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– ¿Te refieres a la que padece este país ahora?

– … con el objeto de fomentar «la eugenesia activa, de acuerdo con las ideas del Führer en este terreno». -Señaló con el cigarrillo al retrato que colgaba en la pared detrás de él-. Siempre que leas la expresión «las ideas del Führer en este terreno», sabes que tienes que coger tu releído ejemplar de su libro. Y allí descubrirás que habla de utilizar los medios médicos más modernos de que disponemos para impedir que los enfermos mentales y los degenerados físicos contaminen la salud futura de la raza.

– ¿Y eso qué coño significa?

– Yo había supuesto que significaba que a esos desgraciados se les impediría tener hijos. Y eso parece sensato, ¿no crees? Quiero decir que, si son incapaces de cuidar de sí mismos, apenas pueden estar en disposición de criar y educar a sus hijos.

– No parece que eso haya impedido la existencia de los jefes de las Juventudes Hitlerianas.

Nebe contuvo una carcajada y volvió a sentarse en la silla detrás del escritorio.

– Vas a tener que vigilar esa boca, Bernie -dijo divertido a medias.

– Ve a la parte cómica.

– Bueno, es esta. Una serie de informes recientes, quejas si quieres, presentadas a la Kri po por familiares de gente que está en instituciones me lleva a suponer que ya se está practicando de forma oficiosa algún tipo de eutanasia.

Me incliné hacia adelante y me llevé la mano al puente de la nariz.

– ¿No tienes nunca dolores de cabeza? A mí me dan dolores de cabeza. Es el olor lo que los provoca. La pintura huele mal y también el formaldehído del depósito de cadáveres. Pero lo peor son esos lugares podridos con olor a meados que te encuentras donde los lelos y los tipos raros duermen como pueden. Es un olor que recuerdo en mis peores pesadillas. ¿Sabes, Arthur?, pensaba que conocía todos los malos olores de esta ciudad; pero ese es el de la mierda del mes pasado frita con unos huevos de hace un año.

Nebe abrió otro cajón y sacó una botella y dos vasos. Se dirigió a la mesa y no dijo nada mientras servía un par de tragos largos.

Me lo eché al coleto y esperé a que el fiero espíritu buscara lo que quedaba de mi corazón y mi estómago. Asentí y dejé que me sirviera otro trago.

– Justo cuando piensas que las cosas no pueden ir a peor -dije-, descubres que siempre han sido mucho peores de lo que pensabas. Y entonces van y empeoran todavía más. -Vacié el segundo vaso y luego contemplé su forma vacía-. Gracias por decírmelo sin rodeos, Arthur. -Hice un esfuerzo para ponerme de pie-. Y gracias por el reconstituyente.

– Por favor, tenme informado sobre tu sospechoso -dijo-. Quizá tendrías que considerar la posibilidad de hacer que un par de tus hombres se turnen con él, al estilo del policía bueno y el policía malo. Nada de malos tratos, solo un poco de la anticuada presión psicológica. Ya sabes a lo que me refiero. Por cierto, ¿qué tal te llevas con tu equipo? ¿Todo va bien en ese terreno, sin resentimientos ni nada por el estilo?

Podría haberme vuelto a sentar para darle una lista de fallos más larga que una reunión del partido, pero la verdad es que él no la necesitaba. Yo sabía que en la Kri po había cien polis peores que los tres que yo tenía en mi grupo. Así que me limité a hacer un gesto de asentimiento y decir que todo iba bien.

Pero al llegar a la puerta del despacho de Nebe me detuve y pronuncié ciertas palabras automáticamente, sin ni siquiera pensarlo. Lo dije, y no por obligación, en respuesta a otra persona, en cuyo caso podría haberme consolado con la excusa de que solo trataba de pasar desapercibido y evitar problemas. Yo lo dije primero.

– ¡Heil Hitler!

– ¡Heil Hitler!

Nebe no levantó los ojos de lo que estaba escribiendo cuando masculló su respuesta, así que no pudo ver la expresión de mi cara. No podría decir qué aspecto tendría, pero, fuera cual fuera, nacía de que acababa de comprender que la única queja de verdad que tenía en el Alex era contra mí mismo.

10. Lunes, 19 de septiembre

Sonó el teléfono. Me arrastré desde el otro lado de la cama y contesté. Seguía tratando de saber qué hora era mientras Deubel hablaba. Eran las dos de la madrugada.

– Repítelo, por favor.

– Creemos que hemos encontrado a la chica desaparecida, señor.

– ¿Muerta?

– Como un ratón en una ratonera. Todavía no hay una identificación oficial, pero tiene el mismo aspecto que todas las demás, señor. He llamado al profesor Illmann. Viene de camino.

– ¿Dónde está, Deubel?

– En la Zoo Bah nhof.

El tiempo seguía templado cuando bajé al coche y abrí la ventanilla para disfrutar del aire de la noche y para acabar de despertarme. Para todo el mundo, excepto para Herr y Frau Hanke, que dormían en su casa de Steglitz, prometía ser un bonito día.

Conduje a lo largo de la Kur fürstendamm, con sus tiendas de formas geométricas y luces de neón, y giré hacia el norte por la Jo achimstaler Strasse, en cuyo extremo se levantaba el gran invernadero luminoso que era la estación del Zoo. Frente a ella había varios coches de la policía, una ambulancia innecesaria y unos cuantos borrachos que seguían empeñados en alargar la fiesta y a los que un poli de uniforme iba apartando.

Una vez dentro, crucé el vestíbulo central, donde se encontraban las taquillas, y me dirigí hacia la barrera que la policía había levantado frente a la zona de objetos perdidos y la consigna de equipajes. Mostré la placa a los dos hombres que vigilaban la barrera y seguí andando. Al dar la vuelta a una esquina, Deubel se me acercó.

– ¿Qué tenemos? -pregunté.

– El cuerpo de una chica dentro de un baúl, señor. A juzgar por el aspecto y el olor lleva ahí bastante tiempo. El baúl estaba en la consigna.

– ¿El profesor ha llegado?

– El y el fotógrafo. No han hecho mucho más que echarle una mirada. Queríamos esperar a que llegara usted.

– Me conmueve vuestra amabilidad. ¿Quién encontró los restos mortales?

– Yo, señor, junto con uno de los sargentos de uniforme de mi brigada.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hizo? ¿Consultó a un médium?

– Hubo una llamada anónima, señor, al Alex. El que llamó le dijo al sargento de guardia dónde encontrar el cuerpo y él se lo dijo a mi sargento. Él me llamó y vinimos directamente aquí. Localizamos el baúl, encontramos a la chica y le llamamos a usted.

– Una llamada anónima, dices. ¿A qué hora fue eso?

– Hacia las doce. Estaba a punto de acabar mi turno.

– Querré hablar con el hombre que recibió la llamada. Será mejor que compruebes que no acabe su turno y se marche, por lo menos hasta que haya redactado su informe. ¿Cómo has entrado aquí?

– El jefe de estación nocturno, señor. Guarda las llaves en su despacho cuando cierran la consigna. -Deubel señaló a un hombre gordo, de aspecto grasiento, que estaba de pie a unos metros de distancia, mordiéndose la piel de la palma de la mano-. Es aquel de allí.

– Parece que no le estamos impidiendo irse a cenar. Dile que quiero los nombres y direcciones de todos los que trabajan en esta sección y de la hora en que empiezan a trabajar por la mañana. Sea cual sea su horario de trabajo, quiero verlos a todos aquí a la hora normal de abrir, con todos sus informes y papeles.

Me concedí un momento, para armarme de valor para afrontar lo que venía a continuación.

– Vamos -dije-, llévame a donde está.

En la consigna de equipajes, Hans Illmann, sentado en un bulto grande con la etiqueta de «Frágil», fumaba uno de sus pitillos liados a mano y observaba cómo el fotógrafo de la policía preparaba el flan y el trípode con la cámara.

– Ah, el Kommissar -dijo mirándome y poniéndose de pie-. No hace mucho que hemos llegado y sabía que querrías que te esperáramos. La cena está un poco pasada, así que necesitarás esto. -Me dio un par de guantes de goma y luego miró, displicente, a Deubel-. ¿Nos acompaña a la mesa, inspector?