– Está bien -dijo-. Ha dejado que le engañara.
– Eso es otra cosa que tienes que aprender. Una apuesta es una apuesta. Nunca juegues por dinero si no piensas coger el dinero. Alguien que te perdona la deuda puede esperar que tú se la perdones a él. Hace que la gente se ponga nerviosa, eso es lo que pasa.
– Me parece un buen consejo -dijo, y se embolsó el billete.
– Es como en los negocios -continué-. Nunca trabajes gratis. Si no vas a aceptar dinero por tu trabajo, entonces es que no vale mucho. -Devolví el taco al soporte y me acabé la cerveza-. No confíes nunca en alguien que se contenta con hacer el trabajo por nada.
– ¿Es eso lo que aprendió como detective privado?
– No, es lo que aprendí como hombre de negocios. Pero ya que lo mencionas, no me gusta que un detective privado intente encontrar a una chica desaparecida y luego se niegue a aceptar sus honorarios.
– ¿Rolf Vogelmann? Pero es que no la encontró.
– Déjame que te diga algo. En estos días desaparece mucha gente en esta ciudad y por muchas razones diferentes. Encontrar a una es la excepción, no la regla. Si yo hubiera roto la factura de cada cliente decepcionado que he tenido, ahora estaría fregando platos. Cuando eres un detective privado, no queda lugar para los sentimientos. El que no cobra, no come.
– Puede que ese Vogelmann sea más generoso que usted, señor.
Negué con la cabeza.
– No veo cómo se lo puede permitir -dije, desdoblando el anuncio de Vogelmann para volver a mirarlo-. No con estos gastos generales.
16. Martes, 18 de octubre
Era ella, sin duda. Era imposible confundir aquella cabeza dorada y aquellas piernas esculturales. Miré cómo salía con dificultad por la puerta giratoria del Ka-De-We, cargada de paquetes y bolsas, con aspecto de estar haciendo sus compras de Navidad en el último minuto. Llamó a un taxi, se le cayó una bolsa, se inclinó para recogerla y levantó la mirada para notar que el chófer no la había visto. Era difícil entender cómo había podido ser así. A Hildegard Steininger se la vería incluso con la cabeza metida en un saco. Tenía el mismo aspecto que si viviera en un salón de belleza.
Desde dentro del coche, la oí maldecir y, acercándome al bordillo, bajé la ventanilla del pasajero.
– ¿Necesita que la lleve a algún sitio?
Seguía mirando alrededor en busca de un taxi cuando respondió:
– No, gracias -dijo, como si la hubiera acorralado en una fiesta y estuviera mirando por encima de mi hombro para ver si se acercaba alguien más interesante.
No había nadie más, así que se acordó de sonreír, una sonrisa breve, y luego añadió:
– Bueno, si está seguro de que no es una molestia…
Bajé para ayudarla a cargar las compras en el coche. Sombrererías, zapaterías, una perfumería, un elegante diseñador de moda de la Fri edrichstrasse y la famosa tienda de alimentación del Ka-De-We. Pensé que era la clase de mujer a quien un talonario de cheques es el mejor remedio para cualquier cosa que la preocupe. Pero bien mirado, hay muchas mujeres así.
– No es ninguna molestia en absoluto -dije, siguiendo sus piernas con la mirada mientras se balanceaban al subir al coche, disfrutando durante un breve momento de la visión de la parte superior de sus medias y de sus ligas. «Olvídalo -me dije-. Es una mujer demasiado cara. Además, tiene otras cosas en que pensar; por ejemplo, si los zapatos hacen conjunto con el bolso y qué le habrá pasado a su hijastra desaparecida.»
– ¿Adónde? -pregunté-. ¿A casa?
Suspiró como si hubiera sugerido el albergue Palme para vagabundos de la Fro belstrasse y luego, con una sonrisita valiente, asintió. Nos encaminamos hacia el este, hacia la Bülow strasse.
– Me temo que no tengo noticias para usted -dije, fijando una expresión seria en mi cara y tratando de concentrarme en la carretera en lugar de en sus muslos.
– No, no pensé que las tuviera -dijo atentamente-. Casi han pasado cuatro semanas, ¿no es así?
– No abandone la esperanza.
Otro suspiro, bastante más impaciente.
– No van a encontrarla. Está muerta, ¿no? ¿Por qué nadie lo admite?
– Está viva hasta que descubramos otra cosa, Frau Steininger.
Giré hacia el sur, bajando por la Pot sdamerstrasse, y durante un rato los dos permanecimos en silencio. Entonces noté que sacudía la cabeza y respiraba como si acabara de subir un tramo de escaleras.
– ¿Qué debe de pensar usted de mí, Kommissar? -dijo-. Mi hija ha desaparecido, probablemente la han asesinado y aquí estoy yo gastando dinero como si no tuviera preocupación alguna en el mundo. Debe de creerme una mujer sin corazón.
– No creo nada de eso -respondí, y empecé a decirle que las personas se enfrentan a esas cosas de maneras diferentes y que si hacer unas cuantas compras servía para hacer que dejara de pensar en la desaparición de su hija durante un par de horas, no había nada malo en ello y nadie podía culparla. Pensaba que mi alegato era convincente, pero cuando llegamos a su piso, en Steglitz, Hildegard Steininger estaba llorando.
La cogí por el hombro y se lo apreté, aflojando la presión un poco antes de decir:
– Le ofrecería mi pañuelo si no lo hubiera utilizado para envolver los bocadillos.
Trató de sonreír a través de las lágrimas.
– Tengo uno -dijo, y sacó un cuadrado de encaje de la manga. Luego miró mi pañuelo y se echó a reír-. Sí que parece que haya envuelto los bocadillos en él.
Después de ayudarla a subir las compras, permanecí al lado de la puerta mientras ella buscaba la llave. Abrió la puerta, se volvió y sonrió con una sonrisa llena de gracia.
– Gracias por ayudarme, Kommissar -dijo-. De verdad, ha sido muy amable por su parte.
– No ha sido nada -dije, no pensando eso en absoluto.
«Ni siquiera me ha invitado a entrar para tomar una taza de café -pensé cuando ya volvía a estar sentado en el coche-. Me deja que la traiga hasta aquí y ni siquiera me invita a entrar.»
Pero hay muchas mujeres así, mujeres para las que los hombres son solo taxistas a quienes no tienen por qué dar propina.
El intenso aroma del perfume Bajadi de la señora me estaba jugando una mala pasada. Hay hombres a quienes no les afecta, pero a mí el perfume de una mujer me golpea justo en los shorts de cuero. Creo que cuando llegué al Alex, unos veinte minutos después, habría absorbido cada molécula de la fragancia de aquella mujer como si fuera un aspirador.
Llamé a un amigo que trabajaba en Dorlands, la agencia de publicidad. Conocía a Alex Sievers desde la guerra.
– Alex, ¿sigues comprando espacios de publicidad?
– Mientras el trabajo no nos exija tener cerebro, sí.
– Siempre es agradable hablar con alguien al que le gusta lo que hace.
– Por suerte, me gusta el dinero muchísimo más.
Seguimos así un par de minutos más hasta que le pregunté si tenía un ejemplar del Beobachter de aquella mañana. Le dije que mirara la página con el anuncio de Vogelmann.
– ¿Qué es esto? -dijo-. No puedo creer que haya gente de tu oficio que finalmente hayan conseguido entrar en el siglo XX.
– El anuncio ha aparecido por lo menos dos veces a la semana durante bastantes semanas -expliqué-. ¿Cuánto cuesta una campaña así?
– Con ese número de inserciones seguramente habrá algún tipo de descuento. Mira, déjame que lo mire. Conozco un par de tipos que trabajan en el Beobachter. Es probable que lo averigüe.
– Te lo agradecería, Alex.
– ¿Es que quieres anunciarte tú también?