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– Cuando me dieron este caso, general -dije, encendiendo un cigarrillo-, yo estaba en contra de que se prohibiera la publicidad. Ahora estoy convencido de que publicidad es exactamente lo que nuestro asesino ha estado buscando todo el tiempo.

– Sí, Nebe me ha dicho que está usted trabajando sobre la teoría de que podría tratarse de algún tipo de conspiración tramada por Streicher y sus amigos apaleadores de judíos para hacer caer un pogromo sobre las cabezas de la comunidad judía de la capital.

– Suena a fantasía, general, pero solo si no se conoce a Streicher.

Se detuvo y, metiendo las manos en lo más hondo de los bolsillos del pantalón, cabeceó.

– No hay nada de ese cerdo bávaro que pueda sorprenderme. -Dio una patada a una paloma con la punta de la bota y falló-. Pero quiero saber más.

– Una chica ha identificado una fotografía de Streicher como, posiblemente, el hombre que trató de hacerla subir a su coche al salir de la misma escuela de donde desapareció otra chica la semana pasada. Cree que el hombre podría tener acento bávaro. El sargento de guardia que contestó a una llamada anónima informándonos con exactitud de dónde podríamos encontrar el cuerpo de otra chica desaparecida dijo que el informador tenía acento de Baviera. Luego tenemos el motivo: el mes pasado la gente de Nuremberg redujo a cenizas la sinagoga de la ciudad. Pero aquí, en Berlín, lo único que hay son unas cuantas ventanas rotas y algunas agresiones, como mucho. A Streicher le encantaría ver que los judíos de Berlín reciben algo como lo que les dieron en Nuremberg. Y además, la obsesión de Der Stürmer con el asesinato ritual me lleva a compararla con el modus operandi del asesino. Si a todo esto añadimos la reputación de Streicher, empieza a parecer que tenemos algo.

Heydrich apretó el paso, adelántandose, con los brazos rígidos a los lados como si estuviera cabalgando en la Es cuela de Equitación de Viena, y luego se volvió para mirarme. Sonreía con entusiasmo.

– Conozco una persona que estaría encantada de ver la caída de Streicher. Ese cabrón imbécil ha estado haciendo discursos casi acusando al primer ministro de impotencia. Goering está furioso. Pero lo que usted tiene todavía no es suficiente, ¿verdad?

– No, señor. Para empezar, mi testigo es una chica judía. -Heydrich soltó un gruñido-. Y, claro está, el resto es en gran parte mera teoría.

– Pese a todo, me gusta su teoría, Gunther. Me gusta mucho.

– Me gustaría recordarle, general, que necesité seis meses para atrapar a Gormann, el Estrangulador. No llevo ni siquiera un mes trabajando en este caso.

– No disponemos de seis meses, me temo. Mire, déme una prueba, por pequeña que sea, para poder librarme de Goebbels. Pero necesito algo pronto, Gunther. Tiene otro mes, seis semanas como máximo. ¿Me he expresado con claridad?

– Sí, señor.

– Bien, ¿en qué puedo ayudarle?

– Haciendo que la Ges tapo vigile durante las veinticuatro horas del día a Julius Streicher -dije-. Una investigación secreta completa de todas sus actividades y sus socios conocidos.

Heydrich cruzó los brazos y apoyó la larga barbilla en la mano.

– Tendré que hablar con Himmler de eso. Pero no tendría que haber problemas. El Reichsführer odia la corrupción incluso más de lo que odía a los judíos.

– Bueno, eso es reconfortante sin ninguna duda, señor.

Seguimos andando hacia el Prinz Albrecht Palais.

– Por cierto -dijo, según nos acercábamos a su propio cuartel general-, acabo de recibir una noticia importante que nos afecta a todos. Los británicos y los franceses han firmado un acuerdo en Munich. El Führer ha conseguido los Sudetes. -Movió la cabeza maravillado-. Un milagro, ¿no es verdad?

– Sí que lo es -murmuré.

– Bueno, ¿no lo comprende? No va a haber guerra. Por lo menos, no de momento.

Sonreí torpemente.

– Sí, son realmente buenas noticias.

Lo comprendía perfectamente. No iba a haber guerra. No iba a haber ninguna señal de los británicos, y sin esa señal no iba a haber tampoco ningún putsch del ejército.

Segunda parte

15. Lunes, 17 de octubre

La familia Ganz, o lo que quedaba de ella después de una segunda llamada anónima al Alex informándonos de dónde podíamos encontrar el cuerpo de Liza Ganz, vivían al sur de Wittenau, en un pequeño piso en la Bir kenstrasse, justo detrás del Hospital Robert Koch, donde Frau Ganz trabajaba como enfermera. Herr Ganz trabajaba en las oficinas del Tribunal del Distrito de Moabit, que también estaba cerca.

Según Becker, eran una pareja de cerca de cuarenta años, muy trabajadora, con una jornada muy larga, por lo cual a menudo dejaban sola a Liza. Pero nunca la habían dejado como yo acababa de verla, desnuda en una mesa del Alex, con un hombre cosiéndole aquellas partes que había considerado necesario cortar en un esfuerzo por determinar todo lo que era suyo, desde su virginidad hasta el contenido de su estómago. Pero fue el contenido de su boca, de acceso más fácil, lo que confirmó algo que yo había empezado a sospechar.

– ¿Qué te hizo pensar en ello, Bernie? -me preguntó Illmann.

– No todo el mundo lía unos cigarrillos tan perfectos como los tuyos, profesor. A veces se queda una brizna en la lengua o detrás del labio. Cuando la chica judía que dijo haber visto a nuestro hombre habló de que estaba fumando algo con un olor dulce, como hojas de laurel o de orégano, tenía que estar refiriéndose al hachís. Probablemente así es como se las lleva sin que hagan ruido. Las trata como adultas ofreciéndoles un cigarrillo; solo que no es del tipo que esperan.

Illmann meneó la cabeza con evidente asombro.

– Y pensar que lo pasé por alto… Debo de estar envejeciendo.

Becker cerró la puerta del coche de golpe y se reunió conmigo en la acera. El piso estaba encima de una farmacia. Tuve la sensación de que iba a necesitarla.

Subimos las escaleras y llamamos a la puerta. El hombre que la abrió era moreno y de aspecto malhumorado. Al reconocer a Becker dejó escapar un suspiro y llamó a su mujer. Luego miró hacia dentro y vi que asentía gravemente.

– Será mejor que entren -dijo.

Yo lo observaba atentamente. Tenía la cara sonrojada y cuando lo rocé al pasar vi que tenía pequeñas gotas de sudor en la frente. Desde el interior del piso me llegó un olor cálido y jabonoso y supuse que acababa de tomar un baño.

Herr Ganz cerró la puerta, nos alcanzó y nos condujo a la pequeña sala de estar donde su esposa nos esperaba de pie, sin decir nada. Era alta y pálida, como si pasara mucho tiempo dentro de casa, y estaba claro que hacía poco que había llorado. Todavía conservaba el pañuelo húmedo en la mano. Herr Ganz, más bajo que su esposa, le rodeó los anchos hombros con el brazo.

– Este es el Kommissar Gunther, del Alex -dijo Becker.

– Herr y Frau Ganz -dije-, me temo que tienen que prepararse para la peor de las noticias. Hemos encontrado el cuerpo de su hija Liza esta mañana temprano. Lo siento mucho.

Becker asintió solemnemente.

– Sí -dijo Ganz-. Sí, eso pensaba.

– Naturalmente, tendrá que haber una identificación -le dije-. No es necesario que sea ahora mismo. Quizá más tarde, cuando se hayan recuperado.

Esperé que Frau Ganz se viniera abajo, pero al menos de momento parecía inclinada a mantenerse firme. ¿Sería por ser enfermera y bastante más inmune que el común de los mortales al sufrimiento y el dolor? ¿Incluso a su propio dolor?

– ¿Podemos sentarnos? -pregunté.

– Sí, por favor -dijo Ganz.

Ordené a Becker que fuera a preparar café para todos. Salió sin hacerse de rogar, deseoso de abandonar aquel ambiente lleno de dolor, aunque solo fuera por un momento.