– Lo siento, Alex, pero se trata de un caso.
– Lo entiendo. Espías a la competencia, ¿eh?
– Algo así.
Dediqué el resto de la tarde a leer los informes de la Ges tapo sobre Streicher y sus socios del Der Stürmer; sobre el asunto del Gauleiter con una tal Anni Seitz y otras, a escondidas de su esposa Kunigunde; sobre el asunto de su hijo Lothar con una inglesa llamada Mitford que era de noble cuna; sobre la homosexualidad del redactor jefe del Stürmer, Ernst Hiemer; sobre las actividades ilegales del dibujante del Stürmer Philippe Rupprecht en Argentina después de la guerra; y sobre cómo entre el equipo de redactores del Stürmer había un hombre llamado Fritz Brand que en, realidad era un judío de nombre Jonas Wolk.
Aquellos informes resultaban de una lectura fascinante y obscena del tipo que, sin duda, habría atraído a los propios seguidores de Der Stürmer, pero que a mí no me ayudaron nada a establecer una conexión entre Streicher y los asesinatos.
Sievers me llamó a eso de las cinco para decirme que los anuncios de Vogelmann le venían a costar entre trescientos y cuatrocientos marcos al mes.
– ¿Cuándo empezó a gastar toda esa pasta?
– A principios de julio. Solo que no es él quien la gasta.
– No me digas que se la dan gratis.
– No, alguien paga la factura.
– ¿Ah, sí? ¿Quién?
– Bueno, eso es lo curioso, Bernie. ¿Puedes pensar en alguna razón por la que la Edi torial Lange pagaría la campaña de publicidad de un detective privado?
– ¿Estás seguro de eso?
– Absolutamente.
– Es muy interesante, Alex. Te debo un favor.
– No es nada, solo que no te olvides de hablar conmigo primero si alguna vez te decides a anunciarte, ¿de acuerdo?
– Cuenta con ello.
Colgué el teléfono y abrí la agenda. Mi factura por el trabajo hecho para Frau Gertrude Lange había vencido hacía al menos una semana. Miré el reloj y pensé que si me daba prisa podría adelantarme al tráfico en dirección oeste.
Tenían pintores en la casa de la Her bertstrasse cuando llamé y la criada negra de Frau Lange se quejó muy irritada de toda esa gente que entraba y salía sin parar y no la dejaba descansar ni un momento. Nadie lo habría dicho al mirarla. Estaba aún más gorda de lo que yo la recordaba.
– Tendrá que esperar aquí en el vestíbulo mientras voy a ver si puede recibirle -me dijo-. En todos los demás sitios están pintando. Y no toque nada, ¿eh?
Se sobresaltó al oír un tremendo ruido que resonó por toda la casa y, rezongando algo sobre hombres con monos sucios trastornándolo todo, se marchó a buscar a su ama, dejándome por taconear sobre el suelo de mármol.
Parecía tener sentido que pintaran la casa. Probablemente lo hacían cada año, en lugar de hacer una limpieza a fondo. Pasé la mano por un bronce de art déco con un salmón saltando que ocupaba el centro de una enorme mesa redonda. Podría haberme gustado su suavidad al tacto de no ser porque estaba cubierto de polvo. Me volví, con una mueca, cuando el caldero negro entró anadeando. Me devolvió la mueca y luego la repitió al mirarme los pies.
– ¿Ha visto lo que sus botas han hecho en mi suelo limpio? -dijo señalando varias marcas negras que había dejado con los tacones.
Chasqueé la lengua con una teatral falta de sinceridad.
– Puede que consiga convencer a su ama para que compre otro nuevo -dije.
Estoy seguro de que soltó un taco entre dientes antes de decirme que la siguiera.
Recorrimos el mismo pasillo, que ahora había rebajado su lúgubre aspecto con un par de capas de pintura, hasta las dobles puertas de la sala de estar-despacho. Frau Lange, sus papadas y su perro me estaban esperando en la misma chaise longue, solo que ahora estaba recubierta con un material de un tono que era agradable a los ojos solo si podías concentrarte en un trozo de carbonilla que se te hubiera metido en ellos. Tener montones de dinero no suele ser ninguna garantía de tener también buen gusto, pero puede hacer que su falta salte mucho más a la vista.
– ¿No tiene teléfono? -dijo a través del humo del cigarrillo con un vozarrón resonante como una sirena en la niebla. Oí que soltaba una risita cloqueante-. Seguro que en otros tiempos fue cobrador de morosos o algo por el estilo. -Al darse cuenta de lo que había dicho, se llevó las manos a las carrilludas y colgantes mejillas-. Oh, Dios, no le he pagado la factura, ¿verdad? -Se echó a reír de nuevo y se levantó-. Lo siento muchísimo.
– No tiene importancia -dije, mirando cómo iba hasta el escritorio y cogía el talonario de cheques.
– Y además, no le he dado las gracias por la rapidez con que resolvió las cosas. Les he dicho a todos mis amigos lo bien que trabaja. -Me entregó el cheque-. He añadido algo extra. No puedo decirle lo aliviada que me sentí por librarme de aquel hombre horrible. En su carta me decía que parecía que se había colgado, Herr Gunther. Le ahorró el trabajo a otro, ¿eh?
Volvió a reírse, a carcajadas, como una actriz aficionada que actúa con un vigor excesivo para ser creíble. Sus dientes también eran falsos.
– Esa es una manera de verlo -dije.
No tenía ningún sentido contarle que sospechaba que Heydrich había dado órdenes de que mataran a Klaus He-ring a fin de acelerar mi incorporación a la Kri po. A los clientes no les gustan mucho los cabos sueltos. A mí tampoco me entusiasman.
En aquel momento recordó que su caso también le había costado la vida a Bruno Stahlecker. Dejó apagar sus carcajadas y, con una expresión más seria en la cara, puso manos a la obra para expresar sus condolencias; algo que también incluía el talonario. Por un momento tuve intención de decir algo noble relativo a los azares de la profesión, pero luego pensé en la viuda de Bruno y dejé que acabara de rellenar el cheque.
– Muy generoso -dije-. Me encargaré de que llegue a su esposa y su familia.
– Por favor, hágalo -dijo-. Y si hay algo más que yo pueda hacer por ellos, me lo hará saber, ¿verdad?
Le dije que sí.
– Hay algo que usted puede hacer por mí, Herr Gunther -dijo-. Se trata de las cartas que le di. Mi hijo me preguntó si podía recuperar esas últimas cartas.
– Sí, por supuesto, lo había olvidado.
Pero ¿qué es lo que había dicho? ¿Era posible que se refiriera a que las cartas que yo tenía todavía en la carpeta en el despacho eran las únicas que quedaban? ¿O quería decir que Reinhart ya tenía las demás? En tal caso, ¿cómo habían llegado a sus manos? Lo cierto es que yo no había conseguido encontrar ninguna carta más al registrar el piso de Hering. ¿Dónde habían ido a parar?
– Las traeré yo mismo -dije-. Por suerte ha recuperado las demás.
– Sí, ¿verdad?
Estaba claro, sí que las tenía él.
Empecé a ir hacia la puerta.
– Bueno, será mejor que me vaya, Frau Lange. -Agité los dos cheques en el aire y luego los metí en la cartera-. Gracias por su generosidad.
– De nada.
Fruncí el entrecejo como si se me acabara de ocurrir algo.
– Hay algo que me intriga -dije-. Algo que quería preguntarle. ¿Qué interés tiene su editorial en la agencia de detectives de Rolf Vogelmann?
– ¿Rolf Vogelmann? -repitió incómoda.
– Sí. Verá, me enteré por casualidad de que la Edi torial Lange financia la campaña de publicidad de Rolf Vogelmann desde julio de este año. Sencillamente, me preguntaba por qué me había contratado a mí cuando podría haberlo contratado a él con más razón.
Frau Lange parpadeó lentamente y negó con la cabeza.
– Me temo que no tengo ni la más remota idea.
Me encogí de hombros y me permití esbozar una sonrisa.