Volvimos al Palais. En el interior, un oficial del SD le dio a Heydrich una nota. La leyó y sonrió.
– ¿No es una coincidencia? -dijo con una sonrisa-. Parece que mi incompetente policía ha encontrado el hombre que asesinó a su socio, Herr Gunther. Dígame, ¿el nombre de Klaus Hering significa algo para usted?
– Stahlecker estaba vigilando su apartamento cuando lo mataron.
– Eso son buenas noticias. Lo único desafortunado es que parece que ese Hering se ha suicidado. -Miró a Nebe y sonrió-. Bueno será mejor que vayamos a echar un vistazo, ¿no le parece, Arthur? De lo contrario, Herr Gunther pensará que nos lo hemos inventado.
Es difícil formarse una imagen definida de un hombre que se ha colgado que no sea grotesca. La lengua, hinchada y asomando como un tercer labio, los ojos tan saltones como las pelotas de un perro de carreras… son cosas que tienden a influir un poco en tus ideas. Así que, dejando aparte la sensación de que no iba a ganar el premio de la sociedad de debates de la ciudad, no había mucho que decir sobre Klaus Hering salvo que tenía unos treinta años, que era de constitución esbelta, que tenía el pelo rubio y que, gracias en parte a su corbata, más bien tiraba a alto.
La cosa parecía estar bastante clara. Según mi experiencia, un ahorcamiento es casi siempre un suicidio; hay formas más fáciles de matar a un hombre. He visto unas pocas excepciones, pero siempre eran casos accidentales, en los que la víctima había sufrido el contratiempo de la inhibición del vago mientras practicaba alguna perversión sadomasoquista. Por lo general, estos inconformistas sexuales eran encontrados desnudos o vestidos con ropa de mujer y con una amplia muestra de revistas pornográficas al alcance de la pegajosa mano, y siempre eran hombres.
En el caso de Hering no había tales pruebas de muerte por accidente sexual. Llevaba una ropa que podía haber sido escogida por su madre, y sus manos, que le colgaban, fláccidas, a los lados, eran de una elocuencia total en cuanto a que su homicidio había sido autoinfligido.
El inspector Strunck, el policía que me había interrogado en el Alex, explicó el asunto a Heydrich y Nebe.
– Encontramos el nombre y la dirección de este hombre en el bolsillo de Stahlecker -dijo-. Hay una bayoneta envuelta en papel de periódico en la cocina. Está cubierta de sangre y, por su aspecto, yo diría que es el arma que lo mató. También hay una camisa manchada de sangre, que era la que Hering llevaba probablemente en el momento del crimen.
– ¿Algo más? -preguntó Nebe.
– La pistolera de Stahlecker estaba vacía, general -dijo Strunck-. Quizá Gunther pueda decirnos si esta era su pistola o no. La encontramos en una bolsa de papel junto con la camisa.
Me dio una Walther PPK. Me acerqué la boca del cañón a la nariz y olí la grasa. Luego deslicé el cerrojo y vi que ni siquiera había una bala en la recámara, aunque el cargador estaba lleno. A continuación bajé el seguro del gatillo. Las iniciales de Bruno estaban grabadas claramente en el negro metal.
– Es la pistola de Bruno, sin duda -dije-. Parece que ni siquiera llegó a tenerla en la mano. Me gustaría ver la camisa, por favor.
Strunck miró a su Reichskriminaldirektor para obtener su aprobación.
– Déjele que la vea, inspector -dijo Nebe.
La camisa era de C and A, y estaba muy manchada en la zona del estómago y en el puño derecho, lo cual parecía confirmar todo el cuadro.
– Verdaderamente parece que este es el hombre que mató a su socio, Herr Gunther -dijo Heydrich-. Volvió aquí y, una vez se hubo cambiado de ropa, se puso a pensar en lo que había hecho. Lo asaltaron los remordimientos y se colgó.
– Eso parece -dije, sin vacilar demasiado-. Pero, si no le importa, general Heydrich, me gustaría echar un vistazo a este sitio. Por mi cuenta. Solo para satisfacer mi curiosidad sobre un par de cosas.
– Muy bien. Pero no tarde mucho, ¿quiere?
Con Heydrich, Nebe y los policías fuera del apartamento, eché una ojeada más de cerca al cuerpo de Klaus Hering.
Aparentemente, había atado un trozo de cable eléctrico al pasamanos, se había pasado la soga por la cabeza y luego, sencillamente, se había arrojado de la silla. Pero solo un examen de las manos, muñecas y cuello de Hering podrían decirme si eso era lo que de verdad había sucedido. Había algo en las circunstancias de su muerte, algo que no podía precisar del todo, que me parecía discutible. Y el hecho de que hubiera decidido cambiarse de camisa antes de colgarse no era el aspecto menos importante.
Trepé por encima del pasamanos hasta una pequeña repisa formada por la parte superior del hueco de la escalera y me arrodillé. Inclinándome hacia adelante, podía ver bien el punto de suspensión detrás de la oreja derecha de Hering. El punto donde la ligadura se aprieta siempre es más alto y más vertical en un caso de ahorcamiento que en otro de estrangulamiento. Pero aquí había una segunda señal, más horizontal, justo por debajo de la soga, señal que parecía confirmar mis dudas. Antes de colgarse, a Klaus Hering lo habían estrangulado hasta matarlo.
Comprobé que el cuello de la camisa de Hering fuera de la misma talla que el de la camisa manchada que había examinado antes. Lo era. Luego, volví a pasar por encima del pasamanos y bajé unos cuantos peldaños. Poniéndome de puntillas alargué el brazo para estudiar las manos y las muñecas. Le abrí la apretada mano y vi la sangre seca y también un pequeño objeto brillante que parecía incrustado en la palma. Lo extraje de la carne y lo puse con cuidado en la palma de mi mano. El alfiler estaba torcido, probablemente debido a la presión del puño de Hering, y, aunque aparecía recubierto de sangre seca, el motivo de la calavera era inconfundible. Era la insignia de la gorra de un SS.
Me detuve un momento, tratando de imaginar qué habría pasado, seguro ahora de que Heydrich había tomado parte en todo aquello. ¿Acaso no me había preguntado en el jardín del Prinz Albrecht Palais cuál sería mi respuesta a su propuesta si «el obstáculo» que representaba mi deber de encontrar al asesino de Bruno desaparecía? ¿Y no había desaparecido tan definitivamente como era posible? Sin duda había previsto mi respuesta y ya había dado órdenes para que asesinaran a Hering cuando salimos al jardín a dar nuestro paseo.
Con estos y otros pensamientos en la cabeza, registré el piso. Fui rápido, pero concienzudo, levantando los colchones, mirando en las cisternas, levantando las alfombras e incluso hojeando una serie de manuales de medicina. Conseguí encontrar toda una hoja de los viejos sellos conmemorativos de la llegada al poder de los nazis que siempre aparecían en las notas de chantaje recibidas por Frau Lange. Pero de las cartas de su hijo al doctor Kindermann no pude encontrar ni rastro.
6. Viernes, 9 de septiembre
Era una sensación extraña estar de nuevo en el Alex, en una reunión para hablar de un caso, e incluso más extraño oír que Arthur Nebe se refería a mí como el Kommissar Gunther. Habían transcurrido cinco años desde el día de junio de 1933 en que, incapaz de tolerar por más tiempo las purgas de Goering en la policía, había dimitido de mi cargo de Kriminalinspektor para convertirme en el detective del Hotel Adlon. Unos cuantos meses más y probablemente me habrían echado, de cualquier modo. Si alguien me hubiera dicho entonces que volvería al Alex como miembro de la clase de oficiales de alto rango de la Kri po cuando aún seguía en el poder un gobierno nacionalsocialista, le habría dicho que estaba loco.
A juzgar por sus caras, la mayoría de las personas sentadas alrededor de la mesa habrían expresado, casi con total certeza, la misma opinión. Hans Lobbes, el Reichskriminaldirektor número tres y jefe del ejecutivo de la Kri po; el conde Fritz von der Schulenberg, segundo del director general de la policía de Berlín y representante de los chicos uniformados de la Or po. Incluso los tres oficiales de la Kri po, uno de Antivicio y dos de Homicidios que habían sido asignados a un nuevo equipo investigador que tenía que ser, a petición mía, pequeño, me miraban con una mezcla de temor y aversión. No es que los culpara por ello. En su opinión, yo era el espía de Heydrich. En su lugar, probablemente yo habría sentido lo mismo.