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– No, no, no. No, ha cogido al hombre equivocado. Yo no sé absolutamente nada de esto. Por favor, tiene que creerme. Soy inocente.

– ¿Y qué hay de aquella chica que violaste en Dresde en 1931? Estuviste en chirona por aquello, ¿no es verdad, Gottfried? Como ves, he mirado tu historial.

– Fueron relaciones sexuales con una menor. La chica era menor de edad, eso es todo. Yo no lo sabía; ella dio su consentimiento.

– Veamos… ¿qué edad tenía: quince, dieciséis años? Es la misma edad de las chicas que han sido asesinadas. ¿Quién sabe?, a lo mejor es que te gustan jovencitas. Te avergüenzas de lo que eres y les transfieres tu culpabilidad a ellas. ¿Cómo pueden impulsarte a hacer esas cosas?

– No, no es verdad, le juro…

– ¿Cómo pueden ser tan repugnantes? ¿Cómo pueden provocarte de una forma tan desvergonzada?

– Basta, por amor de Dios.

– Inocente. No me hagas reír. Tu inocencia vale menos que la mierda de las cloacas, Gottfried. La inocencia es para los ciudadanos decentes, que respetan la ley, no para una rata de alcantarilla como tú que trata de estrangular a una chica en un salón de masaje. Ahora, siéntate y cierra la boca.

Se balanceó sobre los talones un momento y luego se dejó caer en la silla.

– No he matado a nadie -murmuró-; puede pensar lo que quiera, pero soy inocente, se lo juro.

– Puede que lo seas -dije-, pero me temo que no puedo hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos. Así que, inocente o no, tengo que encerrarte. Por lo menos hasta que compruebe lo que me has dicho.

Cogí la chaqueta y me dirigí a la puerta.

– Solo una pregunta más de momento -dije-. Supongo que no tendrás coche, ¿verdad?

– ¿Con lo que gano? Está usted de broma, ¿no?

– ¿Y qué hay de la camioneta de mudanzas? ¿Eres el chófer?

– Sí, soy el chófer.

– ¿La usas alguna vez por la noche?

No dijo nada. Me encogí de hombros y dije:

– Bueno, supongo que puedo preguntárselo a tu patrón.

– No está permitido, pero sí, a veces la cojo. Hago algún trabajo por mi cuenta, ya sabe, cosas así. -Me miró de frente-. Pero nunca la he usado para matar a nadie, si eso es lo que quiere sugerir.

– Pues no, no era eso, pero gracias por la idea.

Sentado en el despacho de Arthur Nebe, esperaba que acabara de hablar por teléfono. Tenía la cara seria cuando por fin colgó el aparato. Estaba a punto de decirle algo cuando se llevó un dedo a los labios, abrió el cajón del escritorio y sacó una cubretetera con la cual tapó el teléfono.

– ¿Para qué es eso?

– El teléfono está pinchado. Heydrich, supongo, pero nunca se sabe. Con la cubretetera nuestra conversación será privada. -Se recostó en la silla, bajo un retrato del Führer, y dejó escapar un largo y cansado suspiro-. Era uno de mis hombres que llamaba desde Berchtesgaden -dijo-. Las conversaciones de Hitler con el primer ministro británico no parecen ir demasiado bien. No creo que a nuestro amado canciller del Reich le importe si hay guerra con Inglaterra o no. No está haciendo ni una sola concesión. Por supuesto que esos alemanes de los Sudetes le importan una mierda. Ese asunto del nacionalismo es solo una tapadera. Todo el mundo lo sabe; lo que de verdad quiere es toda esa industria pesada austrohúngara. La necesitará si va a librar una guerra europea. Dios, cómo desearía que tuviera que lidiar con alguien más fuerte que Chamberlain. Vino con su paraguas, ¿sabe? Ese banquerillo de los huevos.

– ¿De verdad crees eso? Yo diría que el paraguas denota un hombre sensato. ¿Puedes llegar a imaginar siquiera que Hitler o Goebbels consiguieran excitar a una muchedumbre de hombres con paraguas? Es la misma absurdidad de los británicos lo que hace que sea tan difícil radicalizarlos, y la razón por la que tendríamos que envidiarlos.

– Es una bonita idea -dijo sonriendo con aire pensativo-. Pero háblame de ese tipo que has arrestado. ¿Crees que podría ser nuestro hombre?

Dejé que mi mirada vagara por la habitación unos segundos, esperando encontrar una convicción mayor en las paredes o el techo, y luego alcé las manos casi como si quisiera negar la presencia de Gottfried Bautz en una celda del sótano.

– Desde un punto de vista circunstancial, podría encajar en el molde. -Me concedí un único suspiro-. Pero no hay nada que lo relacione definitivamente con los crímenes. La cuerda que encontramos en su habitación es del mismo tipo que la usada para atar los pies de una de las chicas, pero es un tipo muy corriente de cuerda; nosotros usamos la misma aquí en el Alex.

»Un retazo de tela que encontramos debajo de su cama podría estar manchado de sangre de una de las víctimas; pero también podría ser sangre menstrual, como él asegura. Tiene acceso a una camioneta en la cual podría haber transportado y matado a sus víctimas con relativa facilidad. Tengo a unos cuantos agentes comprobándola minuciosamente, pero hasta ahora parece estar tan limpia como las manos de un dentista.

»Y luego, por supuesto, está su historial. Lo encerramos ya una vez por abusos sexuales; por tener relaciones sexuales con una menor. Más recientemente, es probable que tratara de estrangular a una prostituta a la que primero había convencido para que se dejara atar. Así que podría encajar en las características psicológicas del hombre que estamos buscando. -Cabeceé dubitativo-. Pero son más «podría ser» que los de ese Fritz Lang de los cojones. Lo que yo quiero son pruebas reales.

Nebe asintió dándose por enterado y puso los pies sobre el escritorio. Uniendo las puntas de los dedos, dijo:

– ¿Podrías elaborar una acusación en regla? ¿Hacer que se venga abajo?

– No es estúpido. Llevará tiempo. No soy un interrogador tan bueno y no estoy dispuesto a tomar ningún atajo. Lo último que quiero en este asunto es tener unos cuantos dientes rotos en la hoja de cargos. Es así como Josef Kahn logró que lo soltaran y lo enviaran a la casa de los grillos.

Cogí un cigarrillo americano del paquete que Nebe tenía en el escritorio y lo encendí con un enorme mechero de mesa en bronce, un regalo de Goering. El primer ministro siempre estaba regalando mecheros a quienes le habían rendido algún pequeño servicio. Los utilizaba igual que las niñeras utilizan los caramelos.

– Por cierto, ¿ya lo han soltado?

En la cara de Nebe apareció un gesto dolorido.

– No, todavía no -dijo.

– Ya sé que se considera un detalle sin importancia, eso de que no haya matado a nadie, pero ¿no crees que ya sería hora de que lo dejaran libre? Aún nos quedan algunos principios, ¿no?

Se levantó y dio la vuelta al escritorio hasta quedar delante de mí.

– Esto no te va a gustar, Bernie -dijo-. Igual que no me gusta a mí.

– ¿Por qué tendría que ser esto una excepción? Me imagino que la única razón de que no haya espejos en los lavabos es que así nadie puede mirarse a la cara. No van a soltarlo, ¿verdad?

Nebe se apoyó contra el borde del escritorio, cruzó los brazos y fijó la mirada en sus botas durante unos segundos.

– Peor todavía, me temo. Ha muerto.

– ¿Qué pasó?

– ¿Oficialmente?

– Puedes probar.

– Josef Kahn se quitó la vida en un momento de desequilibrio mental.

– Sí, eso sonaría muy bien. Pero tú sabes que no fue así, ¿verdad?

– No sé nada con certeza -se encogió de hombros-. Así que llámalo conjeturas con un cierto fundamento. Oigo cosas, leo cosas y llego a unas cuantas conclusiones razonables. Naturalmente, en tanto que Reichskriminaldirektor, tengo acceso a todo tipo de órdenes secretas del Ministerio del Interior. -Cogió un cigarrillo y lo encendió-. Por lo general, van camufladas bajo todo tipo de términos burocráticos que suenan inocuos. Bien, en este momento hay medidas para formar un nuevo comité que investigue las enfermedades constitucionales graves…