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Frau Lange se sentó en una chaise longue de color verde y extendió el pelo del perro por encima de su generoso regazo como si fuera una labor de punto que fuera a seguir tejiendo mientras me explicaba cuál era su problema. Supuse que estaría cerca de los cincuenta y cinco. No es que eso importara. Cuando las mujeres superan los cincuenta su edad deja de tener interés para nadie salvo para ellas mismas. Con los hombres sucede justamente lo contrario.

Sacó una pitillera y me invitó a fumar, añadiendo como advertencia:

– Son mentolados.

Creo que fue la curiosidad lo que me hizo coger uno, pero con la primera calada se me encogió el estómago y comprendí que había olvidado por completo lo asqueroso que es el sabor a mentol. Ella se echó a reír cloqueando cuando vio mi evidente incomodidad.

– ¡Apáguelo, hombre de Dios! Tienen un sabor horrible. No sé por qué los fumo, de verdad que no lo sé. Fume uno de los suyos o no conseguiré que me preste atención.

– Gracias -dije apagándolo en un cenicero del tamaño de un tapacubos-. Me parece que será lo mejor.

– Y ya que está en ello, sírvanos una bebida. No sé a usted, pero a mí me vendría bien.

Señaló hacia un secreter Biedermeier, cuya sección superior, con sus columnas jónicas de bronce, representaba un antiguo templo griego en miniatura.

– Hay una botella de ginebra ahí dentro -dijo-. No le puedo ofrecer nada salvo zumo de lima para mezclarla. Me temo que es lo único que bebo.

Era un poco temprano para mí, pero preparé dos combinados. Me gustó que tratara de hacer que me sintiera cómodo, aunque se suponía que ésa era una de mis habilidades profesionales. Pero es que Frau Lange no estaba nerviosa en lo más mínimo.Tenía todo el aspecto de ser una dama con un buen número de habilidades profesionales propias. Le alargué la bebida y me senté en una chirriante butaca de cuero que estaba al lado de la chaise longue.

– ¿Es usted un hombre observador, Herr Gunther?

– Soy capaz de ver lo que está sucediendo en Alemania, si se refiere a eso.

– No me refería a eso, pero me alegra saberlo, de todos modos. No, lo que yo quería decir era si es bueno viendo cosas.

– Vamos, Frau Lange, no hay necesidad alguna de actuar como un gato que da vueltas alrededor de la leche caliente. Vaya derecha al plato y bébasela. -Esperé un segundo, observando su creciente incomodidad-. Lo diré por usted si quiere. Lo que me pregunta es si soy bueno como detective.

– Me temo que no sé casi nada de esos asuntos.

– No hay razón alguna por la que tuviera que saber algo.

– Pero si he de confiar en usted, me parece que debería saber algo de sus credenciales.

Sonreí y dije:

– Como comprenderá, el mío no es un tipo de negocio en el que pueda mostrarle el testimonio de varios clientes satisfechos. La confidencialidad es tan importante para mis clientes como en un confesionario. Quizás incluso más importante.

– Pero entonces, ¿cómo puedes saber que has contratado los servicios de alguien que es bueno en lo que hace?

– Soy muy bueno en lo que hago, Frau Lange. Mi reputación es bien conocida. Hace un par de meses incluso me hicieron una oferta por mi negocio. Y si quiere saberlo, era una oferta muy buena.

– ¿Y por qué no vendió?

– En primer lugar, la empresa no estaba en venta. Y en segundo lugar, resultaría igual de malo como empleado que como patrón. De cualquier modo, es halagador que suceda una cosa así. Claro que todo esto no viene al caso. La mayoría de personas que quieren los servicios de un investigador privado no necesitan comprar la firma. Por lo general, suelen pedir a sus abogados que le busquen a alguien. Averiguará que me recomiendan varios bufetes de abogados, incluyendo aquellos a los que no les gustan ni mi acento ni mis modales.

– Perdóneme, Herr Gunther, pero la abogacía es una profesión demasiado sobrevalorada.

– No se lo discuto. Todavía tengo que encontrar un abogado que no sea capaz de robarle los ahorros a su madre; los ahorros y el colchón donde los esconde.

– En todas las cuestiones de negocios, siempre he descubierto que mi propio criterio era mucho más de fiar.

– ¿Cuál es su negocio exactamente, Frau Lange?

– Soy propietaria y directora de una editorial.

– ¿ La Edi torial Lange?

– Como le he dicho, pocas veces me he equivocado al seguir mi propio criterio, Herr Gunther. El negocio editorial tiene todo que ver con el gusto, y para saber qué se venderá, uno debe entender algo de los gustos de las personas a quienes vende. Mire, yo soy berlinesa hasta la médula y creo conocer esta ciudad y a su gente tan bien como cualquiera. Así que, volviendo a mi pregunta original, que tenía que ver con sus dotes de observación, respóndame a esto: si yo fuera forastera en Berlín, ¿cómo me describiría a la gente de esta ciudad?

– ¿Qué es un berlinés, eh? -dije sonriendo-. Es una buena pregunta. Hasta ahora ninguno de mis clientes me ha pedido que salte a través de un par de aros para demostrar qué perro tan inteligente soy. ¿Sabe?, por lo general no suelo hacer esa clase de exhibiciones, pero en su caso voy a hacer una excepción. A los berlineses les gusta que la gente haga excepciones por su causa. Espero que esté prestando atención porque he empezado mi actuación. Sí, les gusta que les hagan sentirse excepcionales, aunque al mismo tiempo quieren mantener las apariencias. En su mayoría, tienen el mismo aspecto. Una bufanda, sombrero y zapatos que podrían llevarte hasta Shanghai sin hacerte ni una rozadura. Da la casualidad de que a los berlineses les gusta andar, razón por la cual tantos tienen perro; un perro fiero si eres viril, un perro mono si eres otra cosa. Los hombres se peinan más que las mujeres y además se dejan crecer unos bigotes tan espesos que se podrían cazar jabalíes dentro. Los turistas piensan que a muchos berlineses les gusta disfrazarse de mujeres, pero es que en verdad son mujeres feas, que dan mala fama a los hombres. No es que ahora haya muchos turistas. El nacionalsocialismo los ha convertido en algo tan raro como Fred Astaire con botas militares.

»La gente de esta ciudad toma nata con casi cualquier cosa, incluyendo la cerveza, y la cerveza es algo que se toman muy en serio. Las mujeres prefieren que tenga una sólida capa de espuma, igual que los hombres, y no les importa pagarla ellas mismas. Casi todos los que conducen, conducen demasiado rápido, pero a nadie le pasaría por la cabeza saltarse un semáforo en rojo. Tienen los pulmones destrozados porque el aire es insano y porque fuman demasiado. Tienen también un sentido del humor que suena cruel si no lo entiendes y mucho más cruel si lo entiendes. Compran secreteres Biedermeier caros y tan sólidos como blocaos y cuelgan cortinillas en el interior de las cristaleras para ocultar lo que tienen allí dentro. Es una mezcla típicamente idiosincrásica de lo ostentoso y lo privado. ¿Qué tal lo estoy haciendo?

Frau Lange asintió.

– Aparte del comentario sobre las mujeres feas de Berlín, va perfectamente.

– No era pertinente.

– Ahora se ha equivocado. No se retracte o dejará de gustarme. Era pertinente. Ya verá por qué dentro de un momento. ¿Cuáles son sus honorarios?

– Setenta marcos al día, más gastos.

– ¿Y qué gastos podría haber?

– Es difícil de decir. Viajes, sobornos, cualquier cosa que aporte información. Le daré recibos de todo salvo de los sobornos. Me temo que en eso tendrá que aceptar mi palabra.

– Bueno, confiemos que tenga buen criterio para juzgar qué es lo que vale la pena pagar.

– Hasta ahora nadie se ha quejado.

– Y supongo que querrá algo por adelantado. -Me entregó un sobre-. Dentro encontrará mil marcos en efectivo. ¿Le parece satisfactorio? -Asentí-. Naturalmente, querré un recibo.