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– Vístete -dijo uno-. Tienes una cita.

– Joder, tendré que decirle un par de cosas a mi secretaria -repliqué bostezando-. Me había olvidado por completo.

– Qué tipo tan divertido -dijo el otro.

– ¿Qué pasa? ¿Es esta la idea que tiene Heydrich de una invitación amistosa?

– Reserva la boca para chupar el cigarrillo, ¿quieres? Ahora ponte el traje o te llevaremos en tu mierda de pijama.

Me vestí con cuidado, escogiendo mi traje más barato de andar por el campo y un viejo par de zapatos. Me atiborré los bolsillos de cigarrillos. Incluso cogí un ejemplar del Berliner Illustrierten Nachrichten. Cuando Heydrich te invita a desayunar siempre es mejor ir preparado para una visita incómoda y posiblemente indefinida.

Justo al sur de la Ale xanderplatz, en la Dir cksenstrasse, la central de la policía del Reich y los tribunales centrales de lo penal se levantaban frente a frente en incómoda oposición: la administración legal frente a la justicia. Eran como dos pesos pesados antes de una pelea; cara a cara, casi tocándose, mirándose fijamente para tratar de conseguir que el otro aparte la vista.

De los dos, el Alex, conocido también como el «Suplicio Gris», era el que tenía un aspecto más siniestro; había sido diseñado como una fortaleza gótica con una torre con forma de cúpula en cada esquina y dos torres más pequeñas sobre la fachada delantera y la trasera. Con sus 16. 000 metros cuadrados, era una perfecta demostración de fuerza, ya que no de mérito arquitectónico.

El edificio algo más pequeño que albergaba los tribunales centrales de Berlín tenía también un aspecto más agradable. Su fachada neogótica de piedra arenisca poseía algo bastante más sutil e inteligente que su oponente.

No había forma de saber cuál de los dos gigantes iba a resultar vencedor, pero cuando los dos luchadores han cobrado por dejarse abatir, no tiene sentido quedarse a ver el final de la pelea.

Empezaba a amanecer cuando el coche entró en el patio central del Alex. Era todavía demasiado temprano para que me preguntara por qué Heydrich me habría llevado allí, en lugar de a la Si po, el cuartel general de los servicios de seguridad en la Wil helmstrasse, donde él tenía su propio despacho.

Mis dos escoltas me acompañaron hasta una sala de interrogatorios y me dejaron solo. Se oían muchos gritos procedentes de la sala contigua y eso me dio algo en que pensar. Aquel cabrón de Heydrich… nunca hacía las cosas como uno esperaba. Saqué un cigarrillo y lo encendí, nervioso. Con el cigarrillo en la comisura de los labios, que tenía un sabor amargo, me levanté y fui hasta la sucia ventana. Lo único que alcanzaba a ver eran otras ventanas como la mía y, en el tejado, la antena de la emisora de radio de la policía. Apagué el cigarrillo en la lata de café de mezcla mexicana que servía como cenicero y volví a sentarme a la mesa.

Se suponía que tenía que ponerme nervioso. Querían que sintiera su poder. De ese modo Heydrich me encontraría mucho más dispuesto a estar de acuerdo con él cuando finalmente decidiera aparecer. Probablemente seguía en la cama, profundamente dormido.

Si así era como se suponía que tenía que sentirme, decidí hacer lo contrario. Así que en lugar de morderme las uñas y desgastar mis baratos zapatos andando arriba y abajo de la habitación, traté de practicar un poco de autorrelajación, o como fuera que el doctor Meyer la había llamado. Con los ojos cerrados, respirando profundamente por la nariz, con la mente concentrada en una forma geométrica sencilla, conseguí mantenerme tranquilo. Tan tranquilo que ni siquiera oí la puerta. Al cabo de un rato abrí los ojos y los fijé en la cara del polizonte que acababa de entrar. Cabeceó lentamente.

– Hay que decir que eres un tipo frío -dijo cogiendo mi revista.

– ¿Verdad que sí? -Miré el reloj. Había transcurrido media hora-. Has tardado bastante.

– ¿Sí? Lo siento. Me alegro de que no te hayas aburrido. Veo que esperabas estar aquí un tiempo.

– ¿No es eso lo que todo el mundo espera? -Me encogí de hombros, observando un forúnculo del tamaño de una tuerca que rozaba el borde del grasiento cuello de su camisa.

Al hablar, la voz le salió de lo más profundo y su barbilla llena de cicatrices descendió hasta tocar el amplio pecho, como si fuera un tenor de cabaré.

– Ah, sí -dijo-, eres un detective privado, ¿no? Un sabelotodo profesional. ¿Te importa que te pregunte qué tal se gana la vida un tipo como tú?

– ¿Qué pasa? ¿Es que los sobornos no llegan con bastante regularidad? -Forzó una sonrisa al oír aquello-. Me va bien.

– ¿No te encuentras algo solo? Quiero decir, aquí eres un poli, tienes amigos.

– No me hagas reír. Tengo un socio, así que cuento siempre con un hombro amigo donde llorar si lo necesito, ¿entiendes?

– Ah, sí, tu socio. Bruno Stahlecker, ¿no?

– Exacto. Te puedo dar su dirección si la quieres, pero creo que está casado.

– De acuerdo, Gunther. Ya has demostrado que no estás asustado. No es necesario que hagas toda una exhibición. Te recogimos a las cuatro y media. Ahora son las siete…

– Si quieres saber la hora exacta, no hay como preguntar a un policía.

– … pero todavía no has preguntado por qué estás aquí.

– Creía que estábamos hablando de eso.

– ¿Ah, sí? Supón que no sé nada. Eso no debería costarle mucho a un tipo listo como tú. ¿Qué hemos dicho?

– Joder, mira, tío, este pequeño espectáculo es todo tuyo, así que no esperes que sea yo quien levante el telón y haga funcionar la mierda de focos. Sigue con tu número y yo procuraré reír y aplaudir en los momentos adecuados.

– Muy bien -dijo, endureciendo la voz-. ¿Dónde estabas anoche?

– En casa.

– ¿Tienes una coartada?

– Sí, mi osito de peluche. Estaba en la cama, durmiendo.

– ¿Y antes de eso?

– Estaba con un cliente.

– ¿Te importa decirme quién es?

– Mira, no me gusta esto. ¿Qué estamos buscando? Dímelo ahora o no diré ni una maldita palabra más.

– Tenemos a tu socio abajo.

– ¿Qué se supone que ha hecho?

– Lo que ha hecho es arreglárselas para estar muerto.

Moví la cabeza, incrédulo.

– ¿Muerto?

– Asesinado, para ser más precisos. Así es como lo llamamos dadas las circunstancias.

– Mierda -dije, cerrando otra vez los ojos.

– Es mi espectáculo, Gunther. Y sí que espero que me ayudes con el telón y las luces. -Me dio en el pecho con el dedo-. Así que empieza a darme alguna jodida respuesta, ¿vale?

– Cabrón de mierda. No creerás que yo he tenido algo que ver con eso, ¿verdad? Joder, yo era su único amigo. Cuando tú y todos tus guapos amigos aquí en el Alex os las arreglasteis para que lo enviaran a un puesto perdido en el Spreewald, yo fui el único que no le falló. Era el único que valoraba que, pese a su torpe falta de entusiasmo por los nazis, era un buen policía.

Meneé la cabeza con amargura y juré de nuevo.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Anoche, hacia las ocho. Lo dejé en el aparcamiento de detrás del Metropol, en la Nol lendorfplatz.

– ¿Estaba trabajando?

– Sí.

– ¿Haciendo qué?

– Siguiendo a alguien. No, vigilando a alguien.

– ¿Alguien del teatro o que vivía en los pisos?

Asentí con la cabeza.

– ¿Cuál de las dos cosas?

– No te lo puedo decir. Por lo menos, no antes de que hablar con mi cliente.

– Ese del que tampoco me puedes hablar. ¿Quién te crees que eres, un sacerdote? Es un asesinato, Gunther. ¿No quieres coger al hombre que mató a tu socio?

– ¿Tú que crees?

– Creo que tendrías que considerar la posibilidad de que tu cliente tenga algo que ver. Y además, supón que te dice: «Herr Gunther, le prohíbo que hable de este desgraciado asunto con la policía». ¿Adónde nos lleva eso? -Negó con la cabeza-. No hay trato, Gunther. Me lo cuentas a mí o se lo cuentas al juez. -Se levantó y fue hacia la puerta-. Tú decides. Tómate el tiempo que necesites. Yo no tengo prisa.