– Interesante, ¿no crees? -dijo Illmann.
– Streicher siempre está publicando esta clase de basura. Nadie se lo toma en serio.
Illmann hizo un gesto negativo y recuperó el cigarrillo.
– Ni por un segundo estoy diciendo que tendría que hacerlo. Creo tan poco en los asesinatos rituales como en Adolf Hitler el Pacificador.
– Pero aquí tenemos este dibujo, ¿verdad? -dije, y él asintió-, que es notablemente parecido al método empleado para asesinar a cinco chicas alemanas.
Volvió a asentir.
Miré más abajo de la página al artículo que acompañaba el dibujo y leí:
Se acusa a los judíos de llevarse a niños gentiles y a adultos gentiles, asesinarlos y desangrarlos. Se les acusa de mezclar esa sangre a su masa (pan sin levadura) y utilizarla para prácticas de magia supersticiosa. Se les acusa de torturar a sus víctimas, especialmente los niños, y durante la tortura chillan amenazas, maldiciones y lanzan maleficios contra los gentiles. Este asesinato sistemático tiene un nombre: se llama asesinato ritual.
– ¿Sugieres que Streicher puede tener algo que ver con los asesinatos?
– No sabía que estaba sugiriendo nada, Bernie. Me limité a pensar que tenía que informarte. -Se encogió de hombros-. Pero ¿por qué no? Después de todo, no sería el primer Gauleiter regional que cometiera un crimen. Recuerda, por ejemplo, al gobernador Kube de Kurmark.
– Se oyen contar muchas cosas sobre Streicher -dije.
– En cualquier otro país estaría en prisión.
– ¿Puedo quedarme con esto?
– Me gustaría que lo hicieras; no es el tipo de cosas que uno quiere dejar encima de la mesa de la sala. -Aplastó otro cigarrillo y se levantó para marcharse-. ¿Qué vas a hacer?
– ¿Con respecto a Streicher? No lo sé exactamente. -Miré la hora-. Pensaré en ello después de la identificación oficial. Becker viene hacia aquí con los padres de la chica. Será mejor que bajemos al depósito.
Fue algo que Becker dijo lo que me hizo acompañar personalmente a los Hanke a casa en coche después de que Herr Hanke identificara los restos de su hija.
– No es la primera vez que he tenido que dar malas noticias a una familia -comentó-. Es extraño, pero siempre esperan contra toda esperanza, aferrándose a un clavo ardiendo hasta el último momento. Y luego, cuando se lo dices, entonces es cuando les afecta. La madre se hunde, ¿sabe? Pero con estos dos, de alguna manera, ha sido diferente. Es difícil explicar qué quiero decir, señor, pero tuve la impresión de que ya se lo esperaban.
– ¿Después de cuatro semanas? Vamos hombre, lo que pasa es que ya se habían resignado, eso es todo.
Becker frunció el ceño y se rascó la coronilla de su despeinada cabeza.
– No -dijo lentamente-, fue más fuerte que eso, señor. Como si ya lo supieran, con toda certeza. Lo siento, señor, no me explico muy bien. Quizá no tendría que haberlo mencionado siquiera. Quizá me lo esté imaginando.
– ¿Crees en el instinto?
– Supongo que sí.
– Bien. A veces es lo único que un poli tiene para avanzar. Y además no tiene más remedio que confiar en él. Un poli que no confía en unas cuantas corazonadas de vez en cuando nunca se arriesga. Y sin arriesgarse no se puede esperar resolver un caso. No, has hecho bien en decírmelo.
Sentado a mi lado mientras conducía hacia el suroeste en dirección a Steglitz, Herr Hanke, que trabajaba como contable en la fábrica de la AEG en la Se estrasse, parecía todo menos resignado ante la muerte de su única hija. De todos modos, no descarté lo que Becker me había dicho. No quería tomar una decisión hasta poder formarme mi propia opinión.
– Irma era una chica inteligente -dijo Hanke con un suspiro. Hablaba con acento de Renania, con una voz idéntica a la de Goebbels-. Lo bastante inteligente para permanecer en la escuela y conseguir su Abitur, algo que quería hacer. Pero no era una comelibros; solo era una chica alegre y feliz en la escuela. Buena en los deportes. Acababa de ganar su insignia de deportista del Reich y su certificado de natación. Nunca le hizo daño a nadie.
La voz se le rompió al añadir:
– ¿Quién puede haberla matado, Kommissar? ¿Quién haría una cosa así?
– Eso es lo que yo tengo intención de averiguar -dije.
Pero la esposa de Hanke, sentada en el asiento de atrás, creía tener ya la respuesta.
– ¿No es obvio quién es el responsable? -dijo-. Mi hija era una chica de la BdM, elogiada en su clase de teoría racial como el ejemplo perfecto del tipo ario. Se sabía su Horst Wessel y podía citar páginas enteras del gran libro del Führer. Así que, ¿quién creen que la mató, a una virgen, sino los judíos? ¿Quién salvo los judíos le habrían hecho las cosas que le hicieron?
Herr Hanke se giró en su asiento y le cogió la mano a su esposa.
– Eso es algo que no sabemos, Silke, cariño -dijo-. ¿Verdad, Kommissar?
– Creo que es muy improbable -dije.
– ¿Lo ves, Silke? El Kommissar no lo cree ni yo tampoco.
– Yo veo lo que veo -dijo ella entre dientes-. Los dos se equivocan. Está tan claro como la nariz en la cara de un judío. ¿Quién sino los judíos? ¿No comprenden lo evidente que es? Es una acusación que se proclama a voz en grito inmediatamente, en cualquier lugar del mundo, cuando se encuentra un cuerpo que muestra todas las características de un asesinato ritual. Esta acusación solo se hace contra los judíos.
Recordé las palabras del artículo de Der Stürmer que llevaba doblado en el bolsillo, y mientras escuchaba a Frau Hanke se me ocurrió que tenía razón, pero de una forma que ella no podría ni soñar.
11. Jueves, 22 de septiembre
Sonó un silbato, el tren se sacudió y a continuación salimos lentamente de la estación Anhalter para el viaje de seis horas que nos llevaría a Nuremberg. Korsch, el otro único ocupante del compartimiento, ya se había puesto a leer el periódico.
– Mierda -dijo-, escuche esto. Aquí dice que el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Maxim Litvinoff, ha declarado en la Li ga de las Naciones en Ginebra que su gobierno está decidido a cumplir con su actual tratado de alianza con Checoslovaquia y que le ofrecerá su ayuda militar al mismo tiempo que Francia. Cristo, ahora sí que estamos listos, con ataques en los dos frentes.
Solté un gruñido. Había menos probabilidades de que Francia presentara una verdadera oposición a Hitler que de que declarara la ley seca. Litvinoff había escogido sus palabras con cuidado. Nadie quería la guerra. Es decir, nadie excepto Hitler, Hitler el Sifilítico.
Mis pensamientos volvieron a la reunión que había tenido el martes anterior con Frau Kalau vom Hofe en el Instituto Goering.
– Le he traído los libros que me dejó -expliqué-. El del profesor Berg es especialmente interesante.
– Me alegro de que lo piense -dijo-. ¿Qué me dice de Baudelaire?
– También, aunque me pareció mucho más aplicable a la actual Alemania; especialmente los poemas titulados «Spleen».
– Puede que ya esté preparado para Nietzsche -dijo, recostándose en la silla.
Era un despacho luminoso y agradablemente amueblado, con vistas al Zoo, al otro lado de la calle. Se podía oír a los monos gritando a lo lejos.
Siguió sonriendo. Era más atractiva de lo que yo recordaba. Cogí la solitaria fotografía que había en su escritorio y miré atentamente a un hombre apuesto y dos niños.
– ¿Su familia?
– Sí.
– Debe de ser muy feliz. -Volví a dejar la foto en su sitio-. De Nietzsche -dije cambiando de tema- no sé nada. Verá, no es que lea mucho; parece como si fuera incapaz de encontrar el tiempo. Pero sí que leí esas páginas de Mein Kampf, las que hablan de las enfermedades venéreas. Y eso que para hacerlo tuve que utilizar un ladrillo como cuña durante un tiempo para mantener la ventana del baño abierta. -Se echó a reír-. De todos modos, creo que tiene usted razón. -Empezó a hablar, pero la detuve con un ademán-. Lo sé, lo sé, usted no dijo nada. Lo único que me dijo fue lo que estaba escrito en el maravilloso libro del Führer. No me estaba ofreciendo un análisis psicoterapéutico de él a través de sus escritos.