Выбрать главу

– ¿Y cuáles son tus preferencias, Bernhard? -Evona chasqueó los dedos e hizo un gesto a una de las chicas para que se acercara-. Esta y Esther se parecen mucho -dijo, cogiéndola por el desnudo trasero y volviéndolo hacia mí, mientras lo acariciaba con la palma de la mano-. Tiene dos vértebras de más, así que el trasero le queda muy lejos de la cintura. Muy hermoso, ¿no cree?

– Muy hermoso -dije y, cortésmente, di un par de palmaditas en el trasero, frío como el mármol, de la chica-, pero para ser sincero, soy un tipo anticuado. Me gusta que una chica piense solo en mí y no en mi cartera.

– No, ya me parecía que no eras de esa clase -dijo Evona sonriendo. Le dio una palmada a la chica como si fuera su perro favorito-. Vamos, marchaos, todas.

Observé cómo salían disciplinadamente de la habitación y sentí algo que se acercaba mucho a la decepción por no parecerme más a Becker. Evona pareció darse cuenta de mi ambivalencia.

– No eres como Emil. A él le atrae cualquier chica que le muestre las uñas. Pienso que ese jodería con un gato con la espalda rota. ¿Qué tal la bebida?

– Perfecta -dije, haciéndola girar con efusión.

– Bueno, ¿hay algo más que pueda hacer por ti?

Noté la presión de su pecho en mi brazo y sonreí ante lo que se me ofrecía. Encendí un cigarrillo y la miré a los ojos.

– No finjas que te sientes desilusionada si te digo que busco información.

Sonrió, deteniendo sus avances, y alargó el brazo para coger su bebida.

– ¿Qué clase de información?

– Estoy buscando a un hombre, y antes de que te partas de risa por el chiste, el hombre que busco es un asesino con cuatro goles en su marcador.

– ¿Cómo puedo ayudarte? Yo llevo una casa de putas, no una agencia de detectives.

– No es raro que un hombre maltrate a una de tus chicas.

– Ninguno lleva guantes de seda, Bernhard, eso te lo puedo asegurar. Muchos se figuran que solo porque han pagado por el privilegio tienen licencia para arrancarle la ropa interior a una chica.

– Alguien que fuera más allá de lo que se considera un riesgo normal de la profesión, entonces. Puede que alguna de tus chicas haya tenido un cliente así. O sepa de alguien que lo haya tenido.

– Cuéntame algo más de tu asesino.

– No sé mucho -dije con un suspiro-. No sé su nombre ni dónde vive ni de dónde viene ni qué aspecto tiene. Lo que sí sé es que le gusta atar a las adolescentes.

– A muchos hombres les gusta atar a las chicas -dijo Evona-. No me preguntes qué le sacan a eso. Incluso hay algunos a quienes les gusta azotarlas, aunque yo no permito esa clase de cosas. Esa clase de cerdos tendrían que estar encerrados.

– Mira, cualquier cosa podría ayudarme. En este momento no tengo mucho en que apoyarme.

Evona se encogió de hombros y apagó el cigarrillo.

– ¡Qué diablos! -dijo-. Yo también fui adolescente una vez. Has dicho cuatro chicas.

– Puede que sean cinco. Todas entre quince y dieciséis años. Buenas familias y futuros brillantes hasta que ese maníaco las rapta, las viola, les corta el cuello y luego se deshace del cuerpo desnudo.

Evona estaba pensativa.

– Hubo algo -dijo con cautela-. Por supuesto, te darás cuenta de que es poco probable que el tipo de hombre que viene a mi casa o a cualquier casa como esta sea de la clase que se aprovecha de las adolescentes. Quiero decir, el objeto de un sitio como este es satisfacer las necesidades de un hombre.

Asentí, pero estaba pensando en Kürten y en cómo su caso desmentía lo que estaba diciendo. Decidí no insistir más.

– Como te he dicho, solo es una posibilidad muy remota.

Evona se levantó y se excusó un momento. Cuando volvió venía acompañada de la chica cuyo largo trasero me había visto obligado a admirar. Ahora llevaba una bata y parecía más nerviosa vestida que cuando estaba desnuda.

– Esta es Helene -dijo Evona sentándose de nuevo-. Helene, siéntate y cuéntale al Kommissar lo del hombre que trató de matarte.

La chica se sentó en la silla donde había estado Becker. Era bonita, con un aire cansado, como si no durmiera lo suficiente o tomara algún tipo de droga. Casi sin atreverse a mirarme a la cara, se mordisqueaba el labio y tiraba de una mecha de su largo pelo rojo.

– Vamos, adelante -la animó Evona-. No te comerá. Eso pudo hacerlo antes.

– Al hombre que buscamos le gusta atar a las chicas -le dije, inclinándome hacia adelante para alentarla-. Luego las estrangula o les corta el cuello.

– Lo siento -dijo al cabo de un minuto-. Esto me resulta difícil. Quería olvidarlo todo, pero Evona dice que han asesinado a unas adolescentes. Quiero ayudarle, de verdad que quiero, pero me cuesta.

Encendí un cigarrillo y le ofrecí el paquete. Lo rechazó con un gesto de la cabeza.

– Tómate el tiempo que necesites, Helene -dije-. ¿Es de un cliente de quien hablas? ¿Alguien que vino a darse un masaje?

– No tendré que declarar en un tribunal, ¿verdad? No diré nada si eso quiere decir ponerme de pie delante de un juez y decir que soy una chica de alterne.

– Al único que tendrás que decírselo será a mí.

La chica resopló sin demasiado entusiasmo.

– Bueno, usted parece de fiar, supongo. -Echó una mirada al cigarrillo que yo tenía en la mano-. ¿Puedo cambiar de opinión sobre ese pitillo?

– Claro -dije y le alargué el paquete.

La primera calada pareció galvanizarla. Se animó al ir contando la historia, un poco violenta y probablemente también un poco asustada.

– Una noche, hace alrededor de un mes, tuve un cliente. Le hice un masaje y cuando le pregunté si quería que se lo hiciera, me preguntó si podía atarme y que luego le hiciera un francés. Le dije que le costaría otros veinte y aceptó. Así que allí estaba yo, atada como un pollo al horno, después de hacerle el francés, y le pido que me desate. Me mira con esa expresión extraña en los ojos, me dice que soy una puta asquerosa o algo así. Bueno, ya estás acostumbrada a que los hombres te traten mal cuando has acabado, como si se sintieran avergonzados de sí mismos, pero vi que este era diferente, así que traté de mantener la calma. Entonces sacó el cuchillo y empezó a ponérmelo plano en el cuello, como si quisiera asustarme. Y yo estaba asustada, a punto de gritar hasta sacar los pulmones por la boca, solo que no quería espantarlo y que me cortara en aquel mismo momento y pensaba que quizá podría hablarle y convencerlo de que no lo hiciera.

Dio otra larga y trémula calada al cigarrillo.

– Pero fue como si eso fuera lo que esperaba para empezar a estrangularme, pensar que iba a ponerme a chillar, quiero decir. Me agarró por la garganta y empezó a asfixiarme. Si una de las otras chicas no hubiera entrado por equivocación, me hubiera borrado del mapa, de eso no hay ninguna duda. Las magulladuras del cuello me duraron casi una semana.

– ¿Qué pasó cuando entró la otra chica?

– Bueno, no estoy demasiado segura. Yo estaba más preocupada por volver a respirar que por ver que cogiera un taxi para regresar a casa sin problemas, ¿sabe qué quiero decir? Por lo que yo sé cogió sus cosas y salió echando pestes.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Llevaba uniforme.

– ¿Qué clase de uniforme? ¿Podrías ser más concreta?

– ¿Quién se cree que soy, Hermann Goering? Mierda, no sé qué clase de uniforme era.

– Veamos, ¿era verde, negro, marrón o qué? Venga, chica, piensa; es importante.

Dio una calada con rabia y sacudió la cabeza con impaciencia.

– Un uniforme viejo, del tipo que llevaban antes.

– ¿Quieres decir como un veterano de la guerra?

– Sí, algo así, solo que más… prusiano, supongo. Ya sabe, el bigote engominado, las botas de caballería. Ah, sí, me olvidaba. Llevaba espuelas.

– ¿Espuelas?

– Sí, como si fuera a montar a caballo.