– … y entonces sí que todo empezó a hacer agua. Ya me hago una idea.
– Está llegando el momento en que todos tendrán que hacer lo mismo. No cabe el agnosticismo en la Ale mania que Himmler y Heydrich nos tienen preparada. O das la cara por tus principios o sufres las consecuencias. Pero todavía se pueden cambiar las cosas desde dentro. Y cuando llegue el momento necesitaremos hombres como tú. Hombres dentro del cuerpo en quienes se pueda confiar. Por eso te he pedido que vinieras, para tratar de convencerte para que vuelvas.
– ¿Yo? ¿Volver a la Kri po? Bromeas. Mira, Arthur, tengo un buen trabajo, me gano muy bien la vida. ¿Por qué voy a tirar todo eso por la borda por el placer de volver a la policía?
– Puede que no tengas otra alternativa. Heydrich cree que podrías serle útil si volvieras a la Kri po.
– Ya veo. ¿Por alguna razón en particular?
– Hay un caso del que quiere que te encargues. Seguro que no tengo que contarte que Heydrich se toma su fascismo como algo muy personal. Y, por lo general, consigue lo que quiere.
– ¿Y ese caso de qué va?
– No sé qué intenciones tiene; Heydrich no me confía lo que piensa. Solo quería prevenirte, para que estuvieras sobre aviso y no hicieras ninguna estupidez, por ejemplo decirle que se vaya al infierno, que podría ser tu primera reacción. Los dos sentimos mucho respeto por tus cualidades como detective. Pero, además, da la casualidad de que yo quiero tener alguien en la Kri po en quien pueda confiar.
– Vaya, hay que ver lo que pasa cuando eres tan popular.
– Lo pensarás, ¿verdad?
– No veo cómo podría evitarlo. Será un cambio respecto a los crucigramas, supongo. De cualquier modo, gracias por el aviso, Arthur, te lo agradezco. -Me pasé la mano por la boca reseca, nervioso-. ¿Te queda algo de ese refresco? No me iría mal un trago. Que te den tan buenas noticias es algo que no pasa cada día.
Nebe me alargó la petaca y me lancé sobre ella como un bebé sobre el pecho de su madre. Era menos atractiva, pero casi igual de reconfortante.
– En tu carta de amor mencionabas que tenías cierta información sobre un antiguo caso. ¿O eso era solo el equivalente al perrito del pederasta?
– Hace un tiempo buscabas a una mujer. Una periodista.
– De eso hace ya bastante. Casi dos años. No la encontré. Fue uno de mis muy frecuentes fracasos. Quizá tendrías que informar a Heydrich de eso. Puede que lo convenciera para soltarme de sus garras.
– ¿Quieres la información o no?
– Vale, no hagas que me enderece la corbata para oírlo, Arthur.
– No es mucho, pero ahí va. Hace un par de meses, el propietario de la casa donde vivía tu cliente decidió volver a pintar los pisos, incluyendo el de ella.
– ¡Qué generoso por su parte!
– En el baño, detrás de una especie de panel falso, encontró todo el equipo de un toxicómano. Droga no había, pero sí todo lo que se necesita para satisfacer el hábito: agujas, jeringuillas, toda la parafernalia. Mira, el inquilino que ocupó el piso después de que tu cliente desapareciera era un sacerdote, así que no parece probable que las agujas fueran suyas, ¿verdad? Y si la dama se drogaba, eso podría explicar muchas cosas, ¿no te parece? Quiero decir que nunca se sabe qué puede hacer un drogadicto.
Moví la cabeza negando.
– Ella no era de ese tipo. Me habría dado cuenta de algo, ¿no crees?
– No necesariamente. No si estaba tratando de dejarlo. No si tenía mucho carácter. Bueno, mira, me informaron y pensé que te gustaría saberlo. Así que ahora puedes cerrar ese caso. Si tenía esa clase de secreto, a saber qué otras cosas pudo haberte ocultado.
– No, no había nada más. Le eché una buena mirada a sus pezones.
Nebe sonrió, nervioso; no muy seguro de si le estaba contando un chiste verde o no.
– ¿Y estaban bien, los pezones?
– Solo tenía dos, Arthur, pero eran preciosos.
2. Lunes, 29 de agosto
Las casas de la Her bertstrasse, en cualquier otra ciudad que no fuera Berlín, habrían estado rodeadas de un par de hectáreas de césped enmarcado en seto. Pero allí llenaban cada solar dejando muy poco espacio, o ninguno, para hierba o enlosado. A algunas de ellas no las separaba de la acera más que la anchura de la verja. En cuanto a arquitectura, exhibían una mezcla de estilos, que iban desde el palladiano al neogótico o el guillermino, y había algunas que eran tan vernáculas que resultaba imposible describirlas. Juzgada en su conjunto, la Her bertstrasse era como un asamblea de viejos mariscales y grandes almirantes vestidos con sus uniformes de gala y obligados a permanecer sentados en unos taburetes de campo exageradamente pequeños e inadecuados.
La casa con aspecto de enorme tarta nupcial donde me habían convocado hubiera encajado perfectamente en una plantación de Mississippi, una impresión aumentada por la criada, negra como un caldero, que abrió la puerta. Le enseñé mi identificación y le dije que me esperaban. Miró el carné tan recelosa como si hubiera sido el mismísimo Himmler.
– Frau Lange no me dijo nada sobre usted.
– Supongo que se olvidó -dije-. Mire, hace solo media hora que me llamó al despacho.
– Está bien -dijo a regañadientes-. Será mejor que entre.
Me acompañó a una sala que se habría podido considerar elegante si no fuera por el enorme hueso para perros, solo parcialmente roído, que había en la alfombra. Miré alrededor buscando al propietario, pero no estaba a la vista.
– No toque nada -dijo el caldero negro-. Voy a avisarle que usted está aquí.
Luego, murmurando y gruñendo como si la hubiera obligado a salir del baño, se fue, anadeando, a buscar a su ama. Me senté en un sofá de caoba con delfines tallados en los brazos. Al lado había una mesa a juego, con el tablero soportado por colas de delfín. Los delfines eran un recurso humorístico siempre popular entre los ebanistas alemanes, pero yo, personalmente, veía más sentido del humor en un sello de tres pfennigs. Llevaba allí unos cinco minutos cuando el caldero volvió a entrar balanceándose para decirme que Frau Lange me recibiría.
Recorrimos un pasillo largo y sombrío que albergaba un montón de peces disecados, uno de los cuales, un hermoso salmón, me detuve a admirar.
– Hermoso pez -dije-. ¿Quién fue el pescador?
Se volvió con impaciencia.
– Aquí no hay ningún pescador, solo peces. Vaya casa esta para peces y gatos y perros. Solo que los gatos son peores. Por lo menos los peces están muertos. A los perros y los gatos no se les puede quitar el polvo.
Casi automáticamente pasé el dedo por la vitrina del salmón. No parecía haber muchas pruebas de que quitar el polvo fuera una actividad frecuente; e incluso con mi comparativamente corto conocimiento del hogar de los Lange, era fácil ver que raramente se pasaba el aspirador por las alfombras, si es que se pasaba alguna vez. No es que, después del barro de las trincheras, un poco de polvo y unas cuantas migas por el suelo me molesten demasiado, pero, de cualquier modo, he visto muchas casas de los peores barrios de Neukólln y Wedding más limpias que aquella.
El caldero abrió unas puertas cristaleras y se hizo a un lado. Entré en una sala desordenada, que parecía ser en parte despacho, y las puertas se cerraron tras de mí.
Era una mujer grande, carnosa como una orquídea. La grasa le colgaba, pendulante, de la cara y los brazos de color melocotón, dándole el aspecto de uno de esos perros estúpidos, criados para que parezca que la piel les queda varias tallas demasiado grande. Su propio y estúpido perro era aún más informe que el Sharpei mal vestido al que ella se parecía.
– Ha sido usted muy amable viniendo a verme tan rápidamente -dijo.
Hice unos cuantos ruiditos deferentes, pero ella tenía la clase de aplomo que solo se consigue viviendo en una dirección de tantas campanillas como la Her bertstrasse.