Выбрать главу

– Bueno, como le decía, solo me intrigaba, nada más. No tiene importancia. ¿Firma usted todos los cheques de su empresa, Frau Lange? Quiero decir, me preguntaba si podría ser algo que hubiera hecho su hijo, por su cuenta, sin decírselo a usted. Igual que comprar aquella revista de la que me habló. A ver, ¿cómo se llamaba?… Urania.

Claramente incómoda, Frau Lange empezaba a enrojecer. Tragó con dificultad antes de responder.

– Reinhart tiene poderes de firma en una cuenta bancaria limitada que se supone que cubre sus gastos como director de la empresa. No obstante, no sabría cómo explicar a qué viene esto, Herr Gunther.

– Bueno, puede que se haya cansado de la astrología. Puede que haya decidido convertirse en detective privado. A decir verdad, Frau Lange, hay veces en que un horóscopo es una forma tan buena como cualquier otra de descubrir algo.

– Esté seguro de que se lo preguntaré cuando lo vea. Estoy en deuda con usted por la información. ¿Le importaría decirme dónde la ha conseguido?

– ¿La información? Lo siento, una regla que obedezco estrictamente es la de la confidencialidad. Estoy seguro de que lo comprenderá.

Asintió secamente y me deseó buenas noches.

De vuelta al vestíbulo, el caldero negro seguía preocupada por su suelo.

– ¿Sabe qué le recomendaría? -dije.

– ¿Qué? -preguntó huraña.

– Creo que tendría que ir a visitar al hijo de Frau Lange a la revista. Tal vez podría prepararle un conjuro para hacer desaparecer esas señales.

17. Viernes, 21 de octubre

Cuando le sugerí la idea a Hildegard Steininger, se mostró poco entusiasmada.

– A ver si lo entiendo bien… ¿Quiere hacerse pasar por mi marido?

– Exacto.

– En primer lugar, mi marido ha muerto, y en segundo lugar, usted no se parece a él en nada, HerrKommissar.

– En primer lugar, cuento con que ese hombre no sepa que el verdadero Herr Steininger está muerto y, en segundo lugar, supongo que tampoco tendrá más idea que yo del aspecto que tenía su marido.

– Pero, vamos a ver, exactamente ¿quién es ese Rolf Vogelmann?

– Una investigación como esta no es más que la búsqueda de un patrón, un factor común. Aquí el factor común que hemos descubierto es que Vogelmann fue contratado por los padres de otras dos chicas.

– Otras dos víctimas, querrá decir -replicó-. Sé que han desaparecido otras chicas y que luego se las ha encontrado asesinadas, ¿sabe? Puede que no se diga nada en los periódicos, pero una siempre oye cosas.

– Otras dos víctimas, entonces -admití.

– Pero, sin duda, eso solo es una coincidencia. Escuche, puedo decirle que yo misma lo he pensado, eso de pagar a alguien para que busque a mi hija. Bien mirado, ustedes siguen sin encontrar ni rastro de ella, ¿no es así?

– Cierto. Pero puede que sea algo más que una coincidencia. Y eso es lo que me gustaría averiguar.

– Suponiendo que estuviera implicado en el asunto. ¿Qué ganaría con ello?

– No estamos hablando necesariamente de alguien racional. Así que no sé si el beneficio entra en sus cálculos.

– Bueno, me suena muy discutible -dijo-. Quiero decir, ¿cómo se puso en contacto con esas dos familias?

– No lo hizo. Ellas se pusieron en contacto con él después de ver su anuncio en el periódico.

– ¿No demuestra eso que si es un factor común, no lo es debido a lo que él haya hecho?

– Puede que él quiera que parezca así. No lo sé. De todos modos, me gustaría averiguar algo más, aunque solo sea para descartarlo.

Cruzó las largas piernas y encendió un cigarrillo.

– ¿Querrá hacerlo?

– Primero contésteme a esta pregunta, Kommissar. Y quiero una respuesta sincera. Estoy cansada de evasivas. ¿Cree que Emmeline puede seguir con vida?

Suspiré y negué con la cabeza.

– Creo que está muerta.

– Gracias. -Hubo silencio durante un momento-. ¿Es peligroso, lo que me pide que haga?

– No, no lo creo.

– Entonces, de acuerdo.

Ahora, sentados en la sala de espera del despacho de Vogelmann en la Nürnbur gerstrasse, bajo la vigilancia de una secretaria con aspecto de matrona, Hildegard Steininger representaba a la perfección el papel de esposa preocupada, cogiéndome la mano y sonriéndome de vez en cuando con la clase de sonrisa que suele reservarse para un ser amado. Incluso llevaba puesto el anillo de casada. Y yo también. Lo notaba extraño y apretado en el dedo después de tantos años. Había necesitado jabón para ponérmelo.

A través de la pared se oía cómo alguien tocaba el piano.

– Hay una escuela de música al lado -explicó la secretaria de Vogelmann. Sonrió amablemente y añadió:

– No les hará esperar mucho.

A los cinco minutos nos hicieron entrar en el despacho.

Según mi experiencia, el detective privado es propenso a varios achaques comunes: pies planos, venas varicosas, dolor de espalda, alcoholismo y, Dios no lo quiera, enfermedades venéreas; pero no es probable que ninguna de ellas, con la posible excepción de la gonorrea, influya negativamente en la impresión que cause a un cliente potencial. No obstante, hay una discapacidad, aunque sea una menor, que si se encuentra en un sabueso, da que pensar al cliente, y es la miopía. Si vas a pagarle a alguien cincuenta marcos diarios para que encuentre a tu abuela desaparecida, por lo menos quieres poder confiar en que el hombre que contratas para hacer el trabajo tenga una vista de lince para encontrar sus propios gemelos. Unas gafas de culo de botella como las que llevaba Rolf Vogelmann han de considerarse perniciosas para el negocio.

La fealdad, por otra parte, siempre que no llegue a alguna deformidad física especial y ultrajante, no tiene por qué ser una desventaja profesional, y por ello Vogelmann, cuyo desagradable aspecto era de cariz más general, probablemente conseguía picotear lo suficiente para ganarse la vida. Digo picotear y escojo mis palabras con cuidado, porque con su rebelde cresta pelirroja y rizada, el ancho pico que tenía por nariz y el gran peto que tenía por pecho,Vogelmann se parecía a una especie prehistórica de gallito, una especie que estaba pidiendo a gritos que la extinguieran.

Subiéndose los pantalones para ajustarlos al pecho, Vogelmann dio la vuelta al escritorio con sus grandes pies de policía para estrecharnos la mano. Andaba como si acabara de bajarse de una bicicleta.

– Rolf Vogelmann, encantado de conocerles -dijo con una voz aguda, como estrangulada y con un fuerte acento berlinés.

– Steininger -dije yo-. Y esta es mi esposa, Hildegard.

Vogelmann señaló dos sillones que estaban alineados frente al gran escritorio y oí cómo sus zapatos crujían cuando nos siguió por encima de la alfombra. No había mucho en cuanto a mobiliario. Un perchero para sombreros, un carrito con bebidas, un sofá largo y de aspecto destartalado, y detrás del sofá, una mesa apoyada en la pared con un par de lámparas y varias pilas de libros.

– Es muy amable por su parte recibirnos tan pronto -dijo Hildegard gentilmente.

Vogelmann se sentó y nos miró. Incluso separados por un metro de escritorio podía oler su aliento a yogur agrio.

– Bueno, su esposo mencionó que su hija había desaparecido y, naturalmente, di por supuesto que tendrían prisa. -Pasó la palma de la mano por encima de un bloque de papel y cogió un lápiz-. ¿Exactamente, cuándo desapareció?

– El jueves, 22 de septiembre -dije-. Iba hacia su clase de danza en Potsdam y salió de casa -vivimos en Steglitz- a las siete y media de la tarde. La clase empezaba a las ocho, pero no llegó allí.

Hildegard tendió la mano hacia la mía y se la estreché para consolarla.

Vogelmann asintió.

– Casi un mes, entonces -dijo meditabundo-. ¿Y la policía…?