– ¿Y qué tal le sienta que trabajes en Antivicio?
– No hablamos mucho de lo que pasa en mi trabajo. Para ella soy solo un poli.
– Bien, háblame de esos informadores con desviaciones sexuales.
– Cuando estaba en la sección M2, la brigada de vigilancia de burdeles, solo utilizábamos a un par -explicó-. Pero en la de vigilancia de homosexuales, de Meisinger, los empleaban todo el tiempo; dependen de los informadores. Hace unos años había una organización de homosexuales llamada Liga de la Amis tad, con cerca de treinta mil miembros. Bien, Meisinger se hizo con la lista completa y, de vez en cuando, sigue presionando a alguno de ellos para conseguir información. También tiene confiscadas las listas de suscripción a diversas revistas pornográficas, así como los nombres de los editores. Podríamos probar con un par de ellos, señor. Luego, también está el carrusel del Reichsführer Himmler. Es un fichero giratorio, eléctrico, con miles y miles de nombres, señor. Siempre podríamos ver qué sale.
– Suena como algo que usaría una adivina gitana.
– Se dice que Himmler le tiene mucho apego a esa mierda.
– ¿Y qué hay de un hombre al que le guste tirarse a alguien? ¿Dónde están todas las fulanas de la ciudad ahora que se han cerrado los burdeles?
– En los salones de masaje. Si quieres metérsela a una chica, tienes que dejarle que primero te frote la espalda. Kuhn, el jefe de la M 2, no se mete mucho con ellos. ¿Quiere preguntarle a unas cuantas putas si han tenido que dar masajes a algún sonado últimamente, señor?
– Se me ocurre que es un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar.
– Necesitaremos una orden E de búsqueda de personas desaparecidas.
– Será mejor que vaya y consiga una, Becker.
Becker era alto, con unos ojos azules, pequeños y cansados, el pelo escaso y amarillo que parecía un sombrero de paja, una nariz perruna y una sonrisa burlona, casi maníaca. Era la suya una cara de aspecto cínico, y esa era exactamente su personalidad. En la conversación diaria de Becker había más blasfemias contra la divina belleza de la vida que las que se encontrarían entre una manada de hienas famélicas.
Entendiendo que todavía era demasiado temprano para el negocio del masaje, decidimos probar con la brigada de libros porno, y desde el Alex fuimos hacia el sur, a Hallesches Tor.
El Wende Hoas era un edificio alto y gris cercano al ferrocarril S-Bahn. Subimos al último piso donde, con su sonrisa de maníaco bien perfilada, Becker abrió una de las puertas de una patada.
Un hombrecillo regordete y remilgado con monóculo y bigote levantó los ojos desde su silla y sonrió nerviosamente al vernos entrar en su despacho.
– Ah, Herr Becker -dijo-. Entre, entre… Oh, veo que ha traído un amigo. Excelente.
No había mucho espacio en la habitación, que olía a moho. Enormes pilas de libros y revistas rodeaban el escritorio y el archivador. Cogí una revista y empecé a ojearla.
– Hola, Helmut -dijo Becker con una risita, cogiendo otra revista. Gruñía de satisfacción mientras iba pasando las páginas-. Es guarro de verdad -dijo volviendo a reír.
– Sírvanse ustedes mismos, caballeros -dijo el hombre llamado Helmut-. Si están buscando algo especial, pídanlo. No lo duden.
Se recostó en la silla y sacó una caja de rapé del bolsillo de su sucio chaleco gris, que abrió con la sucia uña del pulgar. Tomó un pellizco, golosina que consumió de una forma tan ofensiva para el oído como cualquiera de los materiales impresos disponibles lo eran para la vista.
Con el máximo detalle ginecológico, pero muy mala fotografía, la revista que yo estaba mirando estaba dedicada en parte a textos destinados a poner a prueba los botones de la bragueta. Si había que creerlos, las jóvenes enfermeras alemanas copulaban sin pensárselo más que cualquier gata callejera.
Becker tiró su revista al suelo y cogió otra.
– «La noche de bodas de la virgen» -leyó.
– No es de su estilo, Herr Becker -dijo Helmut.
– ¿«Historia de un consolador»?
– Esa no está nada mal.
– «Violada en el U-Bahn.»
– Ah, esa sí que es buena. Sale una chica con la almeja más jugosa que he visto en mi vida.
– Y has visto unas cuantas, ¿eh, Helmut?
El hombre sonrió con modestia, mirando por encima del hombro de Becker mientras prestaba una mayor atención a las fotos.
– Muy parecida al tipo de chica del piso de al lado, ¿no cree?
Becker soltó un gruñido.
– Si da la casualidad de que vives al lado de la caseta de una perra en celo.
– Ah, muy bueno. -Helmut se echó a reír y empezó a limpiarse el monóculo. Al hacerlo, una mecha larga y muy gris de su lacio pelo castaño se despegó de la mal disimulada calva, como un edredón que resbala de la cama, y quedó colgando con un aspecto ridículo al lado de una de sus rojas orejas translúcidas.
– Estamos buscando a un hombre que disfruta mutilando a chicas jóvenes -dije-. ¿Tendrías algo a medida de los gustos de ese tipo de persona?
Helmut sonrió y negó con la cabeza con aire triste.
– No, señor, me temo que no. No nos interesa mucho trabajar para el sector sádico del mercado. Dejamos las palizas y la brutalidad para otros.
– Y una puta mierda -dijo Becker sarcástico.
Probé a abrir el archivador, pero estaba cerrado con llave.
– ¿Qué tienes ahí?
– Algunos papeles, señor, la caja para los gastos pequeños, los libros de contabilidad… cosas así. Nada que pueda interesarle, creo.
– Ábrelo.
– De verdad, señor, no hay nada que tenga interés ahí. -Las palabras se le helaron en los labios cuando vio el mechero en mi mano. Le di a la ruedecilla y lo coloqué debajo de la revista que había estado leyendo. Ardió con una lenta llama azul.
– Becker, ¿cuánto dirías que valía esta revista?
– Bueno, señor, son caras. Diez Reichsmarks cada una, por lo menos.
– Lo que hay en esta ratonera debe valer como mínimo un par de miles.
– Por lo menos. Qué lástima si hubiera un incendio.
– Espero que lo tenga asegurado.
– ¿Quiere ver dentro del archivador? -dijo Helmut-. Solo tenía que decirlo.
Le entregó la llave a Becker mientras yo dejaba caer la revista en llamas, sin causar ningún daño, dentro de la papelera de metal.
No había nada en el cajón de arriba aparte de una caja de dinero, pero en el de abajo había otro montón de revistas pornográficas. Becker cogió una y pasó la portada.
– «El sacrificio de la virgen» -dijo leyendo el títular-. Eche una ojeada a esto, señor.
Me mostró una serie de fotografías que representaban la degradación y castigo de una chica, que parecía en edad de estar en secundaria, a manos de un hombre viejo y feo que llevaba un tupé que no le iba bien. Los verdugones que su bastón había dejado en las nalgas desnudas de la chica parecían muy reales.
– Repugnante -dije.
– Compréndanlo, yo solo soy el distribuidor -dijo Helmut, sonándose con un pañuelo mugriento-; no las hago yo.
Una de las fotos era especialmente interesante. En ella la chica desnuda estaba atada de pies y manos y yacía en el altar de una iglesia como si fuera un sacrificio humano. Le habían penetrado la vagina con un enorme pepino. Becker miró con ferocidad a Helmut.
– Pero sabes quién las produce, ¿verdad?
Helmut solo permaneció en silencio hasta que Becker lo agarró por el cuello y lo abofeteó en la boca.
– Por favor, no me pegue.
– Probablemente te gusta, asqueroso pervertido -dijo con un gruñido, empezando a disfrutar de la tarea-. Venga, cuéntamelo a mí o se lo contarás a esto.
Sacó una corta porra de goma del bolsillo y la apretó contra la cara de Helmut.
– Es Poliza -gritó Helmut.
Becker le estrujó la cara.