– Repítelo.
– Theodor Poliza. Es un fotógrafo. Tiene un estudio en la Schif fbauerdamm, al lado del Teatro de la Co media. Él es quien buscan.
– Si nos has mentido, Helmut -dijo Becker incrustándole la porra en la mejilla-, volveremos. Y no prenderemos fuego solo a todo este material, sino a ti también. Espero que lo hayas entendido.
Lo apartó de un empujón.
Helmut se llevó el pañuelo a la boca que le sangraba.
– Sí, señor -dijo-, lo he entendido.
Una vez fuera, escupí en la cuneta.
– Te deja un repugnante sabor en la boca, ¿no es verdad, señor? Me alegro de no tener una hija, de verdad que sí.
Me hubiera gustado decir que estaba de acuerdo con él. Solo que no lo estaba.
Cogimos el coche y nos dirigimos hacia el norte.
¡Qué ciudad era aquella para los edificios públicos, tan inmensos como montañas de granito gris! Los construían así de grandes para recordarte la importancia del Estado y la comparativa insignificancia del individuo. Es justo la muestra de cómo empezó todo aquel asunto del nacionalsocialismo. Resulta difícil no sentirse apabullado por un gobierno, cualquier gobierno, que se aloja en unos edificios tan grandiosos. Y las largas y anchas avenidas que cruzaban rectas de un barrio a otro parecían no haber sido construidas para nada que no fueran columnas de soldados en marcha.
Recuperando rápidamente la estabilidad del estómago, le dije a Becker que detuviera el coche frente a una tienda de comida preparada en la Fri edrichstrasse y compré un plato de lentejas para cada uno. De pie en uno de los pequeños mostradores, contemplamos cómo las amas de casa berlinesas hacían cola para comprar salchichas, que descansaban enrolladas sobre el largo mostrador de mármol como si fueran los muelles oxidados de la suspensión de algún enorme automóvil, o brotaban de las paredes de azulejos en grandes manojos, como plátanos demasiado maduros.
Puede que Becker estuviera casado, pero no había perdido el gusto por las señoras e hizo algunos comentarios casi obscenos sobre la mayoría de las mujeres que entraron en la tienda mientras estuvimos allí. Y yo no había pasado por alto que se había quedado con un par de revistas pornográficas. ¿Cómo podría no haberlo visto? No había tratado de esconderse. Abofetear a alguien, hacer que la boca le sangre, amenazarlo con una porra de goma, llamarlo repugnante degenerado y luego quedarse con algunas de sus revistas guarras; eso era lo que significaba estar en la Kri po.
Volvimos al coche.
– ¿Conoce a ese tal Poliza? -pregunté.
– Nos hemos visto -dijo-. ¿Qué puedo decirle de él, excepto que es una mierda pegada al zapato?
El Teatro de la Co media de la Schif fbauerdamm estaba en el lado norte del Spree; era una reliquia con una torre en su parte superior, ornamentado con tritones, delfines y un surtido de ninfas desnudas, todo de alabastro. El estudio de Poliza estaba en un sótano cerca de allí.
Bajamos unas escaleras y recorrimos un largo callejón. A la puerta del estudio de Poliza nos tropezamos con un hombre vestido con un blazer de color crema, unos pantalones verdes, un fular de seda verde lima y un clavel rojo. No se había ahorrado ningún detalle ni dinero en su apariencia, pero el efecto de conjunto era tan carente de gusto que parecía una tumba gitana.
Poliza nos lanzó una mirada y decidió que no estábamos allí para venderle un aspirador. No era gran cosa corriendo. Tenía un culo demasiado gordo, unas piernas demasiado cortas y probablemente unos pulmones demasiado endurecidos. Pero para cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba, ya estaba a unos diez metros callejón abajo.
– Cabrón de mierda -murmuró Becker.
La voz de la lógica tendría que haberle dicho a Poliza que estaba haciendo algo estúpido, que a Becker y a mí no iba a costarnos mucho atraparlo, pero debía de tenerla tan enronquecida por el miedo que le sonaría tan inquietantemente carente de atractivo como nosotros mismos.
Becker no contaba con ninguna voz de ese tipo, ronca o no. Gritándole a Poliza que se detuviera, echó a correr, con agilidad y potencia. Me esforcé por mantenerme a su lado, pero al cabo de solo unos pocos pasos me había sacado bastante delantera; algunos segundos más y habría alcanzado al hombre.
Entonces vi la pistola que llevaba en la mano, una Parabellum de cañón largo, y les chillé a los dos que se detuvieran.
Casi inmediatamente Poliza se paró en seco. Empezó a levantar los brazos como si quisiera taparse las orejas para no oír el ruido del disparo, volviéndose mientras caía y la sangre y un líquido acuoso brotaban, gelatinosos, del agujero de bala que tenía en el ojo, o en lo que quedaba de él.
Nos detuvimos al lado del cuerpo de Poliza.
– ¿Cuál es tu problema? -dije jadeando-. ¿Tienes callos? ¿Te aprietan los zapatos? ¿O pensabas que los pulmones no te aguantarían? Escucha Becker, te llevo diez años y podría haber atrapado a este tipo incluso vestido con un traje de buzo.
Becker suspiró y meneó la cabeza.
– Joder, lo siento, señor -dijo-. Solo quería darle en el brazo.
Miró contrito la pistola, casi como si no pudiera creerse que acababa de matar a un hombre.
– ¿Darle en el brazo? ¿A qué apuntabas, al lóbulo de la oreja? Escucha, Becker, cuando tratas de darle en un brazo a un tipo, a menos que seas Buffalo Bill, apuntas a las piernas, no tratas de hacerle un jodido corte de pelo. -Miré alrededor, incómodo, casi esperando que se hubiera reunido una muchedumbre, pero el callejón seguía vacío. Señalé la pistola con un gesto-. Además, ¿qué cañón es ese?
Becker levantó el arma.
– Una Parabellum de artillería, señor.
– Joder, ¿no has oído hablar de la Con vención de Ginebra? Esa pistola serviría para perforar buscando petróleo.
Le ordené que fuera a telefonear al furgón de la carne y, mientras no estaba, eché un vistazo al estudio de Poliza.
No había mucho que ver. Un surtido de instantáneas de entrepiernas abiertas secándose colgadas de una cuerda en el cuarto oscuro, un par de pilas de revistas como las que habíamos encontrado en el despacho de Helmut… nada que indicara que Poliza podía haber asesinado a las cinco chicas.
Cuando salí de nuevo vi que Becker había regresado con un policía de uniforme, un sargento. Los dos estaban mirando el cuerpo de Poliza como dos niños contemplando a un gato muerto en la cuneta; el sargento incluso empujaba el costado de Poliza con la punta de la bota.
– Justo a través de la ventana -le oí decir, con cierto tono de admiración-. Nunca creí que hubiera tanta gelatina ahí dentro.
– Qué porquería, ¿no? -dijo Becker sin mucho entusiasmo.
Los dos levantaron la mirada cuando me oyeron llegar.
– ¿Viene la furgoneta? -pregunté.
Becker asintió.
– Bien. Ya redactarás el informe más tarde. -Me dirigí al sargento-. Hasta que llegue, quédese aquí con el cuerpo, sargento.
Se enderezó.
– Sí, señor.
– ¿Has acabado de admirar tu labor?
– Señor -dijo Becker.
– Entonces, vámonos.
Volvimos al coche.
– ¿Adónde vamos?
– Me gustaría ir a un par de esos salones de masaje.
– Evona Wylezynska es con quien hemos de hablar. Es la dueña de varios salones. Se lleva el veinticinco por ciento de lo que sacan las chicas. Lo más probable es que esté en el que tiene en la Ric hard Wagner Strasse.
– ¿ La Ric hard Wagner Strasse? ¿Dónde diablos cae eso?
– Antes era la Se senheimerstrasse, que iba a dar a la Spre estrasse. Ya sabe, donde está la Ópera.
– Supongo que tenemos suerte de que a Hitler le guste la ópera en lugar del fútbol.
Becker sonrió. Conducir hasta nuestro destino pareció animarlo de nuevo.
– ¿Le importa que le haga una pregunta muy personal, señor?
– Adelante -dije encogiéndome de hombros-, pero si funciona, quizá tenga que meter la respuesta en un sobre y enviártela por correo.