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Estaba tan furiosa que casi sacaba el tabaco de dentro del cigarrillo al inhalar. Pero, aun así, esta vez, cuando llegamos a su piso en la Lep sius Strasse, me invitó a entrar.

Me senté en el sofá y la oí orinar en el cuarto de baño. Me pareció que era extraño y que no encajaba en su carácter que no le preocupara una cosa así. Quizá no le importaba que yo lo oyera. No estoy seguro de que se molestara siquiera en cerrar la puerta.

Cuando volvió a la sala me pidió imperiosamente otro cigarrillo. Inclinándome hacia adelante, le ofrecí uno que me arrancó de los dedos. Lo encendió ella misma con un encendedor de mesa y dio unas caladas como las de un soldado en las trincheras. La miré con interés mientras recorría la sala arriba y abajo, como la imagen misma de la ansiedad materna. Saqué otro cigarrillo para mí y saqué un librillo de fósforos del bolsillo del chaleco. Hildegard me miró con rabia cuando inclinaba la cabeza hacia la llama.

– Pensaba que se suponía que los detectives podían encender los fósforos con las uñas.

– Solo los descuidados, que no pagan cinco marcos por una manicura -dije bostezando.

Imaginaba que se proponía algo, pero no tenía mayor idea de qué podía ser de la que tenía sobre los gustos de Hitler en materia de cortinas. La contemplé de nuevo largamente.

Era alta, más alta que la media, y con poco más de treinta años, pero tenía el aspecto patizambo, con los pies hacia dentro, de una chica de quince. No podía decirse que tuviera mucho pecho y todavía tenía menos trasero. La nariz quizá fuera un poco demasiado ancha, los labios algo demasiado gruesos y los ojos del color del espliego estaban demasiado juntos y, con excepción de su genio, no había nada en absoluto delicado en ella. Pero no cabía dudar de su belleza de piernas largas, que tenía algo en común con la más rápida de las potrancas del Hoppegarten. Probablemente, sería igual de difícil de controlar con las riendas, y si alguna vez llegabas a subirte a la silla, lo máximo que habrías logrado sería confiar en que te dejara llegar hasta la meta.

– ¿No se da cuenta de que estoy aterrorizada? -dijo, golpeando con el pie en el reluciente suelo de madera-. No quiero quedarme sola.

– ¿Dónde está su hijo, Paul?

– Ha vuelto al internado. Además, solo tiene diez años, así que no veo cómo podría venir en mi ayuda, ¿verdad?

Se dejó caer en el sofá a mi lado.

– Bueno, no me importa dormir en la habitación de su hijo unas cuantas noches -dije-, si de verdad tiene tanto miedo.

– ¿Lo haría? -preguntó, feliz.

– Claro -dije, y me felicité en secreto-. Será un placer.

– No quiero que sea un placer para usted -dijo, con la sombra de una sonrisa-. Quiero que sea un deber.

Por un momento casi olvidé por qué estaba allí. Incluso podría haber pensado que ella lo había olvidado. Solo cuando vi una lágrima en el rabillo de su ojo comprendí que de verdad tenía miedo.

18. Miércoles, 26 de octubre

– No lo entiendo -dijo Korsch- ¿Y qué hay de Streicher y su banda? ¿Seguimos investigándolos o no?

– Sí -dije-, pero hasta que la vigilancia de la Ges tapo arroje algún resultado de interés para nosotros, no hay mucho que podamos hacer en esa dirección.

– Entonces, ¿qué quiere que hagamos mientras usted mira por la ventana? -dijo Becker, al que le faltaba poco para permitirse una sonrisita que quizá me hubiera irritado-. Es decir, aparte de comprobar los informes de la Ges tapo.

Decidí no mostrarme muy susceptible sobre aquella cuestión. Eso habría sido sospechoso en sí mismo.

– Korsch, quiero que sigas de cerca las investigaciones de la Ges tapo. Por cierto, ¿cómo le va a tu hombre con Vogelmann?

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No hay mucho que decir, señor. Ese Vogelmann casi nunca sale de la oficina. No es gran cosa como detective, si me permite decirlo.

– Desde luego no lo parece -dije-. Becker, quiero que me encuentres a una chica. -Sonrió y se miró la punta de los pies-. Eso no tendría que resultarte muy difícil.

– ¿Algún tipo de chica en particular, señor?

– De unos quince o dieciséis años, rubia, ojos azules, de la BdM y -dije dándole cuerda-… preferentemente virgen.

– Lo último puede ser un tanto difícil, señor.

– Tiene que tener los nervios bien templados.

– ¿Está pensando en ponerla como cebo, señor?

– Creo que siempre ha sido la mejor manera de cazar tigres.

– A veces la cabra acaba muerta, señor -dijo Korsch.

– Como he dicho, esa chica tiene que tener agallas. Quiero que sepa tanto como sea posible. Si va a arriesgar la vida, entonces tiene que saber por qué lo hace.

– ¿Dónde, exactamente, vamos a hacerlo, señor? -preguntó Becker.

– Dímelo tú. Piensa en unos cuantos sitios donde nuestro hombre pueda verla. Un sitio donde podamos vigilarla sin que nos vean. -Korsch tenía el ceño fruncido-. ¿Qué te preocupa?

Movió la cabeza con un gesto de desagrado.

– No me gusta, señor. Eso de utilizar a una chica como cebo. Es inhumano.

– ¿Qué sugieres que hagamos, utilizar un trozo de queso?

– Una calle principal -dijo Becker, pensando en voz alta-. Como la Ho henzollerndamm, pero con más coches, para aumentar las posibilidades de que la vea.

– Sinceramente, señor, ¿no cree que es un poco arriesgado?

– Claro que lo es. Pero ¿qué sabemos realmente de ese cabrón? Lleva coche, viste uniforme y tiene acento austríaco o bávaro. Aparte de eso, todo lo demás son conjeturas. No tengo que recordaros que se nos está acabando el tiempo. Bueno, es necesario que nos acerquemos, y tenemós que acercarnos rápido. La única manera es tomar la iniciativa, escoger nosotros su próxima víctima.

– Pero puede que tengamos que esperar para siempre -dijo Korsch.

– No dije que fuera fácil. Si cazas tigres, puedes acabar durmiendo en lo alto de un árbol.

– ¿Y qué hay de la chica? -continuó Korsch-. No propondrá que esté allí día y noche, ¿verdad?

– Puede hacerlo por las tardes -dijo Becker-. Por las tardes y hasta que empieza a oscurecer. No de noche, para estar seguros de que él la ve y de que nosotros lo vemos a él.

– Vas captando la idea.

– Pero ¿dónde encaja Vogelmann en todo esto?

– No lo sé. Es una sensación que tengo, eso es todo. Quizá no sea nada, pero quiero comprobarlo de todos modos.

Becker sonrió.

– De vez en cuando, un poli tiene que confiar en su instinto -dijo. Reconocí mi propia y poco inspirada retórica. -Todavía haremos de ti todo un detective -le animé.

Escuchaba sus discos en el gramófono Gigli con la avidez de alguien que sabe que se está volviendo sordo y no ofrecía ni pedía más conversación que un revisor del tren. Para entonces yo ya me había dado cuenta de que Hildegard Steininger era tan independiente como una pluma estilográfica, y me imaginaba que, probablemente, prefería al tipo de hombre que se imagina a sí mismo como poco más que una hoja de papel en blanco. Sin embargo, y casi a pesar de ella, seguía encontrándola atractiva. Para mi gusto, se preocupaba demasiado del tono de su pelo, que era como hebras de oro, del largo de sus uñas y del estado de sus dientes, que cepillaba sin cesar. Era más que medio presumida y más del doble de egoísta. Si le dieran a escoger entre hacer algo de su agrado o algo para agradar a los demás, confiaría en que su propia satisfacción haría feliz a todo el mundo. Pensar que lo uno era el resultado casi inevitable de lo otro resultaba para ella una reacción tan automática como el reflejo de la pierna cuando el médico golpea la rodilla con el martillo.