Ahora había incluso menos que decir que antes, pero sin embargo me quedé durante toda una hora, con la mano de Katia en la mía y tratando de tragarme el nudo que tenía en la garganta con la ayuda de varios vasos de schnapps.
– ¿Cómo lo lleva Heinrich? -dije, incómodo, mientras oía el inconfundible sonido del chico cantando en su habitación.
– Sigue sin hablar de ello -dijo Katia, y su dolor cedió un tanto frente a su incomodidad-. Creo que canta porque quiere evitar tener que hacer frente a lo que ha pasado.
– El dolor afecta a cada uno de forma diferente -dije, tratando de encontrar una excusa. Pero no pensaba que eso fuera en absoluto verdad. La prematura muerte de mi padre, cuando yo no era mucho mayor que Heinrich ahora, había llevado añadido, como inevitable corolario, la inexorable lógica de que yo mismo no era inmortal. Normalmente, no habría sido insensible a la situación de Heinrich-. Pero ¿por qué tiene que cantar eso?
– Se le ha metido en la cabeza que los judíos tuvieron algo que ver con la muerte de su padre.
– Eso es absurdo.
Katia suspiró y sacudió la cabeza.
– Ya se lo he dicho, Bernie. Pero no quiere escuchar.
Al salir, me detuve a la puerta del chico, escuchando su joven y fuerte voz.
– «Cargad las armas y afilad los cuchillos. Matemos a esos bastardos judíos que envenenan nuestras vidas.»
Por un momento me sentí tentado de abrir la puerta y darle un buen puñetazo en la mandíbula a aquel joven matón. Pero ¿de qué serviría? ¿De qué servía hacer nada salvo dejarlo en paz? Hay muchas maneras de huir de lo que uno teme, y el odio no es una de las menos importantes.
8. Lunes, 12 de septiembre
Una insignia, una licencia, un despacho en el tercer piso y, salvo por el número de uniformes de las SS que había por todas partes, casi parecía que hubieran vuelto los viejos tiempos. Lástima que no hubiera muchos recuerdos felices, pero la felicidad nunca había sido una emoción abundante en el Alex, a menos que tu idea de una fiesta fuera trabajarte un riñón con la pata de una silla. Un par de veces, hombres que conocía de los viejos tiempos me paraban en el pasillo para saludarme y decirme que sentían mucho lo de Bruno. Pero sobre todo recibía la clase de miradas que saludarían a un enterrador en la sala de enfermos de cáncer.
Deubel, Korsch y Becker estaban esperándome en el despacho. Deubel estaba explicando a los oficiales a su mando la sutil técnica del puñetazo del cigarrillo.
– Exacto -decía-, cuando se va a meter el pito en el morro, le atizas un gancho. Una mandíbula abierta se rompe como si nada.
– Me alegra saber que la investigación criminal está a la altura de los tiempos modernos -dije al entrar-. Supongo que eso lo aprendiste en los Freikorps, Deubel.
El hombre sonrió.
– Ha estado leyendo mi boletín escolar, señor.
– He estado leyendo muchas cosas -dije, sentándome a mi escritorio.
– A mí nunca me ha gustado mucho leer.
– Me sorprende.
– ¿Ha estado leyendo los libros de aquella mujer, señor? -dijo Korsch-. Los que explican la mente criminal.
– Sobre esta mente no hay mucho que explicar -dijo Deubel-. Es un lunático hijo de puta.
– Puede -dije-, pero no lo cogeremos con botas militares ni nudilleras de metal. Podéis olvidaros de los métodos habituales, el puñetazo del cigarrillo y cosas por el estilo. -Clavé los ojos en Deubel-. Un asesino como este es difícil de atrapar porque la mayor parte del tiempo parece un ciudadano normal y actúa como tal. Y sin ninguno de los distintivos de la criminalidad ni un motivo obvio, no podemos confiar en que algún informador nos ayude a encontrarle la pista.
El Kriminalassistent Becker, cedido por la sección VB 3, Antivicio, hizo un gesto de desacuerdo con la cabeza.
– Si me perdona, señor -dijo-, eso no es del todo cierto. En lo que respecta a las desviaciones sexuales, hay unos cuantos informadores. Tapaculos y ninfas en su mayoría, es verdad, pero de vez en cuando cumplen.
– Apuesto a que sí -murmuró Deubel.
– De acuerdo -dije-. Hablaremos con ellos. Pero antes hay dos aspectos en este caso que quiero que todos examinemos. Uno es que las chicas desaparecen y sus cuerpos se encuentran en cualquier parte de la ciudad. Bien, eso indica que nuestro asesino va en coche. El otro aspecto es que, por lo que yo sé, no hemos recibido ningún informe de nadie que haya presenciado el rapto de una víctima. Nadie ha informado de haber visto cómo arrastraban a una chica, chillando y dando patadas, hasta la parte de atrás de un coche. Eso me parece una señal de que quizá fueran voluntariamente con el asesino. Que no tuvieran miedo. Ahora bien, es improbable que todas lo conocieran, pero sí que es posible que confiaran en él por lo que era.
– Un sacerdote, quizá -dijo Korsch- o un jefe de las Juventudes.
– O un poli -dije-. Es muy posible que sea cualquiera de esas cosas… o todas ellas.
– ¿Cree que podría ir disfrazado? -dijo Korsch.
Me encogí de hombros.
– Creo que no tenemos que cerrarnos a ninguna posibilidad. Korsch, quiero que compruebes todos los archivos para ver si puedes encontrar a alguien con un historial de agresiones sexuales y un uniforme, una iglesia o una matrícula de coche. -Vi cómo flaqueaba un poco-. Es un ingente trabajo, ya lo sé, así que he hablado con Lobbes, de la ejecutiva de la Kri po, y te asignará alguien para que te ayude. -Miré el reloj-. El Kriminaldirektor Müller le espera en VC 1 dentro de unos diez minutos, así que será mejor que se marche.
– ¿No se sabe nada todavía de la Han ke? -le pregunté a Deubel, después de marcharse Korsch.
– Mis hombres han mirado por todas partes -dijo-: terraplenes del ferrocarril, parques, solares… Hemos dragado el canal Teltow dos veces. No hay mucho más que podamos hacer. Encendió un cigarrillo e hizo una mueca-. Ya estará muerta. Todo el mundo lo sabe.
– Quiero que lleve a cabo una investigación puerta a puerta por toda la zona en donde desapareció. Hable con todo el mundo, y eso quiere decir todo el mundo, incluyendo sus compañeras de colegio. Alguien tiene que haber visto algo. Llévese algunas fotografías para refrescarles la memoria.
– Si me permite decirlo, señor -gruñó-, ese es un trabajo para los chicos de uniforme de la Or po.
– Esos cabezas cuadradas son buenos para arrestar borrachos y chulos -dije-, pero este es un trabajo que requiere inteligencia. Eso es todo.
Con otra mueca, Deubel apagó el cigarrillo de una forma que decía claramente cuánto le gustaría que el cenicero fuera mi cara, y se arrastró a regañadientes fuera del despacho.
– Será mejor que tenga cuidado con lo que dice de la Or po, señor -dijo Becker-. Deubel es amigo de Daluege, el Maniquí. Estuvieron en el mismo regimiento de las Freikorps en Stettin.
Los Freikorps eran organizaciones paramilitares, formadas por ex soldados después de la guerra para destruir a los bolcheviques en Alemania y proteger las fronteras alemanas de la invasión de los polacos. Kurt Daluege, el Maniquí, era el jefe de la Or po.
– Gracias, he leído su expediente.
– Antes era un buen policía. Pero ahora trabaja sin matarse y luego se va a casa. Lo único que Eberhard Deubel quiere de la vida es durar lo suficiente para ver a su hija casada con el director del banco local.
– El Alex tiene muchos como él -dije-. Tú tienes hijos, ¿verdad, Becker?
– Un hijo, señor -dijo orgulloso-. Norfried. Tiene casi dos años.
– Norfried, ¿eh? Eso suena muy alemán.
– Cosas de mi mujer, señor. Es una entusiasta de eso de los arios del doctor Rosenberg.