Nuestro hotel era el Deustcher Hof, uno de los mejores y más antiguos de la ciudad, y desde nuestras habitaciones se dominaban unas vistas excelentes por encima de la muralla de los tejados, con su acusada inclinación, y sus regimientos de sombreretes de chimenea.
A principios del siglo XVIII, Nuremberg era la ciudad más grande del antiguo reino de Franconia, así como uno de los principales mercados de intercambio entre Alemania,Venecia y el Este. Seguía siendo la principal ciudad comercial y fabril del sur de Alemania, pero ahora tenía una nueva importancia, era la capital del nacionalsocialismo. Cada año, Nuremberg era la anfitriona de los multitudinarios mítines del partido, en un espacio que era fruto de la mente del arquitecto personal de Hitler, Speer.
Dado lo considerados que eran los nazis, no era necesario ir a Nuremberg para ver uno de esos orquestados acontecimientos, de modo que en septiembre la gente dejaba de ir al cine para no tener que presenciar, allí sentada, un rollo tras otro de película en la que no aparecía prácticamente otra cosa que el dichoso acontecimiento.
Según todos los informes, a veces llegaba a haber hasta cien mil personas en el Campo Zeppelin, de banderas ondeantes. Nuremberg, como cualquier ciudad de Baviera, que yo recuerde, nunca había ofrecido mucho en cuanto a auténticas diversiones.
Dado que no teníamos cita con Martin, el jefe de policía de Nuremberg, hasta las diez de la mañana siguiente, Korsch y yo nos sentimos obligados a pasar la tarde buscando algún espectáculo al que asistir; especialmente porque la Kri po pagaba la cuenta. Era una idea que tenía un encanto personal para Korsch.
– Esto no está nada mal -dijo entusiásticamente-. El Alex no solo paga mi estancia en un hotel elegante, sino que además también me regala las horas extras.
– Disfrútalo al máximo -dije-. No suele pasar que tipos como tú y yo lleguemos a actuar como los peces gordos del partido. Y si Hitler consigue su guerra, puede que tengamos que vivir de este pequeño recuerdo mucho tiempo.
Muchos de los bares de Nuremberg tenían el aspecto de lugares que podían haber sido la sede de pequeños gremios. Estaban llenos de recuerdos militares y otras reliquias del pasado, y las paredes estaban, a menudo, adornadas con viejos cuadros y curiosos souvenirs reunidos por generaciones de propietarios, que no tenían más interés para nosotros que un conjunto de tablas logarítmicas. Pero, por lo menos, la cerveza era buena, eso era algo que siempre se podía decir de Baviera, y en el Braue Flasche, de la Hall Platz, donde paramos para cenar, la comida era incluso mejor.
De vuelta al Deutscher Hof entramos en la cafetería para tomar un coñac y nos encontramos con una visión que nos dejó estupefactos. Sentadas a una mesa en un rincón, borrachas como cubas, había un grupo de tres personas, dos rubias descerebradas y, vestido con la cazadora de color marrón claro y una única hilera de botones de los cabecillas políticos del NSDAP, el Gauleiter de Franconia, el mismísimo Julius Streicher en persona.
El camarero que nos trajo las bebidas sonrió nerviosamente cuando le pedimos que nos confirmara si era realmente Julius Streicher quien estaba sentado en el rincón. Dijo que sí y se marchó rápidamente cuando Streicher empezó a gritar pidiendo otra botella de champán.
No era difícil entender por qué Streicher despertaba miedo. Aparte de su rango, que le daba bastante poder, el hombre tenía un cuerpo como el de un practicante del boxeo sin guantes. Sin apenas cuello, la cabeza calva, las orejas pequeñas, el mentón de aspecto sólido y unas cejas casi invisibles, Streicher era una versión suavizada de Benito Mussolini. Su evidente belicosidad ganaba aún mayor fuerza gracias a una enorme fusta de piel de rinoceronte que descansaba en la mesa delante de él, como una larga y negra serpiente.
Golpeó la mesa con el puño, de forma que todos los vasos y cubiertos vibraron sonoramente.
– ¿Qué cojones tiene que hacer un hombre para que le sirvan aquí, joder? -le chilló al camarero-. Nos morimos de sed. -Señaló a otro camarero-. Tú, te dije que nos vigilaras, tú, caraculo, y que en cuanto vieras una botella vacía, nos trajeras otra. ¿Es que eres estúpido o qué?
Volvió a golpear la mesa con el puño, para gran diversión de sus dos acompañantes que soltaron grititos de placer y convencieron a Streicher para que se riera de su propio malhumor.
– ¿A quién le recuerda? -preguntó Korsch.
– A Al Capone -dije sin pensarlo-. En realidad, todos ellos me recuerdan a Al Capone -añadí.
Fuimos tomando nuestro coñac y contemplamos el espectáculo, lo cual era mucho más de lo que habíamos esperado recién empezada nuestra visita; a medianoche, el grupo de Streicher y nosotros éramos los únicos que quedábamos en el café, ya que los demás se habían marchado, huyendo de los constantes juramentos del Gauleiter. Otro camarero se acercó a nuestra mesa para limpiarla y vaciar el cenicero.
– ¿Siempre está tan mal? -le pregunté.
El camarero soltó una risita amarga.
– ¿Esto? Esto no es nada -dijo-. Tendrían que haberlo visto hace diez días, cuando acabaron los mítines del partido. Armó la Di os es Cristo aquí.
– ¿Y por qué le permiten la entrada? -le preguntó Korsch.
El camarero lo miró con conmiseración.
– ¿Está de broma? Intente impedírselo. El Deutscher es su abrevadero favorito. No tardaría en encontrar cualquier pretexto para cerrarnos si nos atreviéramos a echarlo a la calle. O puede que algo peor que eso, ¿quién sabe? Dicen que suele ir al Palacio de Justicia de la Fur therstrasse y azotar con la fusta a los niños que hay encerrados en las celdas.
– Bueno, no me gustaría ser judío en esta ciudad -dijo Korsch.
– Tiene toda la razón -dijo el camarero-. El mes pasado convenció a una masa de gente para que quemaran la sinagoga.
Ahora Streicher empezó a cantar, acompañado de la percusión que le proporcionaban el tenedor y el cuchillo sobre el tablero de la mesa, que antes había despojado del mantel. La combinación de sus golpes, su acento, su borrachera y su completa incapacidad para entonar una melodía, por no hablar de los chillidos y risitas de sus dos invitadas, hicieron que a Korsch y a mí nos fuera imposible reconocer la canción. Pero se podría apostar a que no era de Kurt Weill y que tuvo el efecto de hacer que nos fuéramos a la cama.
A la mañana siguiente, anduvimos un corto trecho hasta la Jakob ’s Platz, donde, frente a una hermosa iglesia, se levanta una fortaleza construida por la vieja orden de los caballeros teutónicos. En su extremo sureste, incluye un edificio con cúpula que es la Eli sabeth-Kirche, mientras que en el suroeste, en la esquina con la Schlot fegergasse, están los antiguos cuarteles, ahora la comisaría central de la policía. Que yo sepa, no había ninguna otra comisaría de policía en toda Alemania que pudiera disfrutar de los servicios de su propia iglesia católica.
– De esa manera puedes tener la seguridad de arrancar una confesión de cualquiera, sea de una forma o de otra -bromeó Korsch.
El SS Obergruppenführer doctor Benno Martin, entre cuyos predecesores como jefe supremo de la policía de Nuremberg se contaba Heinrich Himmler, nos recibió en su lujoso despacho del piso superior. El aspecto de aquel lugar era tal que yo casi esperaba que nos recibiera con un sable en la mano y, de hecho, cuando se volvió hacia un lado observé que tenía la cicatriz de un duelo en la mejilla.
– ¿Y qué tal está Berlín? -preguntó con voz suave, ofreciéndonos un cigarrillo de su caja.
Su propio pitillo lo encajó en una boquilla de palisandro que más bien parecía una pipa y que sostenía el cigarrillo vertical, formando un ángulo recto con su cara.