– Las cosas están tranquilas -dije-. Pero es porque todos aguantamos la respiración.
– Exacto -dijo, y con un gesto señaló el periódico que había sobre la mesa-. Chamberlain ha volado a Bad Godesberg para proseguir las conversaciones con el Führer.
Korsch se acercó el periódico y echó un vistazo al titular. Luego volvió a dejarlo en su sitio.
– Hay demasiadas malditas conversaciones, si quieren que les diga la verdad -dijo Martin.
Solté un gruñido ambiguo.
Martin sonrió y apoyó la cuadrada barbilla en la mano.
– Arthur me ha dicho que hay un psicópata suelto por las calles de Berlín, violando y cortando la flor de la pureza alemana. También me ha dicho que tienen intención de echar una ojeada al más infame de los psicópatas de Alemania para ver si van de la mano. Me refiero, claro, a ese esfínter de cerdo, Streicher. ¿Estoy en lo cierto?
Respondí a su fría y penetrante mirada y se la sostuve.
Estaba dispuesto a apostar a que el general tampoco era ningún monaguillo. Nebe había descrito a Benno Martin como un administrador muy capacitado. Para un jefe de la policía nazi eso podía significar casi cualquier cosa, sin excluir un Torquemada.
– Exacto, señor -dije, y le mostré la portada de Der Stürmer-. Esto ilustra exactamente cómo fueron asesinadas las cinco chicas. Con la excepción del judío que recoge la sangre en un cáliz, claro.
– Claro -dijo Martin-. Pero no han descartado la posibilidad de que sea un judío.
– No, pero…
– Pero es la misma teatralidad de este modo de asesinar lo que le hace dudar de que sea uno de ellos, ¿estoy en lo cierto?
– Eso… y el hecho de que ninguna de las chicas sea judía.
– Puede que prefiera jóvenes más atractivas -dijo Martin con una sonrisa-. Puede que prefiera las rubias de ojos azules a las depravadas mestizas judías. O puede que solo sea una coincidencia. -Observó mi expresión de duda-. Pero usted no es un hombre que crea mucho en las coincidencias, ¿verdad Kommissar?
– No cuando se trata de asesinatos, no señor. Veo patrones donde otras personas ven coincidencias. O por lo menos lo intento. -Me recosté en la silla, cruzando las piernas-. ¿Está familiarizado con el trabajo de Carl Jung sobre el tema, señor?
Soltó un gruñido de desprecio.
– Por todos los santos, ¿a eso se dedica ahora la Kri po de Berlín?
– Creo que habría sido un buen policía, señor -dije sonriendo amablemente-, si me permite decirlo.
– Ahórreme la conferencia de psicología, Kommissar -dijo Martin con un suspiro-. Dígame tan solo qué patrón en concreto ve que pueda implicar a nuestro amado Gauleiter de Nuremberg.
– Verá señor, se trata de esto: se me ha ocurrido que alguien pudiera estar tratando de confeccionar una mortaja muy desagradable para meter dentro a los judíos.
Ahora fue el general quien enarcó una ceja.
– ¿De verdad le importa lo que les suceda a los judíos?
– Señor, me importa lo que les suceda esta noche a unas chicas de quince años en el camino de la escuela a casa. -Le entregué al general una hoja de papel mecanografiado-. Estas son las fechas en las cuales desaparecieron las cinco chicas. Confiaba en que pudiera decirme si Streicher o alguno de sus asociados estuvieron en Berlín en alguna de estas ocasiones.
Martin echó una ojeada a la hoja.
– Supongo que puedo averiguarlo -dijo-. Pero puedo decirle que allí es prácticamente persona non grata. Hitler lo mantiene aquí, apartado, para que las únicas personas a las que pueda molestar sean gente sin importancia, como yo. Por supuesto, eso no quiere decir que Streicher no visite Berlín en secreto alguna vez. Al Führer le gusta la conversación de sobremesa de Streicher, aunque no consigo imaginar por qué, ya que aparentemente también le gusta la mía.
Se volvió hacia la mesa llena de teléfonos que había al lado del escritorio y llamó a su ayudante, ordenándole que estableciera el paradero de Streicher en las fechas que yo le había dado.
– Según me pareció entender en Berlín, usted también tenía cierta información relativa a la conducta delictiva de Streicher -dije.
Martin se levantó y fue a su archivo. Riendo contenidamente sacó una carpeta tan gruesa como una caja de zapatos y volvió con ella al escritorio.
– No hay prácticamente nada que yo no sepa de ese cabrón -gruñó-. Sus guardias de las SS son hombres míos. Su teléfono está pinchado y tengo aparatos de escucha en todas sus casas. Incluso tengo fotógrafos de guardia constante en una tienda frente a la habitación en la que ve a una prostituta de vez en cuando.
Korsch dejó escapar un taco que era a la vez de admiración y sorpresa.
– Así pues, ¿por dónde quiere empezar? Podría llenar un departamento entero con las actividades de ese cabrón en esta ciudad. Denuncias por violación, pleitos por paternidad, agresiones a niños con ese látigo que lleva, soborno de funcionarios públicos, apropiación indebida de fondos del partido, fraude, robo, falsificación, incendio, extorsión… hablamos de un gángster, caballeros. Un monstruo que aterroriza a la gente de esta ciudad, no paga nunca sus cuentas, lleva las empresas a la bancarrota y arruina la carrera de hombres honrados que tuvieron el valor de enfrentarse a él.
– Tuvimos oportunidad de verlo nosotros mismos -dije-. Anoche, en el Deutscher Hof. Estaba de juerga con un par de señoras.
El general me dedicó una mirada cáustica.
– Señoras… está bromeando, claro. Sin duda alguna, no serían más que vulgares prostitutas. Las presenta a todo el mundo como actrices, pero son prostitutas. Streicher está detrás de buena parte de la prostitución organizada de esta ciudad.
Abrió la carpeta, que era como una caja, y empezó a pasar las hojas de denuncias.
– Abusos deshonestos, daños, cientos de acusaciones por corrupción… Streicher dirige esta ciudad como si fuera su reino personal, impunemente.
– Las acusaciones por violación suenan interesantes -dije-. ¿Qué sucedió?
– No se presentaron pruebas. Las víctimas fueron intimidadas o compradas. Verá, Streicher es un hombre muy rico. Aparte de lo que saca como gobernador del distrito, vendiendo favores, incluso cargos, hace una fortuna con ese repugnante periódico suyo. Tiene una circulación de medio millón de ejemplares, que a treinta pfennigs cada uno suman ciento cincuenta mil reichsmarks a la semana. -Korsch silbó-. Y eso sin contar lo que saca de publicidad. Ah, sí, Streicher puede pagarse un enorme montón de favores.
– ¿Hay algo más grave que las acusaciones de violación?
– ¿Quiere decir si ha asesinado a alguien?
– Sí.
– Bueno, no vamos a contar el linchamiento de algún judío aquí y allí. A Streicher le gusta organizarse un bonito pogromo particular de vez en cuando. Dejando aparte todo lo demás, le da la oportunidad de hacerse con un poco de botín extra. Y descartaremos también la chica que murió en su casa a manos de un practicante de abortos ilegales. Streicher no sería el primer alto cargo del partido que se procura un aborto ilegal. Eso nos deja con dos homicidios sin resolver que le señalan como implicado.
»Uno, un camarero de una fiesta a la que asistía Streicher, que decidió escoger aquella ocasión para suicidarse.
Un testigo vio a Streicher paseando por los jardines con el camarero menos de veinte minutos antes de que apareciera ahogado en el estanque. El otro, el de una joven actriz conocida de Streicher, cuyo cuerpo desnudo se encontró en el Luitpoldhain Park. La habían azotado hasta matarla con un látigo de cuero. ¿Saben?, yo vi el cuerpo y no le quedaba ni un centímetro de piel.
Volvió a sentarse, visiblemente satisfecho con el efecto que sus revelaciones habían tenido en Korsch y en mí mismo. Con todo, no pudo resistirse a añadir unos cuantos detalles obscenos más que se le ocurrieron.