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– ¿La policía? -dije con amargura-. La policía no hace nada. No nos dicen nada. No hay nada en los periódicos. Pero uno oye rumores sobre que otras chicas de la edad de Emmeline también han desaparecido -hice una pausa-, y que han sido asesinadas.

– Ese es casi siempre el caso -dijo ajustándose el nudo de la barata corbata de lana-. La razón oficial de la prohibición impuesta a la prensa para que no informe de esas desapariciones y homicidios es que la policía quiere evitar el pánico. Además, tampoco desean animar a todos los maníacos que un caso como este suele generar. Pero la verdadera razón es sencillamente que se sienten incómodos por su propia y persistente incapacidad para capturar a ese hombre.

Sentí que la mano de Hildegard apretaba la mía con más fuerza.

– Herr Vogelmann -dijo-, lo que es más difícil de soportar es no saber qué le ha pasado. Si pudiéramos estar seguros de si…

– La comprendo, Frau Steininger. -Me miró-. ¿Debo entender que quieren que trate de encontrarla?

– ¿Lo haría, Herr Vogelmann? -dije-. Vimos su anuncio en el Beobachter y, sinceramente, es usted nuestra última esperanza. Estamos cansados de no hacer nada y esperar que pase alguna cosa. ¿No es así, cariño?

– Sí, sí, así es.

– ¿Tienen una fotografía de su hija?

Hildegard abrió el bolso y le dio una copia de la foto que ya le había dado a Deubel.

Vogelmann la miró fríamente.

– Muy guapa. ¿Cómo iba a Potsdam?

– En tren.

– ¿Y ustedes creen que debe haber desaparecido en algún lugar entre su casa de Steglitz y la escuela de danza, ¿es así? -Yo asentí-. ¿Algún problema en casa?

– Ninguno -dijo Hildegard con firmeza.

– ¿Y en la escuela?

Los dos negamos con la cabeza y Vogelmann garabateó unas cuantas notas.

– ¿Novios?

Miré a Hildegard.

– No lo creo -dijo-. He registrado su habitación y no hay nada que indique que se haya estado viendo con algún chico.

Vogelmann asintió, sombrío, y luego se vio atacado por un breve ataque de tos, por el cual se disculpó a través de la tela del pañuelo, que le dejó con la cara tan roja como el pelo.

– Después de cuatro semanas, supongo que habrán comprobado en casa de todos sus familiares y amigos para ver que no se haya quedado con ellos.

– Naturalmente -dijo Hildegard fríamente.

– Hemos preguntado por todas partes -dije-. He seguido cada metro del trayecto de ese viaje buscándola y no he encontrado nada.

Eso era verdad casi literalmente.

– ¿Qué ropa llevaba cuando desapareció?

Hildegard la describió.

– ¿Y llevaba dinero?

– Unos pocos marcos. No ha tocado sus ahorros.

– Está bien. Haré unas cuantas indagaciones y veré qué puedo averiguar sobre el asunto. Será mejor que me den su dirección.

Se la dicté y añadí el número de teléfono. Cuando acabó de escribir se puso de pie, arqueó la espalda con un gesto de dolor y luego anduvo arriba y abajo con las manos metidas en lo más hondo de los bolsillos como un escolar pillado en falta. Para entonces yo había decidido que no tendría más de cuarenta años.

– Váyanse a casa y esperen noticias mías. Me pondré en contacto con ustedes dentro de un par de días o antes si averiguo algo.

Nos levantamos para marcharnos.

– ¿Qué probabilidades cree que hay de encontrarla con vida? -preguntó Hildegard.

Vogelmann se encogió de hombros con desaliento.

– Tengo que admitir que no son muchas. Pero haré todo lo que pueda.

– ¿Qué es lo primero que va a hacer? -pregunté con curiosidad.

Comprobó de nuevo el nudo de la corbata y tensó la nuez de Adán por encima del botón del cuello. Aguanté la respiración cuando se volvió para mirarme.

– Bueno, empezaré por hacer copias de la fotografía de su hija. Y luego las pondré en circulación. Esta ciudad tiene muchos jóvenes huidos, ¿saben? Hay unos cuantos jóvenes a los que no les gustan mucho las Juventudes Hitlerianas y todo eso. Empezaré moviéndome en esa dirección, Herr Steininger.

Me puso la mano en el hombro y nos acompañó a la puerta.

– Gracias -dijo Hildegard-. Ha sido muy amable, Herr Vogelmann.

Yo sonreí y asentí cortésmente. El inclinó la cabeza, y cuando Hildegard cruzaba la puerta, precediéndome, vi cómo le miraba las piernas. No se le podía culpar por eso. Con su chaleco de lana beige, su blusa con fular a topos y su falda de lana de color burdeos, tenía aspecto de valer tanto como las indemnizaciones bélicas de todo un año.

Estreché la mano a Vogelmann y seguí a Hildegard al exterior, pensando que, si yo fuera de verdad su marido, la llevaría a casa para desnudarla y llevármela a la cama. Incluso fingir que estábamos casados era una sensación estupenda.

Era un sueño elegantemente erótico, de seda y encaje, el que recreaba para mí mismo mientras abandonábamos el despacho de Vogelmann y salíamos a la calle. El atractivo sexual de Hildegard era de un cariz mucho más estilizado que unas imágenes eróticas de pechos y nalgas dando botes. De cualquier modo, sabía que mi pequeña fantasía conyugal no era muy probable, ya que, casi con toda seguridad, el auténtico Herr Steininger, de haber estado vivo, no habría llevado a su hermosa y joven esposa a casa para hacer nada mucho más estimulante que tomar una taza de café recién hecho antes de volver al banco donde trabajaba. La verdad es que un hombre que se despierta solo pensará en tomar a una mujer casi con tanta seguridad como un hombre que se despierta con una esposa pensará en tomar el desayuno.

– Bueno, ¿qué le pareció? -dijo cuando volvíamos en el coche hacia Steglitz-. Me ha parecido que no era tan horrible como su aspecto. De hecho, era bastante comprensivo, de verdad. Sin duda, no peor que sus hombres, Kommissar. No sé por qué nos hemos molestado.

Dejé que continuara de esa guisa durante un par de minutos.

– ¿Le pareció totalmente normal que dejara de hacer tantas preguntas obvias?

– ¿Como cuáles? -dijo con un suspiro.

– Ni siquiera mencionó sus honorarios.

– Me atrevo a pensar que si él hubiera creído que no podíamos permitírnoslos, hubiera hablado de ellos. Y por cierto, no espere que sea yo quien se haga cargo de la cuenta por ese pequeño experimento suyo.

Le dije que la Kri po pagaba todos los gastos.

Al ver el inconfundible amarillo oscuro de una camioneta de cigarrillos, frené y salí del coche. Compré un par de paquetes y guardé uno de ellos en la guantera. Saqué uno para ella, luego otro para mí y encendí los dos.

– ¿No le pareció extraño que también olvidara preguntar la edad de Emmeline, a qué escuela iba, cómo se llamaba su profesor de danza, dónde trabajo yo… esa clase de cosas?

Expulsó el humo por la nariz como si fuera un toro enfurecido.

– No especialmente -dijo-, por lo menos, no hasta que usted lo ha mencionado. -Pegó un puñetazo en el salpicadero y soltó una palabrota-. ¿Y si hubiera preguntado a qué escuela iba Emmeline? ¿Qué haría usted si se presentara allí y averiguara que mi verdadero esposo está muerto? Me gustaría saberlo.

– No lo haría.

– Parece estar muy seguro. ¿Cómo lo sabe?

– Porque sé cómo trabajan los detectives privados. No les gusta presentarse justo después de la policía y hacer las mismas preguntas. Suelen preferir llegar a algo desde el otro lado. Dar unos cuantos rodeos antes de encontrar una vía de entrada.

– Así pues, ¿cree que este Rolf Vogelmann es sospechoso?

– Sí, sin duda. Lo suficiente como para destacar a un hombre para que vigile su despacho.

Soltó otro taco, mucho más grueso que antes.

– Es la segunda vez -dije-. ¿Qué le pasa?

– ¿Por qué tendría que pasarme nada? Nada de nada. Las señoras que viven solas no tienen nada que objetar a que se dé su dirección y su número de teléfono a alguien de quien la policía sospecha. Eso es lo que hace que la vida sea tan apasionante. Mi hija ha desaparecido, probablemente la han asesinado, y ahora yo tengo que preocuparme por que ese hombre horrible venga a casa una noche para charlar un rato conmigo.