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Sonrió y nos quedamos callados un momento. Después, ella dijo:

– ¿Cree que habrá guerra?

Fijé la mirada en mi cerveza, como si esperara que la respuesta flotara hasta la superficie. Me encogí de hombros y moví la cabeza.

– La verdad es que, últimamente, no he seguido de cerca los acontecimientos -dije, y le conté lo de Bruno Stahlecker y mi vuelta a la Kri po-. ¿Pero no tendría que ser yo quien preguntara? Como experta en psicología criminal, debería conocer mejor la mente del Führer que la mayoría de personas. ¿Diría usted que su comportamiento fue compulsivo o irresistible dentro de la definición del artículo 51 del código penal?

Ahora le tocó a ella buscar inspiración en la jarra de cerveza.

– La verdad es que no nos conocemos lo suficiente para mantener esta conversación, ¿no? -dijo.

– Supongo que no.

– No obstante, le diré algo -añadió, bajando la voz-. ¿Ha leído alguna vez Mein Kampj?

– ¿Ese curioso libro que dan gratis a todos los recién casados? Es la mejor razón para permanecer soltero que conozco.

– Bueno, yo lo he leído. Y una de las cosas que observé es que hay un pasaje, que se extiende a lo largo de siete páginas, en el cual Hitler hace repetidas referencias a las enfermedades venéreas y a sus efectos. Es más, llega a decir que la eliminación de esas enfermedades es la Ta rea, con mayúsculas, a la que se enfrenta la nación alemana.

– Cielo santo, ¿me está diciendo que es sifilítico?

– No le estoy diciendo nada. Solo le informo de lo que está escrito en el gran libro del Führer.

– Pero ese libro es de mediados de los años veinte. Si ha tenido el rabo al rojo vivo desde entonces, su sífilis debe de ser terciaria.

– Podría interesarle saber que muchos de los compañeros de Josef Kahn en el Herzeberge Asylum son hombres cuya demencia orgánica es consecuencia directa de su sífilis. Se pueden hacer y aceptar declaraciones contradictorias. El humor varía entre la euforia y la apatía y existe una inestabilidad emocional general. El tipo clásico se caracteriza por una euforia demencial, delirios de grandeza y rachas de paranoia extrema.

– Joder, lo único que se ha dejado fuera es ese estúpido bigote -dije. Encendí el cigarrillo y le di unas caladas, desanimado-. Por todos los cielos, cambiemos de tema. Hablemos de algo más alegre, como nuestro amigo el asesino en serie. ¿Sabe?, estoy empezando a comprender su punto de vista, de verdad. Quiero decir, son las jóvenes madres del futuro a quienes está matando. Más máquinas productoras de niños que serán nuevos miembros del partido. Yo, por mi parte, estoy totalmente a favor de esos productos secundarios de la civilización del asfalto de los que no dejan de hablar; las familias sin hijos con mujeres eugenésicamente inútiles, por lo menos, hasta que nos hayamos librado de este régimen de porras de goma. ¿Qué importa un psicópata más entre tantos?

– Está diciendo más de lo que cree -dijo-. Todos somos capaces de practicar la crueldad. Todos y cada uno de nosotros somos criminales latentes. La vida es solo una lucha para mantener una piel civilizada. Muchos asesinos sádicos descubren que solo de vez en cuando explotan. Peter Kurten, por ejemplo. Parecía ser un hombre con un carácter tan amable que nadie que lo conocía podía creer que fuera capaz de consumar los horribles crímenes que cometió.

Revolvió en su cartera de nuevo y, después de limpiar la mesa, puso un delgado libro azul entre nuestros dos vasos.

– Este libro es de Carl Berg, un patólogo forense que tuvo la oportunidad de estudiar detenidamente a Kurten después de su arresto. Conozco a Berg y respeto su trabajo. Fundó el Instituto de Medicina Legal y Social de Düsseldorf y durante un tiempo fue el funcionario médico legal del Tribunal Penal de la ciudad. Este libro, El sádico, es probablemente una de las mejores descripciones de la mente de un asesino que nunca haya sido escrita. Se lo puedo prestar, si quiere.

– Sí, muchas gracias.

– Le ayudará a comprender -dijo-. Pero para entrar en la mente de un hombre como Kurten, debería leer este.

Rebuscó de nuevo en la bolsa de libros.

– Les Fleurs du mal -leí-, de Charles Baudelaire. -Lo abrí y miré los versos-. ¿Poesía? -dije enarcando las cejas.

– Oh, no ponga esa cara de desconfianza, Kommissar. Le hablo totalmente en serio. Es una buena traducción y encontrará mucho más en él de lo que podría esperar, créame -dijo con una sonrisa.

– No he leído poesía desde que estudié a Goethe en la escuela.

– ¿Y qué opinaba de él?

– ¿Es que los abogados de Frankfurt son buenos poetas?

– Es una crítica interesante -dijo-. Bueno, esperemos que tenga mejor opinión de Baudelaire. Y ahora me temo que debo irme. -Se levantó y nos estrechamos la mano-. Cuando haya terminado con los libros puede devolvérmelos en el Instituto Goering, en la Bu dapesterstrasse. Estamos justo al otro lado de la calle, frente al acuario del Zoo. De verdad que me gustaría conocer la opinión de un detective sobre Baudelaire -dijo.

– Será un placer. Y usted puede decirme cuál es su opinión del doctor Lanz Kindermann.

– ¿Kindermann? ¿Conoce a Lanz Kindermann?

– En cierto modo.

Me contempló con una mirada crítica.

– ¿Sabe?, para ser un Kommissar de la policía, es usted una caja de sorpresas. De verdad que lo es.

7. Domingo, 11 de septiembre

Prefiero los tomates cuando aún les queda algo de verde. Entonces son dulces y firmes, con una piel lisa y fresca, del tipo que se escogería para una ensalada. Pero cuando un tomate tiene ya algo de tiempo, le salen unas cuantas arrugas y se va haciendo demasiado blando para cogerlo, incluso empieza a saber un poco agrio.

Lo mismo sucede con las mujeres. Solo que aquella era, quizás, un poco demasiado verde para mí y, posiblemente, demasiado fresca para su propio bien. De pie a mi puerta, me recorrió de norte a sur y de este a oeste con una mirada impertinente, como si tratara de calibrar mi destreza, o mi torpeza, como amante.

– ¿Sí? -dije-. ¿Qué quieres?

– Estoy haciendo una colecta para el Reich -explicó, jugando con los ojos. Me mostró una bolsa de tela, como para corroborar su historia-. El Programa de Ahorro del partido. Ah, el conserje me dejó entrar.

– Eso ya lo veo. ¿Qué quieres exactamente?

Enarcó una ceja al oír aquello y me pregunté si su padre pensaría que ya no era lo bastante pequeña como para darle una buena azotaina.

– Bueno, ¿qué tiene?

En su tono había mofa contenida. Era bonita, con un estilo entre mohíno y sensual. En ropa de calle habría pasado por una mujer de veinte años, pero con las dos coletas y vestida con las gruesas botas, la larga falda azul marino, la pulcra blusa blanca y la chaqueta marrón de cuero de la BdM no le eché más de dieciséis.

– Veré qué puedo encontrar -dije, un tanto divertido ante sus modales de adulta, que parecían confirmar lo que se oía decir a veces de las chicas de la BdM, que eran sexualmente promiscuas y que tenían tantas probabilidades de quedar embarazadas en el campamento de las Juventudes Hitlerianas como de aprender costura, primeros auxilios e historia del pueblo alemán-. Me parece que será mejor que entres.

Entró despacio, como si arrastrara una capa de armiño, y examinó de forma somera el recibidor. No pareció muy impresionada.

– Bonito lugar -murmuró.

Cerré la puerta y dejé el cigarrillo en el cenicero de encima de la mesita.

– Espera aquí -le dije.

Entré en el dormitorio y hurgué debajo de la cama en busca de la maleta donde guardaba camisas viejas y toallas desgastadas, por no hablar de todo el polvo y la pelusa de alfombras sobrante. Cuando me puse en pie, sacudiéndome la ropa, ella estaba apoyada en la puerta, fumándose mi cigarrillo. Insolente, lanzó un perfecto anillo de humo en mi dirección.