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– Exacto.

Me senté y la miré desde el otro lado de la mesa.

– Pero ¿esa clase de cosas es posible?

– Oh, sí, por supuesto.

Le alargué la página de Der Stürmer.

– ¿Incluso con algo como esto?

Me miró, ecuánime, y luego abrió su pitillera. Cogí un cigarrillo y luego encendí el suyo y el mío.

– ¿Me lo pregunta oficialmente? -dijo.

– No, claro que no.

– Entonces le diré que sería posible. Es más, le diría que Der Stürmer es obra no de una, sino de varias personalidades psicóticas. Los llamados editoriales, esas ilustraciones de Fino… solo Dios sabe el efecto que este tipo de basura estará teniendo en la gente.

– ¿Puede hacer alguna conjetura? Del efecto, quiero decir.

Frunció los hermosos labios.

– Es difícil de evaluar -dijo después de un momento-. Sin duda, para las personalidades más débiles, este tipo de cosas, absorbidas con regularidad, pueden corromper.

– ¿Corromper lo suficiente como para convertir a un hombre en asesino?

– No -dijo-, no lo creo. No convertirían a un hombre normal en asesino. Pero con un hombre ya dispuesto a matar… creo que sería muy posible que esta clase de historias y de dibujos tuvieran un profundo efecto en él. Y como usted sabe por haber leído a Berg, el propio Kürten era de la opinión de que con toda seguridad los reportajes de los crímenes más lascivos le habían afectado.

Cruzó las piernas, y el roce sibilante de sus medias atrajó mis pensamientos hasta su parte superior, hasta sus ligas y finalmente hasta el paraíso de encaje que imaginaba que existía allí. Se me encogió el estómago al pensar en deslizar mi mano hacia arriba, al pensar en ella, completamente desnuda, ante mí, pero sin dejar de hablarme de forma inteligente. ¿Dónde empieza exactamente la corrupción?

– Entiendo -dije-. ¿Y cuál sería su opinión profesional del hombre que ha publicado esta historia? Me refiero a Julius Streicher.

– Un odio como ese es casi sin ninguna duda el resultado de una gran inestabilidad mental. -Hizo una corta pausa-. ¿Puedo decirle algo en confianza?

– Por supuesto.

– ¿Sabe que Matthias Goering, el presidente de este Instituto, es primo del primer ministro?

– Sí.

– Streicher ha escrito muchas tonterías ponzoñosas sobre la medicina, y en especial la psicoterapia, como conspiración judía. Durante un tiempo el futuro de la salud mental en este país corrió peligro por su culpa. Por consiguiente, el doctor Goering tiene buenas razones para desear apartar a Streicher de su camino y ya ha preparado una evaluación psicológica de él siguiendo órdenes del primer ministro. Estoy segura de que puedo garantizarle la cooperación de este Instituto en cualquier investigación relativa a Streicher.

Asentí lentamente.

– ¿Está usted investigando a Streicher?

– ¿En confianza?

– Por supuesto.

– Sinceramente, no lo sé. Digamos que, en este mismo momento, siento curiosidad por él.

– ¿Quiere que le pida ayuda al doctor Goering?

Negué con un ademán.

– En esta fase no. Pero gracias por la oferta. Tenga la seguridad de que no la olvidaré. -Me levanté y fui hacia la puerta-. Apuesto a que tiene una magnífica opinión del primer ministro, siendo como es el protector del Instituto. ¿Estoy en lo cierto?

– Nos ha beneficiado mucho, es cierto. Sin su ayuda dudo que existiera el Instituto. Naturalmente, tenemos muy buena opinión de él por ello.

– Por favor, no crea que la culpo; no lo hago. Pero ¿no se le ha ocurrido nunca que su benéfico protector es tan susceptible de ir y cagarse en el jardín de otros como Streicher lo ha hecho en el suyo? ¿Lo ha pensado alguna vez? Se me ocurre que estamos viviendo en un barrio muy sucio y que todos vamos a encontrarnos con los zapatos llenos de mierda hasta que alguien tenga el buen sentido de meter a todos los perros vagabundos en la perrera pública. -Me despedí de ella tocándome el ala del sombrero-. Piense en ello.

Korsch se retorcía el bigote distraídamente mientras continuaba leyendo el periódico. Supongo que se lo había dejado crecer en un esfuerzo por parecerse más a alguien con personalidad, del mismo modo que muchas personas se dejan barba; no porque no les guste afeitarse -una barba exige tantos cuidados como una cara bien rasurada-, sino porque creen que hará que se parezcan a alguien a quien hay que tomar en serio. Pero en el caso de Korsch el bigote, apenas un trazo de lápiz para cejas, solo servía para poner de relieve lo huidizo de su semblante. Hacía que pareciera un chulo, un efecto que, no obstante, se contradecía con su carácter, un carácter que, en el plazo de dos semanas, yo había descubierto voluntarioso y fiable.

Al detectar mi atención, se vio obligado a informarme de que el ministro de Asuntos Exteriores polaco, Josef Beck, había exigido una solución al problema de la minoría polaca de la región de Olsa, en Checoslovaquia.

– Igual que una banda de gángsters, ¿no es verdad, señor? -dijo-. Todos quieren su parte del pastel.

– Korsch -dije-, te has equivocado de profesión. Tendrías que haber sido locutor de los noticiarios de la radio.

– Lo siento, señor -dijo doblando el periódico-. ¿Ha estado alguna vez en Nuremberg?

– Una vez. Justo después de la guerra, pero no puedo decir que me gusten mucho los bávaros. ¿Y tú?

– Es la primera vez. Pero sé lo que quiere decir sobre los bávaros. Su extraño conservadurismo. Son un montón de tonterías, ¿no? -Miró por la ventana durante un minuto, contemplando el panorama del campo alemán. Volviendo a mirarme, continuó-: ¿Cree de verdad que Streicher podría tener algo que ver con esos asesinatos, señor?

– En este caso no es que nos sobren pistas, ¿verdad? Tampoco parece que el Gauleiter de Franconia sea lo que se dice popular. Arthur Nebe llegó a decirme que Julius Streicher es uno de los mayores delincuentes del Reich y que ya hay varias investigaciones en marcha contra él. Tenía interés en que habláramos personalmente con el comisario jefe de la policía de Nuremberg. Por lo que parece, no existe mucho cariño entre él y Streicher. Pero, al mismo tiempo, tenemos que ser extremadamente cautos. Streicher dirige su distrito como un déspota oriental, por no mencionar el hecho de que se trata de tú con el Führer.

Cuando el tren llegó a Leipzig, un joven jefe de una compañía naval de las SA entró en nuestro compartimiento, y Korsch y yo nos fuimos en busca del coche restaurante. Para cuando hubimos acabado de comer el tren estaba ya en Gera, cerca de la frontera checa, pero, pese a que nuestro compañero de viaje de las SA se bajó en esa parada, no había señal alguna de las concentraciones de tropas de que habíamos oído hablar. Korsch sugirió que la presencia del hombre de las SA navales significaba que iba a haber un ataque anfibio, y estuvimos de acuerdo en que esto era lo mejor para todo el mundo, dado que la frontera era montañosa en su mayor parte.

Caía ya la tarde cuando el tren entró en la estación Haupt, en el centro de Nuremberg. Fuera, al lado de la estatua ecuestre de algún aristócrata desconocido, cogimos un taxi que nos llevó hacia el este, siguiendo el Frauentorgraben paralelamente a las murallas de la ciudad antigua. Las murallas alcanzan una altura de siete u ocho metros y están dominadas a intervalos por grandes torres cuadradas. Esta alta muralla medieval y un gran foso seco y herboso que llega a los treinta metros de ancho ayudan a diferenciar el viejo Nuremberg del nuevo, que lo rodea sin penetrar en él en ningún momento.