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– Y además, está la colección de pornografia de Streicher: él se jacta de que es la mayor de Nuremberg. Jactarse es lo que Streicher hace mejor: del número de hijos ilegítimos que ha engendrado, del número de sueños húmedos que ha tenido esa semana, de la cantidad de niños a los que ha azotado ese día… Incluso incluye ese tipo de detalles en sus discursos públicos.

Cabeceé y me oí suspirar. ¿Cómo habíamos llegado a este estado de cosas? ¿Cómo podía ser que un monstruo sádico como Streicher hubiera llegado a una posición de poder virtualmente absoluto? ¿Y cuántos más habría como él? Pero quizá lo más sorprendente era que yo siguiera teniendo la capacidad de asombrarme ante lo que sucedía en Alemania.

– ¿Y qué hay de los socios de Streicher? -dije-. Los redactores de Der Stürmer. Sus colaboradores personales. Si Streicher está tratando de colgarles el muerto a los judíos podría estar utilizando a otro para que hiciera el trabajo sucio.

El general Martin frunció el ceño.

– Sí, pero ¿por qué hacerlo en Berlín? ¿Por qué no hacerlo aquí?

– Se me ocurren un par de buenas razones -dije-. ¿Quiénes son los principales enemigos de Streicher en Berlín?

– Exceptuando a Hitler, y posiblemente a Goebbels, tiene donde escoger. -Se encogió de hombros-. Goering el primero, luego Himmler y Heydrich.

– Eso es lo que pensaba que diría. Ahí tiene su primera razón. Cinco asesinatos sin resolver en Berlín causarían una incomodidad máxima a, por lo menos, dos de sus peores enemigos.

Asintió.

– ¿Y la segunda razón?

– Nuremberg tiene un historial de asalto a los judíos -dije-. Los pogromos son bastante corrientes aquí. Pero Berlín sigue siendo comparativamente generosa en su trato a los judíos. Así que si Streicher hiciera recaer la culpa de los asesinatos en los jefes de la comunidad judía de Berlín, eso empeoraría las cosas para todos ellos; quizás incluso para los judíos de toda Alemania.

– Puede que haya algo de eso -admitió, cogiendo otro cigarrillo y colocándolo en su curiosa boquilla-. Pero llevará tiempo organizar esta clase de investigación. Naturalmente, doy por hecho que Heydrich garantizará la plena cooperación de la Ges tapo. Creo que el caso merece el más alto nivel de vigilancia, ¿no opina lo mismo, Kommissar?

– Ciertamente eso es lo que escribiré en mi informe.

Sonó el teléfono. Martin contestó y luego me pasó el aparato.

– Berlín -dijo-. Para usted.

Era Deubel.

– Ha desaparecido otra chica -dijo.

– ¿Cuándo?

– Anoche, alrededor de las nueve. Rubia, ojos azules, la misma edad que las otras.

– ¿Ningún testigo?

– Hasta ahora no.

– Volveremos en el tren de la tarde.

Le devolví el teléfono a Martin.

– Parece que nuestro asesino volvió a estar ocupado anoche -expliqué-. Ha desaparecido otra chica, más o menos a la hora en que Korsch y yo estábamos sentados en la cafetería del Deutscher Hof proporcionándole una coartada a Streicher.

Martin hizo un gesto con la cabeza.

– Habría sido mucho esperar que Streicher se hubiera ausentado de Nuremberg en todas las fechas que me ha dado -dijo-; pero no tire la toalla. Puede que aún consigamos establecer algún tipo de coincidencia que afecte a Streicher y a sus socios y que le satisfaga a usted y también a mí, por no hablar de ese tipo, Jung.

12. Sábado, 24 de septiembre

Steiglitz es un barrio próspero, de clase media, en el suroeste de Berlín. El ladrillo rojo del ayuntamiento señala su lado más oriental y el Jardín Botánico el oeste. Era en este extremo, cerca del Museo Botánico y el Instituto Fisiológico Planzen, donde vivía Frau Hildegard Steininger con sus dos hijos, Emmeline, de catorce años, y Paul, de diez.

Herr Steininger, muerto víctima de un accidente de automóvil, un brillante funcionario de banca del Privat Kommerz, estaba asegurado hasta la raíz del pelo y había dejado a su joven viuda bien acomodada en un piso de seis habitaciones en la Lep sius Strasse.

En el piso superior de un edificio de cuatro plantas, la vivienda tenía un balcón de hierro forjado en el exterior de un pequeño ventanal pintado de marrón, y no uno, sino tres tragaluces en el techo del salón. Era un lugar grande, aireado, amueblado y decorado con gusto y con un fuerte olor al café que ella estaba preparando.

– Siento obligarla a sufrir todo esto otra vez -le dije-. Solo quiero estar absolutamente seguro de que no pasamos nada por alto.

Suspiró y se sentó a la mesa de la cocina, abrió su bolso de piel de cocodrilo y sacó una pitillera a juego. Le di fuego y observé cómo su hermosa cara se tensaba un poco. Habló como si hubiera ensayado lo que estaba diciendo demasiadas veces como para ofrecer una buena actuación.

– Los jueves por la noche Emmeline va a una clase de danza con Herr Wiechert, en Potsdam. En la Gros se Weinmeisterstrasse, si quiere saber la dirección. Es a las ocho, así que sale de aquí a las siete y coge un tren en la estación Steglitz que tarda treinta minutos. Creo que tiene que hacer transbordo en Wannsee. Bueno, exactamente a las ocho y diez, Herr Wiechert me llamó para preguntar si Emmeline, estaba enferma porque no había llegado.

Serví el café y puse dos tazas sobre la mesa antes de sentarme delante de ella.

– Como Emmeline nunca, absolutamente nunca, llega tarde, le pedí a Herr Wiechert que me volviera a llamar tan pronto como llegara.Y me volvió a llamar, a las ocho y media y luego a las nueve, pero en ambas ocasiones fue para decirme que seguía sin haber señal alguna de ella. Esperé hasta las nueve y media y llamé a la policía.

Tomó su café con mano firme, pero no era difícil ver que estaba trastornada. Había una acuosidad en sus ojos azules y en la manga de su vestido de crespón azul se podía ver un pañuelo de encaje que parecía empapado.

– Hábleme de su hija. ¿Es una chica feliz?

– Tan feliz como puede serlo alguien que hace poco ha perdido a su papá.

Se apartó el pelo de la cara, algo que habría hecho no una, sino cincuenta veces mientras yo estaba allí, y miró fijamente y sin expresión el interior de la taza de café.

– Ha sido una pregunta estúpida -dije-, lo siento. -Saqué los cigarrillos y llené el silencio con el raspar de la cerilla y mi respiración obstaculizada por el placentero humo del tabaco-. Asiste a la escuela Paulsen Real Gymnasium, ¿verdad? ¿Todo va bien allí? ¿No tiene problemas con los exámenes o algo similar? ¿Nadie la intimida o la acosa?

– Puede que no sea la chica más brillante de la clase -dijo Frau Steininger-, pero es muy popular. Emmeline tiene montones de amigos.

– ¿Y la BdM?

– ¿La qué?

– La Li ga de Mujeres alemanas.

– Ah, eso. Todo va bien igualmente. -Se encogió de hombros y luego movió la cabeza, exasperada-. Es una niña normal, Kommissar. Emmeline no es de la clase que se escapa de casa, si eso es lo que está insinuando.

– Como ya le he dicho, siento tener que hacerle todas estas preguntas, Frau Steininger, pero son preguntas que tienen que hacerse; estoy seguro de que lo comprende. Es mejor que lo sepamos absolutamente todo.

Tomé un sorbo de café y luego contemplé los posos del fondo de la taza. ¿Qué significaría una forma como de vieira?, me pregunté.

– ¿Qué hay de novios?

Frunció el ceño.

– Por amor de Dios, tiene catorce años.

Apagó el cigarrillo con furia.

– Las chicas maduran antes que los chicos. Antes de lo que querríamos, quizá. -Cristo, ¿qué sabía yo de eso? «Escuchen al hombre que tiene todos esos malditos niños», pensé.

– Todavía no le interesan los chicos.

Me encogí de hombros.