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Deubel hizo una mueca.

– Prefiero no hacerlo, si no le importa, señor. Normalmente lo haría, pero tengo una hija de esa edad…

Asentí.

– Será mejor que vayas y despiertes a Becker y Korsch y hagas que vengan aquí. No veo razón alguna de que seamos los únicos en tener que dejar la fiesta.

Deubel dio media vuelta para marcharse.

– Ah, inspector -dijo Illmann-, ¿podría pedir a uno de nuestros amigos de uniforme que consiga algo de café? Trabajo bastante mejor cuando estoy despierto. Además, necesitaré a alguien que tome notas. ¿Cree que su sargento puede escribir de forma legible?

– Supongo que sí, señor.

– Inspector, la única suposición que es posible hacer sin peligro respecto a los niveles de educación que prevalecen en la Or po es la que afirma que un hombre sabrá rellenar un boleto de apuestas. Averígüelo, si no le importa. Preferiría hacerlo yo mismo a tener que descifrar más tarde los garabatos cirílicos de una forma de vida más primitiva.

– Sí, señor.

Deubel sonrió fríamente y se marchó a cumplir las órdenes.

– No pensé que fuera tan sensible -comentó Illmann, mirando cómo se iba-. Imagina un detective que no quiere ver el cuerpo. Es como si un bodeguero rehusara probar el borgoña que está a punto de comprar. Inimaginable. ¿De dónde diablos sacas a esos soplapollas?

– Fácil. Hacen una redada y reclutan a todos los que llevan pantalones de cuero. Es lo que los nazis llaman selección natural.

En el suelo, al fondo de la sala, descansaba el baúl que contenía el cuerpo, cubierto con una sábana. Acercamos un par de bultos grandes y nos sentamos.

Illmann retiró la sábana y el olor a cubil de animal que se alzó para saludarme me hizo estremecer y volver la cara automáticamente hacia el aire más respirable que había a mi espalda.

– Sí, no hay duda -murmuró-, ha hecho mucho calor este verano.

Era un baúl de gran tamaño, hecho con cuero azul de buena calidad, con cerrojos y tachuelas de bronce, del tipo que se ven cuando los cargan en esos transatlánticos de lujo que navegan de Hamburgo a NuevaYork. Para su solitaria ocupante, una chica desnuda de unos dieciséis años, solo había una clase de viaje, la clase más definitiva, en la que poder embarcarse. Envuelta en parte en lo que parecía un trozo de tela de cortina marrón, yacía boca arriba con las piernas dobladas hacia la izquierda y un seno desnudo arqueándose hacia arriba como si hubiera algo debajo de ella. La cabeza describía un ángulo imposible en relación con el resto del cuerpo, la boca abierta y casi sonriente, los ojos medio cerrados y, salvo por la sangre incrustada en los orificios de la nariz y la cuerda que le rodeaba los tobillos, casi podría haberse pensado que la chica estaba empezando a despertarse de un largo sueño.

El sargento Deubel, un tipo fornido con menos cuello que un tarro de confitura y un pecho que parecía un saco de arena, llegó con un cuaderno y un lápiz y se sentó un poco separado de Illmann y de mí, chupando un caramelo, con las piernas cruzadas con aire casi desenfadado, visiblemente indiferente a lo que teníamos delante.

Illmann le echó una mirada, calibrándolo, y luego hizo un gesto asintiendo, antes de empezar a describir lo que veía.

– Adolescente, mujer -dijo con solemnidad-, de unos dieciséis años, desnuda y yacente dentro de un baúl de gran tamaño y manufactura de calidad. El cuerpo está parcialmente cubierto con un tejido de cretona marrón y los pies están atados con un trozo de cuerda.

Hablaba lentamente, con pausas entre las frases para que el sargento tuviera tiempo de escribir lo que decía.

– Una vez retirada la tela del cuerpo, se revela que la cabeza está casi totalmente seccionada del torso. El cuerpo muestra señales de una avanzada descomposición, coherente con su permanencia en el baúl durante por lo menos cuatro o cinco semanas. Las manos no muestran señales de heridas causadas al defenderse; las estoy envolviendo para un posterior examen de los dedos en el laboratorio, aunque dado que está claro que se mordía las uñas, supongo que será una pérdida de tiempo.

Cogió dos bolsas de papel grueso de su maletín y le ayudé a sujetarlas cubriendo las manos de la muerta.

– Eh, ¿qué es esto? ¿Me engañan los ojos o es una blusa manchada de sangre lo que tengo delante?

– Parece su uniforme de la BdM -dije observando cómo cogía primero la blusa y luego una falda de color azul marino.

– Qué amable por parte de nuestro amigo el enviarnos su ropa sucia. Y justo cuando empezaba a pensar que se estaba volviendo un poco demasiado previsible. Primero la llamada anónima al Alex y ahora esto. Recuérdame que mire la agenda por si acaso fuera mi cumpleaños.

Algo más atrajo mi mirada y me incliné para sacar del baúl el pequeño trozo de cartulina rectangular.

– El carné de identidad de Irma Hanke -dije.

– Bueno, eso me ahorra el trabajo, supongo. -Illmann volvió la cabeza hacia el sargento-. El baúl también contenía la ropa de la muerta y su carné de identidad -dictó.

En el interior del carné había una mancha borrosa de sangre.

– ¿Crees que podría ser la huella de un dedo? -le pregunté.

Me cogió el carné de la mano y miró atentamente la mancha.

– Sí, podría serlo. Pero no veo qué importancia tiene. Una verdadera huella dactilar sería otra cosa. Sería la respuesta a muchas de nuestras plegarias.

Moví la cabeza negando.

– No es una respuesta. Es una pregunta. ¿Por qué se tomaría un psicópata la molestia de mirar la identidad de su víctima? Quiero decir que la sangre indica que probablemente ya estaba muerta, suponiendo que sea de ella. Entonces, ¿por qué se siente nuestro hombre obligado a averiguar su nombre?

– Quizá para poder decirlo en su llamada anónima al Alex.

– Sí, pero entonces, ¿por qué esperar varias semanas antes de hacer la llamada? ¿No te parece extraño?

– En eso tienes razón, Bernie. -Metió el carné de identidad en una bolsa y lo colocó con cuidado dentro del maletín antes de volver a mirar el baúl-. ¿Y qué tenemos aquí? -Levantó un saco pequeño, pero de aspecto pesado, y miró dentro-. ¿Y qué me dices de esto, no es extraño? -Lo sujetó abierto para que yo lo mirara. Eran los tubos de dentífrico vacíos que Irma Hanke había estado recogiendo para el Programa de Ahorro del Reich-. Nuestro asesino parece haber pensado en todo.

– Es casi como si ese cabrón nos desafiara a atraparlo. Nos lo da todo. Piensa en lo orgulloso que se sentirá si ni así podemos echarle el guante.

Illmann dictó algunas notas más al sargento y luego declaró que había acabado con la investigación preliminar en la escena del crimen, y que ahora le tocaba al fotógrafo. Quitándonos los guantes, nos alejamos del baúl y vimos que el jefe de estación se había ocupado del café. Estaba cargado y caliente, y yo lo necesitaba para eliminar el sabor a muerte que tenía pegado a la lengua. Illmann lió un par de cigarrillos y me alargó uno. El suntuoso tabaco sabía como néctar a la parrilla.

– ¿Dónde deja esto a ese checo loco que tienes? -dijo-. Ese que cree que es oficial de caballería.

– Al parecer, sí que fue oficial de caballería -dije-. Quedó un poco traumatizado en el frente oriental y nunca se recuperó del todo. De cualquier modo, no es ningún subnormal y, francamente, a menos que consiga pruebas sólidas no creo que pueda acusarlo de nada. Y no estoy dispuesto a enviar a nadie a la cárcel con una confesión marca Alexanderplatz. Y no es que él diga nada, que conste. Lo han interrogado todo el fin de semana y sigue manteniendo su inocencia. Veré si alguien de la consigna puede identificarlo como el tipo que dejó el baúl, pero si no, tendré que soltarlo.