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– ¿Puedo sugerirle que llame a la Wil helmstrasse y le pida al general que se lo explique personalmente?

– Lo haré. No me cabe ninguna duda de que se sentirá muy inquieto ante su fracaso en apreciar la amenaza de la tercera conspiración internacional dedicada a causar la ruina de Alemania. El catolicismo no es una amenaza menor para la seguridad del Tercer Reich que el comunismo o el judaísmo mundial.

– Olvida usted a los hombres del espacio exterior. Con franqueza, me importa una mierda lo que le diga al general. VD1 es parte de la Kri po, no de la Ges tapo, y en todos los asuntos relacionados con esta investigación, la Kri po tendrá prioridad en los servicios de nuestro propio departamento. Me lo ha dado por escrito el Reichskriminaldirektor, igual que al doctor Schade. Así que, ¿por qué no coge su maldito caso y se lo mete por el culo? Un poco más de mierda ahí dentro no cambiará mucho lo mal que huele.

Colgué el teléfono de golpe. Después de todo, el trabajo tenía algunos aspectos agradables. Y no era el menos placentero tener la oportunidad de enviar a la mierda a la Ges tapo.

En la rueda de reconocimiento efectuada aquella misma mañana, el personal de la consigna de equipajes no identificó a Gottfried Bautz como el hombre que había dejado el baúl con el cuerpo de Irma Hanke y, con gran disgusto por parte de Deubel, firmé la orden para que lo dejaran en libertad.

Según la ley, el hotelero o el casero que los aloje debe informar a la comisaría de policía, en el plazo de seis días, de cualquier forastero que llegue a Berlín. De esta forma la Ofi cina del Censo de Residentes del Alex puede dar, por cincuenta pfennigs, la nueva dirección de cualquiera que resida en Berlín. La gente imagina que esta norma debe de ser parte de la Ley de Poderes Especiales nazi, pero la verdad es que existe desde hace tiempo. La policía prusiana siempre fue muy eficaz.

Mi despacho estaba a unas cuantas puertas de las oficinas del censo, en la sala 350, lo que significaba que en el pasillo siempre había mucho ruido, lo cual me obligaba a tener la puerta cerrada. Sin duda, esa era la razón de que me hubieran instalado allí, tan lejos del Departamento de Homicidios como fuera posible. Supongo que la idea era que mi presencia debía mantenerse aislada del resto del personal de la Kri po, para evitar que les contagiara algunas de mis actitudes de investigación policial más anárquicas. O quizás habían confiado en romper mi insubordinable espíritu si primero me rebajaban de forma espectacular. Incluso en un día soleado como aquel, mi despacho tenía un aspecto lúgubre. El escritorio de metal verde tenía los rebordes con más filos que una alambrada de púas y su única virtud era que hacía juego con el desgastado linóleo y las deslucidas cortinas, mientras las paredes habían adquirido el tono amarillento que dan un par de miles de cigarrillos.

Al entrar allí, después de robar un par de horas de sueño en mi apartamento y ver a Hans Illmann, que me esperaba pacientemente con una carpeta de fotografías, no tuve la impresión de que aquel sitio estuviera a punto de hacerse más agradable.

Felicitándome por haber tenido la previsión de comer algo antes de lo que prometía ser una reunión muy poco apetecible, me senté y lo miré.

– Así que aquí es donde te escondes -dijo.

– Se supone que solo es algo temporal -expliqué-; igual que yo. Pero, con franqueza, me va bien estar un poco alejado del resto de la Kri po. Aquí hay menos probabilidades de volver a convertirme en un elemento permanente. Y me atrevería a decir que también les conviene a ellos.

– Es difícil creer que sea posible causar tanta exasperación en toda la ejecutiva de la Kri po desde una mazmorra burocrática como esta.

Se echó a reír y, acariciándose la perilla, añadió:

– Tú y un Sturmbannführer de la Ges tapo le han causado todo tipo de problemas al pobre doctor Schade. Ha recibido llamadas de montones de gente importante: Nebe, Müller, incluso Heydrich. Qué halagador para ti. No, no te encojas de hombros tan modestamente. Tienes toda mi admiración, Bernie, de verdad.

Abrí un cajón del escritorio y saqué una botella y un par de vasos.

– Brindemos por ello -dije.

– Con mucho gusto. Me irá bien un trago después del día que he tenido. -Cogió el vaso lleno y tomó un sorbo agradecido-. ¿Sabes?, no tenía ni idea de que existiera un departamento especial en la Ges tapo destinado a perseguir a los católicos.

– Yo tampoco. Pero no puedo decir que me sorprenda mucho. El nacionalsocialismo solo permite una única clase de creencia organizada. -Señalé con la cabeza la carpeta que Illmann tenía sobre las piernas-. ¿Qué tienes ahí?

– La víctima número cinco, eso es lo que tenemos.

Me entregó el dossier y empezó a liar un pitillo.

– Son buenas -dije ojeando el contenido-. Tu hombre es un buen fotógrafo.

– Sí, supuse que las apreciarías. Esa de la garganta cortada es especialmente interesante. La carótida derecha está casi seccionada por completo gracias a un único corte perfectamente horizontal. Eso quiere decir que la chica estaba echada de espaldas cuando la cortó. De todos modos, la mayor parte de la herida está en el lado derecho del cuello, así que con toda probabilidad nuestro hombre es diestro.

– Tiene que haber sido todo un cuchillo -dije observando la profundidad de la herida.

– Sí, cortó la laringe casi por completo. -Lamió el papel del cigarrillo-. Algo extremadamente afilado, como una legra, diría yo. Pero, al mismo tiempo, la epiglotis estaba fuertemente comprimida, y entre ella y el esófago, a la derecha, había hematomas del tamaño de una pepita de naranja.

– Estrangulada, ¿verdad?

– Muy bien -dijo Illmann con una sonrisa-. Pero medio estrangulada, en realidad. Había una pequeña cantidad de sangre en los pulmones de la chica, que estaban parcialmente inflados.

– ¿Eso quiere decir que la ahogó para hacerla callar y luego le cortó el cuello?

– Se desangró hasta morir, colgada cabeza abajo como una ternera en el matadero. Igual que todas las demás. ¿Tienes un fósforo?

Le lancé el librillo por encima de la mesa.

– ¿Y qué hay de sus pequeñas partes sensibles? ¿Se la tiró?

– Se la tiró y la desgarró algo al hacerlo. Bueno, eso sería de esperar. La chica era virgen, diría yo. Incluso le dejó huellas de uñas en la membrana mucosa. Pero lo más importante es que encontré unos cuantos pelos púbicos foráneos, y no me refiero a que los trajeran de París.

– ¿Tienes el color?

– Castaño. No me pidas qué tono de castaño, no puedo ser tan específico.

– ¿Y estás seguro de que no son de Irma Hanke?

– Totalmente. Se destacaban en su almejita de un rubio perfectamente ario como mierda en un azucarero. -Se recostó y lanzó una nube de humo al aire por encima de la cabeza-. ¿Quieres que pruebe a comparar uno con un mechón de la mata de tu checo loco?

– No, lo solté a mediodía. Está libre de toda sospecha. Y da la casualidad de que tiene el pelo rubio -Ojeé el informe mecanografiado de la autopsia-. ¿Ya está?

– No del todo. -Dio una calada al cigarrillo y luego lo apagó en mi cenicero. Del bolsillo de su cazadora de tweed sacó una hoja de periódico doblada que desplegó encima del escritorio-. Pensé que debías ver esto.

Era la portada de un ejemplar antiguo de Der Stürmer, la publicación antisemita de Julius Streicher. Como avance, en la esquina superior a la izquierda se leía: «Número dedicado al asesinato ritual». No es que fuera necesario recordarnos qué era. La ilustración a plumilla lo decía con suficiente elocuencia. Ocho chicas alemanas, rubias, colgadas cabeza abajo, con la garganta cortada y la sangre cayendo en una enorme cáliz sostenido por la fea caricatura de un judío.