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– Me alegro de saberlo. ¿Por qué no me informaron de nada de esto antes? -Korsch se encogió de hombros-. ¿Has comentado algo de esto al equipo que investiga la muerte de Bautz? Me refiero al puñetazo del cigarrillo y a la pistola de Deubel.

– Todavía no, señor.

– Entonces nos encargaremos nosotros mismos.

– ¿Qué va a hacer?

– Eso dependerá de si sigue teniendo la pistola o no. Si tú hubieras agujereado a Bautz, ¿que harías con ella?

– Buscaría la fundición de hierro más cercana.

– Exacto. Así que si no me puede mostrar esa pistola para que la examine, entonces lo apartaré de esta investigación. Puede que no fuera suficiente para un tribunal, pero lo será para mí. En mi equipo no hay lugar para los asesinos.

Korsch se rascó la nariz, pensativo, evitando la tentación de hurgársela.

– Supongo que no tienes idea de dónde está el inspector Deubel, ¿verdad?

– ¿Alguien me busca?

Deubel entró por la puerta con aire despreocupado. La peste a cerveza que lo acompañaba era suficiente para explicar dónde había estado. De la comisura del labio le colgaba un cigarrillo sin encender. Clavó los ojos, agresivo, en Korsch y luego, con una aversión vacilante, en mí. Estaba borracho.

– He estado en el Café Kerkau -dijo con una boca que se negaba a moverse como él habría esperado-. No pasa nada, ¿sabe? No pasa nada, no estoy de servicio. Por lo menos, no durante otra hora. Estaré bien para entonces. No se preocupe por mí. Puedo cuidar de mí mismo.

– ¿De qué más has estado cuidando?

Se enderezó como una marioneta de la que tiran hacia atrás para ponerla recta sobre las vacilantes piernas.

– He estado haciendo preguntas en la estación donde desapareció la Ste ininger.

– No me refiero a eso.

– ¿No? ¿No? Bueno, pues, ¿a qué se refiere, Kommissar?

– Alguien ha asesinado a Gottfried Bautz.

– ¿Qué? ¿A ese checo cabrón? -Soltó una carcajada que era en parte eructo y en parte salivazo.

– Tenía la mandíbula partida, y el extremo de un cigarrillo en la boca.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Es una de tus especialidades, ¿no? El puñetazo del cigarrillo. Te lo he oído contar a ti mismo.

– No lo tengo patentado, Gunther. -Dio una larga calada al cigarrillo apagado y entrecerró los nublados ojos-. ¿Me está acusando de cargármelo?

– ¿Puedo ver su pistola, inspector Deubel?

Durante unos segundos Deubel permaneció allí, de pie, despectivo, antes de llevar la mano a su sobaquera. Detrás de él, Korsch acercó lentamente la mano a su propia pistola y mantuvo la mano sobre la culata hasta que Deubel dejó la Wal ther PPK encima de la mesa. La cogí y olí el cañón, observando su cara para ver si mostraba alguna señal de saber que a Bautz lo habían matado con un arma de mucho menor calibre.

– Lo mataron de un disparo, ¿eh? -dijo con una sonrisa.

– Más bien lo ejecutaron -dije-. Parece que alguien le metió un tiro entre los ojos mientras estaba inconsciente.

– Me deja de una pieza -dijo Deubel moviendo la cabeza lentamente.

– No lo creo.

– Está meando fuera de tiesto, Gunther, y confiando en que las salpicaduras me ensucien el jodido pantalón. Claro que no me gustaba esa mierda de checo, igual que odio a cualquier pervertido que toca a los niños y hace daño a las mujeres. Pero eso no significa que haya tenido algo que ver con su asesinato.

– Hay una manera fácil de convencerme de ello.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

– Enséñame esa pistolita de liguero que tienes. La Lit tle Tom.

Deubel levantó las manos con aire inocente.

– ¿Qué pistolita de liguero? No tengo ninguna pistola así. El único hierro que llevo es el que está encima de la mesa.

– Todos los que han trabajado contigo saben lo de esa pistola. Has alardeado de ella muchas veces. Muéstramela y estarás limpio, pero si no la tienes, entonces tendré que pensar que has tenido que deshacerte de ella.

– ¿De qué está hablando? Como he dicho, no tengo…

Korsch se puso de pie y dijo:

– Vamos, Eb. Tú mismo me enseñaste esa pistola hace solo un par de días. Incluso dijiste que nunca ibas sin ella.

– Tú, cabrón de mierda, te pones de su lado en contra de uno de los tuyos, ¿eh? ¿No te das cuenta? Él no es uno de los nuestros. Es uno de esos espías de mierda de Heydrich. Le importa una mierda la Kri po.

– Yo no lo veo así -dijo Korsch con voz tranquila-. Entonces, ¿qué? ¿Vamos a ver esa pistola o no?

Deubel negó con la cabeza, sonrió y me apuntó con el dedo, amenazador.

– No puede probar nada. Nada de nada. Y lo sabe, ¿verdad?

Aparté la silla hacia atrás con la parte posterior de las piernas. Tenía que estar de pie para decir lo que iba a decir.

– Puede que no. De todos modos, estás fuera de este caso. A mí, particularmente, me importa un comino lo que te pase, Deubel. Por mí puedes arrastrarte de nuevo al estercolero del que hayas salido. Soy muy exigente en cuanto a la gente con la que trabajo. No me gustan los asesinos.

Deubel mostró los amarillentos dientes aún más. Su sonrisa parecía el teclado de un viejo piano muy desafinado. Subiéndose los lustrosos pantalones de franela, cuadró los hombros y sacó la barriga en mi dirección. Apenas pude resistir la tentación de darle un buen puñetazo en ella, pero le habría ido muy bien que yo empezara una pelea así.

– Tiene que abrir los ojos, Gunther. Dése una vuelta por las celdas y las salas de interrogatorio y vea lo que está pasando en este sitio. ¿Exigente en cuanto a la gente con la que trabaja? Pobre cerdo asqueroso. En este edificio hay personas a las que se les están dando palizas hasta matarlas. Probablemente ahora mismo, mientras hablamos. ¿De verdad cree que a alguien le importa un carajo lo que le pase a un mierda de pervertido? El depósito está lleno de ellos.

Me oí contestar, con lo que incluso a mí me pareció una rematada ingenuidad.

– A alguien tiene que importarle un carajo, de lo contrario no somos mejores que los criminales. No puedo impedir que otros lleven los zapatos llenos de mierda, pero sí que puedo limpiar los míos. Desde el principio sabías que así era como yo quería que fuese, pero tuviste que hacerlo a tu manera, a la manera de la Ges tapo, que dice que una mujer es una bruja si flota y que es inocente si se hunde hasta el fondo. Ahora sal de mi vista antes de que me sienta tentado de comprobar si mis influencias con Heydrich llegan hasta echarte de la Kri po de una patada en el culo.

Deubel soltó una risita burlona.

– Eres un puto maricón -dijo, y después de clavarle la mirada a Korsch hasta que su pestilente aliento a borracho le obligó a apartarse, se fue dando bandazos.

Korsch meneó la cabeza.

– Nunca me había gustado ese cabrón, pero no creía que fuera… -dijo volviendo a menar la cabeza.

Me dejé caer en la silla y alargué la mano hacia el cajón del escritorio y la botella que guardaba allí.

– Por desgracia, tiene razón -dije, llenando un par de vasos. Respondí a la intrigada mirada de Korsch con una amarga sonrisa-. Acusar a un policía de Berlín de asesinato… -Solté una carcajada-. Joder, es lo mismo que tratar de detener a alguien por estar borracho en la fiesta de la cerveza de Munich.

13. Domingo, 25 de septiembre

– ¿Está Herr Hirsch en casa?

El anciano que había abierto la puerta se enderezó y luego asintió.

– Yo soy Herr Hirsch -dijo.

– ¿Es usted el padre de Sarah Hirsch?

– Sí, ¿quién es usted?

Debía de tener por lo menos setenta años, era calvo, con el pelo blanco largo, cubriéndole el cuello de la camisa, y no muy alto, encorvado incluso. Era difícil imaginar que aquel hombre fuera el padre de una chica de quince años. Le mostré mi placa.