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Había otras dos personas presentes, invitadas por mí, lo cual aumentaba el ambiente de desconfianza. Una de ellas, una mujer, era psiquiatra forense del Charité Hospital de Berlín. Frau Marie Kalau vom Hofe era amiga de Arthur Nebe, quien tenía también algo de criminólogo, y estaba destinada oficialmente a la central de policía como asesora en cuestiones de psicología criminal. El otro invitado era Hans Illmann, catedrático de Medicina Forense en la Uni versidad Friedrich Wilhelm de Berlín y anteriormente patólogo jefe del Alex hasta que su fría hostilidad hacia el nazismo obligó a Nebe a retirarlo. Como incluso Nebe admitía, Illmann era mejor que cualquiera de los patológos que trabajaban en la actualidad en el Alex, así que a petición mía le habían pedido que se hiciera cargo de los aspectos de medicina forense del caso.

Un espía, una mujer y un disidente político. Solo faltaba que la estenógrafa se pusiera en pie y cantara Bandera Roja para que mis nuevos compañeros creyeran que eran víctimas de una broma de mal gusto.

Nebe acabó su prolija presentación de mi currículum y la reunión quedó en mis manos.

– Odio la burocracia -dije meneando la cabeza-. La detesto. Pero lo que necesitamos aquí es una burocracia de información. Lo que sea relevante quedará claro más adelante. La información es la parte vital de cualquier investigación criminal, y si esa información está contaminada, entonces todo el cuerpo investigador resulta envenenado. No me importa que alguien cometa un error. En este juego, casi siempre estamos equivocados hasta que damos con la verdad. Pero si descubro que un miembro de mi equipo proporciona, a sabiendas, una información errónea, no se las tendrá que ver con un tribunal disciplinario; lo mataré yo. Y esta es una información de la que pueden estar seguros. Hay algo más que me gustaría decir. No me importa quién lo haya hecho. Judío, negro, mariquita, guardia de asalto, jefe de las Juventudes Hitlerimas, funcionario, obrero de la construcción de autopistas… tanto me da… siempre que lo haya hecho. Y esto me lleva al tema de Josef Kahn. Por si alguno de ustedes lo ha olvidado, es el judío que se confesó autor de los asesinatos de Brigitte Hartmann, Christiane Schulz y Zarah Lischka. Actualmente está en el manicomio municipal de Herzeberge, de acuerdo con el artículo 51, y uno de los propósitos de esta reunión es valorar su confesión a la luz del asesinato de la cuarta chica, Lotte Winter. Llegados a este punto, permítanme que les presente al profesor Hans Illmann, que ha aceptado amablemente actuar como patólogo en este caso. Para aquellos de ustedes que no lo conozcan, es uno de los mejores patólogos del país, así que somos muy afortunados de tenerlo con nosotros.

Illmann hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza y siguió liando concienzudamene un cigarrillo. Era un hombre delgado, con pelo fino y oscuro, gafas sin montura y una pequeña perilla. Acabó de chupetear el papel y se introdujo el pitillo en la boca, tan perfecto como cualquier cigarrillo hecho a máquina. Me maravillé en silencio. La brillantez médica no tenía importancia alguna al lado de este tipo de delicada destreza.

– El profesor Illmann nos hará partícipes de lo que ha descubierto después de que el Kriminalassistant Korsch haya leído las notas relativas a cada caso.

Hice un gesto con la cabeza al hombre joven, moreno y robusto que estaba sentado frente a mí. Había algo artificial en su cara, como si se la hubiera preparado uno de los dibujantes de los servicios técnicos de la Si po, con tres rasgos bien definidos y poco más: cejas unidas en el entrecejo y aferradas a la frente prominente como si fueran un halcón preparándose para alzar el vuelo; una barbilla larga y huidiza y un bigotillo al estilo Fairbanks. Korsch carraspeó y empezó a hablar con una voz que era una octava más aguda de lo que yo esperaba.

– Brigitte Hartmann -leyó-. Edad, quince años, de padres alemanes. Desaparecida el 23 de mayo de 1938. Encontrado el cuerpo dentro de un saco de patatas, en un solar en Siesdorf, el 10 de junio. Vivía con sus padres en la Ur banización Britz, al sur de Neukólln, y había salido a pie de casa para coger el U-Bahn en la Par chimerallee. Iba a visitar a su tía en Reinickdorf. La tía tenía que recogerla en la estación de la Hol zhauser Strasse, pero Brigitte no apareció. El jefe de la estación de Parchimer no recordaba haberla visto subir al tren, pero dijo que se había pasado la noche bebiendo cerveza y que probablemente no se acordaría, tanto si había subido como si no.

Esto provocó una carcajada de los asistentes.

– Borracho asqueroso -gruñó Hans Lobbes.

– Esta es una de las dos chicas que ya han sido enterradas -dijo Illmann sin alterarse-. No creo que haya nada que yo pueda añadir a los resultados de la autopsia. Siga, Herr Korsch.

– Christiane Schulz. Edad, dieciséis años, de padres alemanes. Desaparecida el 8 de junio de 1938. Encontrado el cuerpo el 2 de julio, en el túnel del tranvía que conecta el Treptower Park, en la margen derecha del Spree, con el pueblo de Stralau, en la izquierda. A mitad del túnel hay un punto de mantenimiento, poco más que una arcada empotrada. Ahí es donde el ferroviario encontró el cuerpo, envuelto en una lona vieja. Parece ser que la chica era cantante y solía participar en el programa de radio nocturno de la BdM, la Li ga de Mujeres alemanas. La noche de su desaparición había estado en los estudios de la Ma suren-Strasse y había cantado un solo, el himno de las Juventudes Hitlerianas, a las siete. El padre trabaja en la fábrica de la In dustria Aeronáutica Arado, en Brandenburg-Neuendorf, y había quedado en recogerla de camino a casa, a las ocho. Pero tuvo un pinchazo y se retrasó veinte minutos. Cuando llegó a los estudios, no había ni rastro de Christiane y, suponiendo que se habría ido a casa por sus propios medios, volvió a Spandau. Al ver que a las nueve y media seguía sin llegar, y después de llamar a sus mejores amigas, avisó a la policía.

Korsch miró a Illmann y luego a mí. Se alisó el pretencioso bigotillo y pasó a la siguiente hoja de la carpeta que tenía abierta delante.

– Zarah Lischka -leyó-. Edad, dieciséis años, de padres alemanes. Desaparecida el 6 de julio de 1938. Encontrado el cuerpo el 1 de agosto, en una alcantarilla del Tiergarten, cerca de Siegessäule. La familia vivía en la An tonstrasse, en Wedding. El padre trabaja en el matadero de la Lan dsbergerallee. La madre la envió a algunas tiendas de la Lin dowerstrasse, cerca de la estación del S-Bahn. El tendero recuerda haberla atendido. Compró cigarrillos, aunque ni su padre ni su madre fuman, un poco de Blueband y pan. Luego fue a la farmacia de al lado: El farmacéutico también la recuerda. Compró tinte para el pelo Schwarzkopf Extra Blonde.

«Seis de cada diez chicas alemanas lo usan», pensé casi automáticamente.

Era curioso la clase de estupideces que recordaba. No creo que pudiera decir mucho de lo que era realmente importante en el mundo, excepto lo que sucedía en la zona de los Sudetes alemanes: los disturbios y las conferencias de Praga. Quedaba por ver si lo único que de verdad importaba después de todo era lo que estaba sucediendo en Checoslovaquia.

Illmann apagó el cigarrillo y empezó a leer sus notas.

– La chica estaba desnuda y tenía señales de que le habían atado los pies y las manos. Le habían dado dos puñaladas en la garganta. Pero, además, había indicios de que también la habían estrangulado, posiblemente para hacerla callar. Es probable que estuviera inconsciente cuando el asesino le cortó la garganta. Las magulladuras seccionadas por las heridas lo indican así. Y algo interesante: a juzgar por la cantidad de sangre acumulada encontrada dentro de la nariz y en el pelo, así como por el hecho de que la ligadura de los pies estaba muy apretada, mi conclusión es que la chica estaba colgada cabeza abajo cuando le cortaron el cuello. Como un cerdo.