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– Policía -dije-. Por favor, no se alarme. No estoy aquí para causarle ningún problema. Solo querría interrogar a su hija. Quizá pueda describir a un hombre, un criminal.

Recuperando un poco el color después de ver mis credenciales, Herr Hirsch se apartó a un lado y me hizo entrar sin decir nada en un recibidor lleno de jarrones chinos, bronces, fuentes con un dibujo azul e intrincadas tallas en madera de balsa guardadas en vitrinas. Las admiré mientras él cerraba y echaba la llave a la puerta y me comentaba que en su juventud había estado en la armada alemana y había viajado por Extremo Oriente. Consciente ahora del delicioso olor que llenaba la casa, me disculpé y dije que esperaba no interrumpir la comida de la familia.

– Todavía falta bastante para que nos sentemos a comer -dijo el anciano-. Mi esposa y mi hija aún están en la cocina.

Sonrió nerviosamente, sin duda poco acostumbrado a que los funcionarios públicos fueran corteses con él, y me acompañó a la sala.

– Bueno, ha dicho que deseaba hablar con mi hija Sarah, que quizá ella podría identificar a un criminal.

– Exacto -dije-. Una de las chicas de la escuela de su hija ha desaparecido. Es muy posible que la hayan raptado. Uno de mis hombres, al interrogar a las chicas de la clase de su hija, descubrió que hace varias semanas Sarah fue abordaba por un extraño. Me gustaría ver si recuerda algo de él. Si usted lo permite.

– Por supuesto. Iré a buscarla -dijo y salió de la habitación.

Era evidente que a la familia le gustaba la música. Al lado de un reluciente Bechstein negro había varios estuches de instrumentos y una serie de atriles. Junto a la ventana que daba a un amplio jardín había un arpa, y en la mayoría de las fotos de familia que había en el aparador aparecía una niña tocando el violín. Incluso el óleo que había sobre la chimenea representaba algo musical, un recital de piano, creía. Estaba de pie, mirándolo y tratando de imaginar la melodía, cuando volvió Herr Hirsch con su esposa y su hija.

Frau Hirsch era mucho más alta y joven que su marido, puede que no pasara de los cincuenta años y era una mujer esbelta y elegante, con un collar de perlas. Se secó las manos en el delantal y luego rodeó los hombros de su hija con el brazo como si quisiera insistir en sus derechos como madre frente a cualquier posible interferencia por parte de un Estado declaradamente hostil hacia los de su raza.

– Mi marido dice que ha desaparecido una chica de la clase de Sarah -dijo con calma-. ¿De quién se trata?

– De Emmeline Steininger -dije.

Frau Hirsch hizo que su hija se volviera hacia ella.

– Sarah -dijo riñéndola-, ¿por qué no nos habías dijo que una de tus amigas había desaparecido?

Sara, una adolescente con exceso de peso, pero sana y atractiva, que no podía encajar menos en el estereotipo racista que Streicher tenía de los judíos, ya que era rubia y de ojos azules, hizo un gesto de impaciencia con la cabeza, como un pequeño poni rebelde.

– Se ha escapado, eso es todo. Siempre hablaba de hacerlo. No es que me importe mucho lo que le pueda haber pasado. Emmeline Steininger no era amiga mía. Siempre estaba hablando mal de los judíos. La odio y no me importa que su padre haya muerto.

– Ya basta -dijo su padre con firmeza, probablemente no muy contento de oír hablar de padres que habían muerto-. No importa lo que dijera. Si sabes algo que pueda ayudar al Kommissar a encontrarla, tienes que decírselo. ¿Está claro?

Sarah hizo una mueca.

– Sí, papá -dijo, bostezando y dejándose caer en un sillón.

– ¡Sarah, por favor! -dijo la madre. Me sonrió, nerviosa-. Normalmente no se comporta así, Kommissar. Le ruego que la disculpe.

– No tiene importancia -dije con una sonrisa y sentándome en el taburete que había delante del sillón.

– El viernes, cuando uno de mis hombres habló contigo, Sarah, le dijiste que recordabas haber visto a un hombre rondando cerca de la escuela, hace unos dos meses. ¿Es así? -Asintió-. Entonces me gustaría que procuraras contarme todo lo que recuerdes de él.

Se mordisqueó una uña un momento y luego la observó pensativamente.

– Bueno, hace bastante tiempo de eso -dijo.

– Cualquier cosa que puedas recordar me será de ayuda. Por ejemplo, ¿qué momento del día era?

Saqué el cuaderno y me lo puse sobre las rodillas.

– Era la hora de irse a casa. Como de costumbre, yo iba a ir a casa sola. -Arrugó la nariz al recordarlo-. De cualquier modo, aquel coche estaba allí, cerca de la escuela.

– ¿Qué clase de coche?

Se encogió de hombros.

– No conozco marcas de coches ni nada de eso. Pero era uno grande, negro, con chófer.

– ¿Fue el chófer quien habló contigo?

– No, había otro hombre en el asiento de atrás. Pensé que eran policías. El que estaba sentado detrás tenía la ventanilla bajada y me llamó cuando crucé la verja. Yo iba sola. La mayoría de las demás chicas ya se habían marchado. Me pidió que me acercara y cuando lo hice me dijo que era… -Se sonrojó un poco y se detuvo.

– Sigue -dije.

– … que era muy guapa, y que estaba seguro de que mis padres estaban muy orgullosos de tener una hija como yo. -Miró, incómoda, a sus padres-. No me lo estoy inventando -dijo con algo que se parecía a la diversión-. De verdad, eso es lo que dijo.

– Te creo, Sarah -dije-. ¿Qué más dijo?

– Habló con el chófer y le preguntó si yo no era un hermoso ejemplo de las doncellas alemanas o algo estúpido por el estilo. -Se echó a reír-. Fue muy divertido. -Captó una mirada de su padre que yo no vi y se calmó de nuevo-. De cualquier modo, fue algo así. No puedo recordarlo exactamente.

– ¿Y el chófer le contestó algo?

– Le dijo a su jefe que podían acompañarme a casa en coche. Entonces el que estaba detrás me preguntó si me gustaría. Le dije que nunca había subido en uno de esos coches grandes y que sí que me gustaría…

El padre de Sarah suspiró.

– Pero Sarah, ¿cuántas veces te hemos dicho que no…?

– Si no le importa, señor -dije con firmeza-, quizás eso puede esperar hasta después. -Volví a mirar a Sarah-. ¿Y qué pasó entonces?

– El hombre me dijo que si respondía correctamente a unas preguntas, me llevaría a dar un paseo, como si fuera una estrella de cine. Bueno, primero me preguntó cómo me llamaba y cuando se lo dije me miró como si estuviera sorprendido. Por supuesto, fue porque comprendió que era judía, y esa fue su siguiente pregunta, si era judía. Estuve a punto de decirle que no, solo por divertirme, pero me asustaba demasiado que lo averiguara y meterme en problemas, así que le contesté que sí. Entonces se recostó en el asiento y le dijo al chófer que se pusiera en marcha. Ni una palabra más. Fue muy extraño… como si yo hubiera desaparecido.

– Muy bien, Sarah. Ahora dime, has hablado de que te parecieron policías. ¿Llevaban uniforme?

Asintió dubitativa.

– Empecemos por el color del uniforme.

– Una especie de verde, me parece. Ya sabe, como la policía, solo que un poco más oscuro.

– ¿Qué tipo de sombrero llevaban? ¿Como la gorra de la policía?

– No, eran gorras con visera, más parecidas a las de un oficial. Papá fue oficial en la armada.

– ¿Algo más? ¿Placas, galones, insignias en el cuello de la chaqueta? ¿Algo por el estilo?

A todo respondió negando con la cabeza.

– Está bien. Ahora el hombre con el que hablaste. ¿Cómo era?

Sarah frunció los labios y luego se tiró de un mechón de pelo. Miró a su padre.

– Mayor que el chófer -dijo-, unos cincuenta y cinco o sesenta años. De aspecto corpulento, sin mucho pelo, o puede que solo lo llevara rapado, y un pequeño bigote.

– ¿Y el otro?

Se encogió de hombros.

– Más joven. Un poco pálido. Rubio. No recuerdo mucho de él.