desde la carretera secundaria del rancho de manera pronunciada. La piedra caliza atravesaba la frágil tierra elevándose y rajándola; cedros sedientos y pequeños robles competían entre la maleza. Dezz tomó la delantera, Carrie iba en medio y Jargo en la retaguardia.
Dezz paró tan repentinamente que Carrie casi le pasa por encima.
– ¿Qué ocurre?
– He escuchado un siseo.
Por primera vez Carrie escuchó temblar la voz de Dezz.
– Las serpientes todavía están hibernando -dijo Jargo-. No te preocupes, pequeñín.
Su tono era una combinación de enfado y de arrogancia. Carrie pensó que todavía le escocía que Dezz le hubiera desobedecido antes.
– No me gustan las putas serpientes -dijo Dezz.