– Imagino que eso disgustará a tu sensible inspector -dijo Illmann riendo entre dientes-, ese que tiene una hija. Por lo que me dijo antes, estaba casi seguro de que era solo cuestión de tiempo que pudierais acusarlo.
– Puedes darlo por seguro. Considera que la condena del checo por relaciones sexuales con una menor es la mejor razón para que yo le dejara llevárselo a una celda tranquila y bailar claque encima de él.
– Son tan agotadores esos métodos policiales… ¿De dónde diablos sacarán tanta energía?
– Es para lo único que tienen energía. Como Deubel me ha recordado, hace rato que tendría que estar durmiendo. Algunos de esos polis piensan que trabajan con el horario de los bancos. -Le hice una seña para que se acercase-. ¿Te has fijado alguna vez en que en Berlín la mayoría de delitos se cometen durante el día?
– Me parece que te olvidas de la llamada a tu puerta de madrugada que te ofrece ese amistoso vecino tuyo de la Ges tapo.
– Nunca encontrarás a nadie con un rango superior al de Kriminalassistent en el primer turno de vigilancia, y eso solo si se trata de vigilar a alguien importante.
Me volví para mirar a Deubel, que hacía todo lo que podía para parecer estar hecho polvo, listo para ingresar en el hospital.
– Cuando el fotógrafo haya terminado el retrato, dile que quiero un par de fotos del baúl con la tapa cerrada. Y además quiero que las copias estén listas para cuando aparezca el personal de la consigna. Servirá para refrescarles la memoria. Aquí el profesor se va a llevar el baúl al Alex en cuanto estén listas las fotos.
– ¿Y qué hay de la familia de la chica, señor? Es Irma Hanke, ¿verdad?
– Tendrán que hacer la identificación oficial, claro, pero no antes de que el profesor haya acabado con ella. Quizá pueda incluso adecentarla un poco para cuando la vea la madre.
– No soy un empleado de pompas fúnebres, Bernie -dijo Illmann fríamente.
– Venga, hombre. Te he visto coser un saco de carne picada antes de ahora.
– De acuerdo -suspiró Illmann-. Veré qué puedo hacer. Pero necesitaré casi todo el día; es posible que hasta mañana.
– Tómate el tiempo que quieras, pero quiero darles la noticia esta noche, así que mira a ver si puedes pegarle la cabeza a los hombros para entonces, ¿eh?
Deubel bostezó ruidosamente.
– Está bien, inspector. Has pasado la prueba. El papel de hombre cansado que necesita una cama es tuyo. Dios sabe que has trabajado muy duro para conseguirlo. En cuanto aparezcan Becker y Korsch puedes irte a casa. Pero quiero que montes una rueda de reconocimiento para el final de la mañana, a ver si los hombres que trabajan aquí en la consigna reconocen a nuestro amigo de los Sudetes.
– Sí, señor -dijo, más despierto ahora que su marcha a casa era inminente.
– ¿Cómo se llama aquel sargento de guardia, el que recibió la llamada anónima?
– Gollner.
– ¿No será el viejo Gollner el Tanque?
– Sí, señor. Lo encontrará en la casa cuartel de la policía, señor. Parece que dijo que nos esperaría allí porque los de la Kri po ya le habían hecho perder el tiempo otras veces y no quería tener que esperar sentado toda la noche hasta que apareciéramos.
– El mismo Tanque de siempre -dije, sonriendo-. De acuerdo, será mejor que no lo haga esperar, ¿eh?
– ¿Qué tengo que decirles a Korsch y Becker cuando lleguen? -preguntó Deubel.
– Dile a Korsch que revise toda la porquería que hay por aquí, que vea si no nos han dejado algún otro amable regalito.
Illmann carraspeó.
– Sería una buena idea que uno de ellos estuviera presente para observar la autopsia -dijo.
– Becker puede hacerlo. Parece gustarle estar cerca de un cuerpo de mujer. Por no hablar de sus excelentes aptitudes en lo que se refiere a las muertes violentas. Eso sí, profesor, asegúrate de no dejarlo solo con el cadáver; tanto podría pegarle un tiro como tirársela, según cómo se sienta en ese momento.
La Kle ine Alexander Strasse iba de norte a este hacia la Horst Wes sel Platz y en ella estaba la casa cuartel de los policías destinados al cercano Alex. Era un edificio grande, con pequeños apartamentos para los hombres casados y para los oficiales y habitaciones individuales para los demás.
Pese a que ya no estaba casado, el Wachmeister Fritz Gollner, el Tanque, tenía un pequeño apartamento de una sola habitación en la parte de atrás del cuartel, en el tercer piso, en reconocimiento a su largo y distinguido historial de servicio.
Un macetero en la ventana con plantas bien cuidadas era la única concesión a lo hogareño que había en el piso; las paredes estaban desnudas de todo salvo un par de fotografías en las cuales se veía a Gollner recibiendo una condecoración. Me invitó con un gesto a sentarme en el único sillón que había y él se sentó en la cama, pulcramente hecha.
– Oí que había vuelto -dijo en voz baja. Se inclinó y sacó un cajón de debajo de la cama-. ¿Cerveza?
– Gracias.
Cabeceó pensativo mientras hacía saltar los tapones de las botellas con los pulgares.
– Y ahora como Kommissar, me dicen. Dimite como inspector, se reencarna como Kommissar. Hace que creas en la jodida magia, ¿verdad? Si no lo conociera bien, diría que alguien le tiene metido en el bolsillo.
– ¿No nos pasa a todos? De una u otra manera.
– A mí no, y a menos que haya cambiado, a usted tampoco. -Se tomó un trago de cerveza, meditabundo.
El Tanque era de Emsland, en el este de Frisia, donde, dicen, la inteligencia es más rara que el pelo en un pez. Aunque quizá no fuera capaz de deletrear «Wittgenstein», y mucho menos de explicar su filosofia, el Tanque era un buen policía, de la vieja escuela de polis de uniforme, firmes pero justos, que hacía cumplir las leyes con un buen guantazo en la oreja si se trataba de un joven alborotador y menos inclinado a arrestar a alguien y arrastrarlo a una celda que a contarle un cuento para dormir, eficaz y administrativamente sencillo, con su puño del tamaño de una enciclopedia. Del Tanque se decía que era el poli más duro de la Or po y, viéndolo ahora sentado ante mí, en mangas de camisa, con el enorme cinturón crujiendo bajo el peso de su aún mayor barriga, no me costaba nada creerlo. La verdad era que el tiempo había quedado detenido en sus rasgos faciales, con la prominente mandídula, detenido alrededor de un millón de años antes de Cristo. El Tanque no podía haber tenido un aspecto menos civilizado aunque hubiese ido vestido con la piel de un tigre de dientes de sable.
Saqué los cigarrillos y le ofrecí uno. Lo rechazó con un gesto y cogió su pipa.
– Si quieres saberlo -dije-, yo creo que Hitler nos tiene a todos en el bolsillo de atrás de los pantalones. Y tiene intención de deslizarse montaña abajo sentado sobre su culo.
El Tanque succionó la cazoleta de la pipa y empezó a llenarla de tabaco. Cuando acabó sonrió y alzó la botella.
– Entonces brindemos por que haya rocas debajo de la jodida nieve.
Eructó con fuerza y encendió la pipa. Las nubes de acre humo, que flotaban hacia mí como la niebla del Báltico, me recordaron a Bruno. Incluso olía a la misma apestosa mezcla que él fumaba.
– Conocías a Bruno Stahlecker, ¿verdad, Tanque?
Asintió, todavía aspirando la pipa. Entre dientes masculló:
– Sí que lo conocía. Me enteré de lo que había pasado. Bruno era un buen hombre. -Se sacó la pipa de su boca de cuero viejo y contempló la evolución del humo-. Lo conocía muy bien, además. Estuvimos en infantería juntos y vimos bastante movimiento, además. Claro que él no era más que un crío entonces, pero nunca pareció preocuparle mucho, la guerra quiero decir. Era un valiente.
– El funeral fue el jueves pasado.
– Hubiera ido si hubiera tenido tiempo. -Reflexionó un momento-. Pero era allá abajo en Zehlendorf, demasiado lejos. -Acabó la cerveza y abrió otras dos botellas-. Al menos acabaron con el mierda que ló mató, según me han dicho, así que está bien.