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– Bueno, es esta: ¿alguna vez se ha tirado a una judía?

Lo miré, tratando de atraer su mirada, pero él mantuvo los ojos fijos en la carretera.

– No, no lo he hecho. Pero sin ninguna duda no fueron las leyes raciales las que me lo impidieron. Supongo que nunca he conocido a una que quisiera tirárseme a mí.

– ¿O sea que no pondría objeciones si tuviera la oportunidad?

– No creo que lo hiciera -dije, encogiéndome de hombros.

Me callé, esperando que él continuara, pero no lo hizo, así que dije:

– ¿A qué viene la pregunta?

Becker sonrió por encima del volante.

– Hay una putilla judía en ese masajeadero a donde vamos -dijo con entusiasmo-. Una auténtica bomba.Tiene una almeja que es como el interior de un congrio, como un largo músculo succionador; de la clase que puede tragarte como si fueras una sardinilla y lanzarte afuera por el culo. La mejor jodida almejilla que he probado nunca. -Cabeceó dubitativo-. No creo que haya nada mejor que una buena judía en su punto. Ni siquiera una negra, señor.

– No tenía ni idea de que fueras tan amplio de miras, Becker -dije-, ni tan cosmopolita. Joder, apuesto a que hasta has leído a Goethe.

Becker se echó a reír al oírme. Parecía haberse olvidado por completo de Poliza.

– Una cosa sobre Evona -dijo-. No hablará hasta que nos hayamos relajado un poco, usted ya me entiende. Beber algo, tomarnos las cosas con calma. Hacer como si no tuviéramos prisa. En cuando empecemos a actuar como un par de estirados oficiales, bajará las persianas y empezará a dar brillo a los espejos de las habitaciones.

– Bueno, hay mucha gente así en estos tiempos. Como yo digo, la gente no acercará los dedos al fuego si calcula que se está cocinando algo.

Evona Wylezynska era polaca, con un corte de pelo a lo garçonne, que olía ligeramente a aceite de la In dia, y lucía un escote peligroso como un abismo. Aunque solo era media tarde, llevaba una négligé de gasa de color de melocotón encima de una combinación de raso a juego y zapatillas de tacón alto. Recibió a Becker como si hubiera venido para devolverle el alquiler.

– Querídisimo Emil -ronroneó-. Cuánto tiempo sin venir por aquí. ¿Dónde has estado escondido?

– Ya no estoy en Antivicio -explicó, besándola en la mejilla.

– ¡Qué lástima! ¡Tan bien que lo hacías! -Me echó una mirada abrasiva, como si fuera algo que pudiera manchar la lujosa alfombra-. ¿Y quién es este que nos has traído?

– No pasa nada, Evona. Es un amigo.

– ¿Y este amigo tiene un nombre? ¿Y no sabe que tiene que quitarse el sombrero cuando entra en casa de una señora?

Dejé pasar el comentario y me quité el sombrero.

– Bernhard Gunther, Frau Wylezynska -dije, y le estreché la mano.

– Encantada de conocerte, cariño, de verdad.

Su voz lánguida, con un fuerte acento, parecía surgir de algún lugar al final de su corsé, cuyo sugerente contorno casi se podía adivinar por debajo de la combinación. Cuando esa voz llegaba al mohín de su boca, iba cargada con más provocación que el gatito de un marica. La boca también me estaba causando unos cuantos problemas. Era la clase de boca que puede devorar una cena de cinco platos en Kempinski sin que se le estropee el carmín, solo que en esta ocasión parecía ser yo el objeto de interés de sus glándulas gustativas.

Nos hizo entrar en una cómoda sala que no hubiera avergonzado a un abogado de Potsdam y fue hasta la enorme bandeja de las bebidas.

– ¿Qué van a tomar, caballeros? Tengo absolutamente de todo.

Becker soltó una risotada.

– De eso no hay ninguna duda -dijo.

Sonreí fríamente. Becker estaba empezando a irritarme. Pedí un whisky escocés y, al darme el vaso, los dedos de Evona rozaron los míos.

Tomó un sorbo de su propia bebida como si fuera una desagradable medicina que hay que tragar rápidamente y me arrastró hasta un enorme sofá de piel. Becker se rió entre dientes y se sentó en un sillón a nuestro lado.

– ¿Y qué tal está mi viejo amigo Arthur Nebe? -preguntó.

Observando mi sorpresa, añadió:

– Oh, sí, Arthur y yo nos conocemos desde hace muchos años. Desde 1920, en realidad, cuando se incorporó a la Kri po.

– Sigue más o menos igual que siempre -dije.

– Dile que venga a visitarme alguna vez. Puede invadirme gratis cuando quiera. O disfrutar de un agradable masaje. Sí, eso es. Dile que venga a darse un masaje; se lo daré yo misma.

Se rió con ganas ante la idea y encendió un cigarrillo.

– Se lo diré -le prometí, preguntándome si lo haría y si a ella le importaría en cualquier caso.

– Y tú, Emil, ¿quizá te apetecería un poco de compañía? ¿Quizá a los dos os apetecería un pequeño masaje?

Estaba a punto de abordar el verdadero objeto de nuestra visita, pero me encontré con que Becker ya estaba aplaudiendo y cloqueando de nuevo.

– Eso es -dijo-, relajémonos un poco. Seamos amables y simpáticos. -Me lanzó una mirada elocuente-. No tenemos ninguna prisa, ¿verdad, señor?

Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

– Siempre que no olvidemos lo que hemos venido a hacer -dije, procurando no quedar como un mojigato.

Evona Wylezynska se puso en pie y apretó un botón que había detrás de una cortina. Chasqueó la lengua, desaprobadora, y dijo:

– ¿Y por qué no olvidarlo absolutamente todo? Esa es la razón por la que la mayoría de mis caballeros vienen aquí, para olvidar sus preocupaciones.

Mientras estaba vuelta de espaldas, Becker frunció el ceño y negó con la cabeza. No estaba seguro de qué quería decirme.

Evona me puso la mano en la nuca y empezó a masajearme con unos dedos tan fuertes como las tenazas de un herrero.

– Hay mucha tensión aquí, Bernhard. -Me informó, seductora.

– No lo dudo. Tendría que ver de qué carro me hacen tirar en el Alex. Por no hablar del número de pasajeros que me han pedido que lleve.

Ahora me tocó a mí mirar significativamente a Becker. Luego cogí los dedos de Evona, los aparté de mi nuca y los besé amigablemente. Olían a jabón de yodo; hay mejores afrodisíacos olfativos que ese.

Las chicas de Evona entraron lentamente en la sala como una tropa de caballos de circo. Algunas llevaban solo combinaciones y medias, pero la mayoría iban desnudas. Tomaron posiciones alrededor de Becker y de mí y empezaron a fumar o a servirse bebidas, casi como si no estuviéramos allí en absoluto. Era más carne femenina de la que había visto en mucho tiempo, y tengo que admitir que mis ojos hubieran abrasado el cuerpo de cualquier mujer. Pero aquellas chicas estaban acostumbradas a que las miraran y permanecieron tranquilamente indiferentes a nuestras lascivas miradas. Una cogió una silla y, colocándola delante de mí, se sentó a horcajadas, de forma que me ofrecía una vista tan perfecta de sus genitales como pudiera haber deseado. Y para colmo se puso a flexionar las nalgas contra el asiento.

Casi inmediatamente Becker estaba de pie frotándose las manos como el más entusiasta de los vendedores ambulantes.

– Bueno, esto es estupendo, ¿verdad?

Rodeó con los brazos a un par de chicas, con la cara cada vez más roja por la excitación. Miró alrededor de la sala y, al no encontrar la cara que buscaba, dijo:

– Dime, Evona, ¿dónde está aquella encantadora máquina judía de fabricar niños que trabajaba para ti?

– Te refieres a Esther. Me temo que tuvo que marcharse.

Esperamos, pero no hubo señal alguna de que de la boca de Evona fuera a salir nada más que humo para ampliar lo que había dicho.

– ¡Es una verdadera lástima! -dijo Becker-. Le venía diciendo a mi amigo lo estupenda que era. -Se encogió de hombrós-. No importa. Hay muchas más en el lugar de donde vino, ¿no?

Haciendo caso omiso de la expresión de mi cara y todavía apoyándose en las dos prostitutas como si estuviera borracho, se dio la vuelta y se dirigió por el pasillo hasta una de las habitaciones, dejándome solo con las demás chicas.