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Cerró la puerta al salir, dejándome con mi sentimiento de culpa por haberle deseado algún mal a Bruno y a su inofensiva pipa.

Alrededor de una hora más tarde, la puerta se abrió y un oficial de alto rango de las SS entró en la habitación.

– Me preguntaba cuándo aparecerías -dije.

Arthur Nebe suspiró y meneó la cabeza.

– Siento lo de Stahlecker -dijo-. Era un buen hombre. Naturalmente, querrás verlo. -Me hizo un gesto para que lo siguiera-. Y luego, me temo que tendrás que ver a Heydrich.

Más allá de un despacho exterior y una sala de autopsias donde un patólogo estaba trabajando en el cuerpo desnudo de una adolescente, había una sala larga y fría con hileras de mesas que se extendían frente a mí. En unas cuantas había cuerpos humanos, algunos desnudos, algunos cubiertos con una sábana y algunos, como Bruno, todavía vestidos, más parecidos a una maleta perdida que a algo humano.

Me acerqué y miré larga y detenidamente a mi socio muerto. Parecía como si se hubiera tirado una botella entera de vino tinto por encima de la pechera de la camisa y tenía la boca tan abierta como si lo hubieran apuñalado sentado en la silla del dentista. Hay un montón de formas de acabar con una amistad, pero ninguna resulta más permanente que esta.

– No sabía que llevara dentadura postiza -dije distraídamente, al ver brillar algo metálico en la boca de Bruno-. ¿Apuñalado?

– Una vez, en el corazón. Calculan que por debajo de las costillas y hacia arriba a través de la boca del estómago.

Levanté cada una de las manos y las inspeccioné atentamente.

– No hay otros cortes… -dije-. ¿Dónde lo encontraron?

– En el aparcamiento del Teatro Metropol -dijo Nebe.

Le abrí la chaqueta, observando la pistolera vacía, y luego le desabotoné la camisa, todavía pegajosa por la sangre, para inspeccionar la herida. Era difícil de decir sin que lo limpiaran, pero la entrada parecía dividida, como si hubieran retorcido el cuchillo en el interior.

– El que lo hizo sabía cómo matar a alguien con un cuchillo -dije-. Parece una herida de bayoneta. -Suspiré y meneé la cabeza-. Ya he visto bastante. No hay necesidad de que su mujer pase por esto. Yo haré la identificación oficial. ¿Se lo han dicho ya?

Nebe se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo, e inició el regreso a través de la sala de autopsias-. Pero seguro que no tardarán en decírselo.

El patólogo, un tipo joven con un gran bigote, había dejado de trabajar en el cuerpo de la chica para fumarse un cigarrillo. La sangre del guante que le cubría la mano había manchado el papel del cigarrillo y tenía también un poco en el labio inferior. Nebe se detuvo y contempló la escena con profundo desagrado.

– ¿Qué? -dijo furioso-. ¿Otra?

El patólogo expulsó el humo perezosamente y puso mala cara.

– Solo estoy empezando, pero según todas las apariencias, sí -dijo-. Lleva todos los accesorios habituales.

– Ya lo veo. -Era evidente que a Nebe no le gustaba mucho el joven patólogo-. Espero que su informe sea bastante más detallado que el último… y más preciso. -Dio media vuelta bruscamente y echó a andar a paso rápido añadiendo por encima del hombro-: Y asegúrese de que lo tenga lo antes posible.

En el coche de Nebe, de camino a la Wil helmstrasse, le pregunté de qué iba todo aquello.

– En la sala de autopsias, quiero decir.

– Amigo mío -dijo-, me parece que eso es lo que estás a punto de averiguar.

El cuartel general del SD, el Servicio de Seguridad de Heydrich, en el número 102 de laWilhelmstrasse, parecía bastante inocuo desde el exterior. Incluso elegante. A cada extremo de una columnata jónica había una torre cuadrada de dos pisos y una arcada que llevaba al patio. Una pantalla de árboles dificultaba la vista de lo que había más allá y solo la presencia de dos centinelas delataba que era un edificio oficial.

El coche cruzó la entrada, continuó a lo largo de una cuidada extensión de césped, del tamaño de un campo de tenis y delimitada por arbustos, y se detuvo frente a un bello edificio de tres pisos con ventanas en forma de arco, grandes como elefantes. Unos guardias de asalto se precipitaron a abrir las puertas del coche y bajamos.

El interior no era del todo lo que yo había esperado del cuartel general de la Si po. Esperamos en un vestíbulo, cuya característica central era una recargada escalinata dorada, adornada con unas cariátides bien formadas y unas enormes arañas. Miré a Nebe, dejando que mis cejas lo informaran de que estaba favorablemente impresionado.

– No está mal, ¿eh? -dijo, y cogiéndome por el brazo me llevó hasta las puertas de cristal que se abrían sobre un magnífico jardín escénico.

Más allá, hacia el oeste, podía verse la moderna silueta de la Euro pa Haus, de Gropius, mientras que hacia el norte se distinguía claramente el ala sur del cuartel general de la Ges tapo en la Prinz Al brecht Strasse. Tenía buenas razones para reconocerlo, ya que una vez había estado detenido allí durante un tiempo por órdenes de Heydrich.

Por otro lado, resultaba bastante más peliagudo apreciar la diferencia entre el SD, o Sipo, como a veces se llamaba al Servicio de Seguridad, y la Ges tapo, incluso para la gente que trabajaba para las dos organizaciones. A mi entender, era igual que con la Boc kwurst y la Fran kfurter: tienen nombres especiales, pero su apariencia y su sabor son exactamente iguales.

Lo que era fácil de ver era que con este edificio, el Prinz Albrecht Palais, Heydrich se había forjado una buena posición. Quizá mejor incluso que la de su supuesto jefe, Himmler, que ahora ocupaba el edificio adyacente al cuartel general de la Ges tapo, en lo que antes había sido el Hotel Prinz Albrecht Strasse. No cabía duda de que el viejo hotel, ahora llamado SS Haus, era más grande que el Palais, pero igual que con las salchichas, el sabor pocas veces depende del tamaño.

Oí cómo Arthur Nebe daba un taconazo y al girarme vi que el príncipe coronado del terror del Reich se había unido a nosotros frente al ventanal.

Alto, esquelético, con su cara larga y pálida carente de expresión, como el yeso de una máscara mortuoria, y sus dedos como el hielo entrelazados a su espalda, recta como el palo de una escoba, Heydrich contempló el exterior durante unos momentos, sin hablar con ninguno de los dos.

– Vamos, caballeros -dijo finalmente-, hace un hermoso día. Demos un paseo.

Abriendo los ventanales se dirigió hacia el jardín y yo observé lo grandes que tenía los pies y lo arqueadas que eran sus piernas, como si hubiera montado mucho a caballo. Si había que fiarse de la insignia de caballería que llevaba en la cazadora, probablemente fuera así.

Al aire fresco y al sol pareció animarse un poco más, como si fuera algún tipo de reptil.

– Esta era la casa de verano del primer Federico Guillermo -dijo, comunicativo-. Y más recientemente la Re pública la utilizó para albergar a huéspedes importantes, como el rey de Egipto y el primer ministro británico. Me refiero a Ramsay MacDonald, claro, no al idiota del paraguas. Creo que es uno de los más bellos entre los palacios antiguos. Suelo venir a pasear por aquí. Este jardín conecta los cuarteles generales de la Si po y la Ges tapo, así que me resulta muy cómodo. Y es especialmente agradable en esta época del año. ¿Tiene usted un jardín, Herr Gunther?

– No -dije-. Siempre me ha parecido demasiado trabajo. Cuando dejo de trabajar, eso es exactamente lo que hago, dejar de trabajar, no empezar a cavar en un jardín.

– Lástima. En mi casa en Schlactensee tenemos un hermoso jardín con su propio campo de criquet. ¿Alguno de ustedes conoce el juego?

– No -dijimos al unísono.

– Es un juego interesante. Creo que es muy popular en Inglaterra. Nos ofrece una interesante metáfora para la nueva Alemania. Las leyes son simplemente arcos por debajo de los cuales hay que hacer pasar a la gente, con un grado de fuerza variable. Pero no puede haber movimiento alguno sin el mazo; el críquet es realmente el juego perfecto para un policía.