– ¿Dónde la han encontrado? -preguntó Ganz.
No era el tipo de pregunta que me resultaba cómodo contestar. ¿Cómo les dices a unos padres que el cuerpo desnudo de su hija estaba dentro de una pila de neumáticos de automóvil en un garaje abandonado en la Ka iser Wilhelm Strasse? Le di una versión más aséptica, que solo incluía la ubicación del garaje. Al oírlo se produjo un claro intercambio de miradas.
Ganz estaba sentado con la mano sobre la rodilla de su esposa. Ella estaba tranquila, casi ausente, y quizá menos necesitada del café de Becker que yo.
– ¿Tienen alguna idea de quién pudo haberla matado? -dijo él.
– Estamos trabajando en una serie de posibilidades, señor -dije, viendo cómo recuperaba los viejos tópicos policiales una vez más-. Estamos haciendo todo lo que podemos, créame.
El ceño de Ganz se arrugó todavía más. Meneó la cabeza con furia.
– Lo que no consigo comprender es por qué no ha salido nada en los periódicos.
– Es importante impedir que haya otros asesinatos inspirados en este -dije-. Suele suceder en este tipo de casos.
– ¿Y no es igualmente importante impedir que otras chicas sean asesinadas? -dijo Frau Ganz. Tenía una mirada de exasperación-. Bueno, es verdad, ¿no? Otras chicas han sido asesinadas. Eso es lo que dice la gente. Puede que consigan que los periódicos no lo publiquen, pero no pueden impedir que la gente hable.
– Ha habido campañas de propaganda advirtiendo a las chicas para que estén en guardia -dije.
– Pues es evidente que no sirvieron de nada, ¿no? -dijo Ganz-. Liza era una chica inteligente, Kommissar. No de la clase que comete estupideces. Así que este asesino también debe de ser inteligente. Y tal como yo lo veo, la única forma de poner en guardia a las chicas es publicar la historia, con todo su horror. Para espantarlas.
– Puede que tenga razón, señor -dije tristemente-, pero no soy yo quien lo decide. Yo solo obedezco órdenes.
Era la típica excusa para todo de los alemanes en aquellos días, y me sentí avergonzado por usarla.
Becker se asomó desde la cocina.
– ¿Podríamos hablar un momento, señor?
Ahora me tocaba a mí alegrarme de salir de allí.
– ¿Qué pasa? -pregunté furioso-. ¿Has olvidado cómo se utiliza un hervidor?
Me pasó un recorte de periódico, del Beobachter.
– Échele una ojeada a esto, señor. Lo encontré en aquel cajón.
Era un anuncio de «Rolf Vogelmann. Detective Privado. Especializado en personas desaparecidas». El mismo anuncio que Bruno Stahlecker había usado para fastidiarme.
Becker señaló la fecha en la parte superior del recorte.
– Tres de octubre -dijo-, cuatro días después de que Liza Ganz desapareciera.
– No sería la primera vez que alguien se cansa de esperar que la policía encuentre algo -dije-. Después de todo, así es como yo me ganaba la vida de una manera comparativamente honrada.
Becker cogió unas tazas y platos y los puso en una bandeja junto con la cafetera.
– ¿Cree que lo habrán usado, señor?
– No perdemos nada con preguntarlo.
Ganz no lamentaba lo que había hecho, era la clase de cliente para el que no me habría importado trabajar.
– Como le decía, Kommissar, no había nada en los periódicos sobre nuestra hija y solo hemos visto a su compañero por aquí un par de veces. Así que conforme pasaba el tiempo nos preguntábamos exactamente qué esfuerzos se estaban haciendo para encontrar a nuestra hija. Lo peor es no saber nada. Pensamos que si contratábamos a Herr Vogelmann, entonces al menos estaríamos seguros de que alguien hacía todo lo que podía para tratar de encontrarla.
No quiero ser descortés, Kommissar, pero así es como son las cosas.
Tomé un sorbo de café e hice un gesto con la cabeza.
– Lo comprendo -dije-. Probablemente, yo habría hecho lo mismo. Solo desearía que ese Vogelmann hubiera conseguido encontrarla.
«Son de admirar», pensé. Probablemente, apenas podrían permitirse pagar los servicios de un detective privado, pero habían contratado a uno. Quizá les habría costado todos sus ahorros.
Cuando acabamos el café y estábamos a punto de marcharnos, les dije que al día siguiente, a primera hora de la mañana, les enviaría un coche de la policía para recoger a Herr Ganz y llevarlo al Alex para que identificara el cuerpo.
– Gracias por su amabilidad, Kommissar -dijo Frau Ganz, esforzándose por sonreír-. Todo el mundo es muy amable.
Su esposo asintió para mostrar que estaba de acuerdo. Inmóvil al lado de la puerta, era evidente que tenía ganas de perdernos de vista.
– Herr Vogelmann no quiso que le diéramos dinero. Y ahora usted va a enviar un coche para mi marido. No puedo expresarle lo mucho que lo agradecemos.
Le estreché la mano compasivamente y luego nos fuimos.
En la farmacia de abajo compré unos sobres de específicos y me tragué uno en el coche. Becker me miró con repugnancia.
– Joder, no sé cómo puede hacerlo -dijo estremeciéndose.
– Así hace efecto más rápido. Y después de lo que acabamos de hacer no puedo decir que note mucho el sabor. Detesto dar malas noticias. -Barrí la boca con la lengua para recoger los residuos-. Bien, ¿qué te parece? ¿Tienes la misma sensación que la otra vez?
– Sí. Él no hacía más que lanzarle miraditas significativas.
– Tú también lo hacías, si a eso vamos -dije moviendo la cabeza asombrado.
Becker sonrió de oreja a oreja.
– No estaba mal, ¿eh?
– Supongo que ahora me dirás qué tal sería en la cama, ¿no?
– Más su tipo que el mío, diría yo, señor.
– ¿Ah, sí? ¿Qué te hace decir eso?
– Ya sabe, del tipo que reacciona a la amabilidad.
Me eché a reír, a pesar del dolor de cabeza.
– Más bien del que reacciona a las malas noticias. Allí estamos nosotros con nuestros pies grandes y nuestras caras largas y lo único que puede hacer es poner una expresión como si estuviera en mitad del período.
– Es enfermera. Están acostumbradas a las malas noticias.
– También a mí me pasó por la cabeza, pero me parece que ella ya había llorado lo que tenía que llorar, y no hacía mucho. ¿Qué pasó con la madre de Irma Hanke? ¿Lloró?
– Joder, no, era más dura que el judío Süss. Puede que lloriqueara un poquito cuando fui la primera vez, pero me dieron la misma impresión que los Ganz.
Miré el reloj.
– Me parece que necesitamos un trago, ¿no crees?
Fuimos hasta el Café Kerkau, en la Ale xanderstrasse. Con sus sesenta mesas de billar, era donde iban a descansar muchos de los policías del Alex cuando acababan el servicio.
Compré un par de cervezas y las llevé hasta la mesa donde Becker estaba practicando algunas jugadas.
– ¿Juega? -preguntó.
– ¿Me estás poniendo a prueba? Esta era mi sala de estar.
Cogí un taco y observé cómo Becker golpeaba la bola blanca. Dio contra la roja, rebotó contra la banda y dio de lleno contra la otra bola blanca.
– ¿Le hace una apuesta?
– No después de ver eso. Tienes mucho que aprender en cuanto a lanzar el cebo. Ahora bien, si hubieras fallado…
– Fue un tiro con suerte, eso es todo -insistió Becker. Se inclinó hacia adelante y embocó un golpe tremendo que falló por medio metro.
Chasqueé la lengua.
– Lo que tienes en la mano es un taco de billar, no un bastón de ciego. Deja de tratar de darme lecciones, ¿quieres? Mira, si eso te hace feliz, apostaremos cinco marcos el juego.
Sonrió ligeramente y se encogió de hombros.
– ¿Veinte puntos le va bien?
Gané la serie y perdí el tiro inicial. Después de eso fue como si hiciera de canguro. Becker no había estado en los boy scouts cuando era joven, de eso no había ninguna duda. Después de cuatro partidas, tiré un billete de veinte en el tapete y pedí clemencia. Becker me lo devolvió.